Los valores de la literatura y los valores de la vida son para el novelista lo que el cincel y el bloque de piedra para el escultor. Lo primero busca imponer una forma a lo segundo. Verdad, justicia, belleza: estas son las cualidades a las que aspira una obra de ficción y que debe elaborar a partir de la experiencia humana. No es que los seres humanos no aspiren a los mismos ideales: su aspiración es la misma. Cuanto más se parece una persona a un bloque de piedra más nos compadecemos de ella. La batalla de la vida no es tan distinta de la batalla de la escritura. Y en nuestros sueños, mentiras e interpretaciones, en nuestra fidelidad a la realidad, nosotros, como seres humanos, también elaboramos. La diferencia, porque la hay, reside en la naturaleza de la invención.
La relación entre la literatura y la vida no se altera en lo esencial si eliminamos el término «ficción». Que llamemos a algo ficción o realidad no incide particularmente en el cincel o en el bloque de piedra, en la búsqueda de la verdad y la belleza, ni siquiera en la propia tarea de la elaboración. Dos personas que presencian un mismo incidente pueden contarlo de formas muy distintas: una hace aburrido y oscuro lo que la otra transforma en algo divertido y fascinante. El trabajo del escritor es por tanto el mismo, las ambiciones son las mismas. Crear algo seductor con los materiales disponibles. Es para el lector para quien la diferencia resulta más problemática. El incidente que presenciaron las dos personas ¿ocurrió en realidad o no? ¿Se lo inventaron? ¿Tiene esto alguna importancia? Por supuesto que sí. En la vida hay una gran diferencia entre un suceso real y una historia inventada para divertir o ilustrar a un auditorio. Escuchamos las historias inventadas con oído interpretativo, pasivo y reflexivo. El relato de acontecimientos reales nos sacude de una forma más física: activa nuestros miedos, nuestra capacidad para la valentía o nuestro terror, nuestra indignación, nuestros celos, nuestra simpatía. Nos afecta de maneras que pueden ser igualmente poderosas (hay personas totalmente prácticas; otras son más sensibles al arte que a la vida) aunque distintas en lo fundamental. Señalo esta diferencia tanto para mí misma como para los lectores de Un trabajo para toda la vida. Cuando se publicó esta breve crónica de mi experiencia de la maternidad, en 2001, a muchas personas les pareció ofensiva. He leído cientos de libros que me han alterado o impresionado; libros extravagantes, libros deprimentes, libros que me han aburrido o divertido, que me han hablado de mil cosas que no sabía y que probablemente nunca habría descubierto por mí misma. Pero nunca he leído un libro que me haya ofendido. La ofensa reside en la mala calidad artística, y nunca he sentido la necesidad de tomarme la mala calidad artística como una ofensa personal. Tengo la esperanza —la convicción, me atrevo a decir— de que este no es un libro de mala calidad artística, y lo cierto es que a pesar de las corrosivas críticas que ha recibido a lo largo de los años esa acusación todavía no se ha formulado. Las críticas han sido burdas y groseras, no letales. De todos modos, me han hecho reflexionar sobre la causa de la ofensa, y si es algo de lo que debería arrepentirme o de lo que en realidad debería sentirme orgullosa.
Cuando escribí este libro se me pasó por la cabeza que el tema (no me refiero a la maternidad, sino a la autobiografía en general) no era interesante. También me pregunté si la inevitable afectación verbal que le imprimía por mi condición de novelista británica de clase media tal vez alejara a aquellos lectores que más podrían identificarse con su sinceridad y beneficiarse de ella. Ya es demasiado tarde para preocuparse por la primera reserva, pero la segunda me sigue inquietando. Entre las muchas respuestas, tanto públicas como privadas, que he recibido de los lectores, hombres y mujeres, de Un trabajo para toda la vida, no puedo por menos que valorar aquellas que destacan su capacidad de comunicación más allá de las barreras de la edad, el género o la clase social. El hombre o la mujer que reconoce en el hecho de ser padre o madre una experiencia primordial de desmembramiento —con toda su abundancia de tragedia, comedia y amor— entre uno mismo y los demás; la persona que además puede entender un libro como un eco, un consuelo, un espejo; la persona que valora el descubrimiento individual más que la representación institucional, las vicisitudes personales más que la falsedad colectiva, para esa persona, sea quien sea y esté donde esté, es para quien escribí este libro.
A los demás, a los periodistas que me acusaron de ser una madre inepta y poco cariñosa, a los detractores que aún emplean mi nombre como sinónimo de odio a los niños, a los lectores para quienes la sinceridad es equiparable a la blasfemia porque su religión es la de la maternidad, únicamente puedo sugerirles que se lo tomen un poco menos en serio. A fin de cuentas, el sujeto que gobierna este libro es yo, no tú. La mayoría de quienes me criticaron eran mujeres, por eso aprovecho esta oportunidad para lanzar una sana advertencia a las personas de mi propio sexo. Señoras, esto no es un manual de cuidados infantiles. En estas páginas tienen ustedes que pensar por sí mismas. No les digo cómo deben vivir; tampoco estoy obligada a promocionar su visión del mundo. Tengan diez hijos o no tengan ninguno; quiéranlos con locura o enciérrenlos; entreguen su vida a cuidar de ellos o abandónenlos por un amante con la mitad de años que ustedes: a mí me trae sin cuidado. No escribí este libro porque necesitara su aprobación. Tampoco lo escribí por vanidad, pereza, orgullo o maldad. No lo escribí porque odiara ser madre, porque odiara a mi hija u odiara a cualquier niño. Lo escribí porque soy escritora, y la ambivalencia que caracteriza las primeras etapas de la crianza me pareció afín a la ambivalencia fundamental que siente el escritor ante la vida, una ambivalencia, oscurecida por la organización de los sistemas sociales ideados por la comunidad humana, que el escritor o artista siempre intenta recuperar y resolver. Para el individuo, el combustible de este deseo de recuperación y resolución son los recuerdos de la infancia, un estado del que el artista quizá nunca llega a salir por completo. En el momento de ser madre, me transformé temporalmente en niña y madre, en mí misma y en otro, y fue esta extraña y fugaz revelación de la psique lo que intenté plasmar en Un trabajo para toda la vida.
Pero volviendo al asunto de la realidad y la ficción: al escribir sobre la maternidad atraje inevitablemente a una comunidad lectora demasiado diversa como para poder satisfacerla con una única fuente. Hay más madres en el mundo que lectores tiene por lo general un autor. No he topado con este problema como novelista, aunque ya me habría gustado. Hubo personas que eligieron Un trabajo para toda la vida no porque les interesara la lectura, sino porque les interesaba la maternidad; de todos modos, creo que siempre hay algo de esa ambivalencia a la que antes me refería, y de la consiguiente búsqueda de la verdad, incluso detrás de la adquisión del manual de cuidados infantiles más práctico. De ahí el deseo de verla reflejada, de dar explicación a todo ese amor, ese pánico y esa extrañeza, aunque ese impulso se vea inmediatamente reprimido por el deseo aún más profundo de autoridad y consenso, de restablecimiento de la «normalidad». Para mí, el manual de cuidados infantiles es el emblema de la soledad psíquica de la madre. Algunas de estas mujeres no comprendieron ni apreciaron mi libro, y no cabe duda de que a otras muchas les parecerá «sórdido», «deprimente» o «ingrato». A mí, al releerlo con motivo de esta nueva edición, me ha sorprendido su dimensión física. Ahora que mis hijas son mayores y mi cuerpo vuelve a ser mío, ha recuperado su fronda de intimidad y vergüenza. En otro tiempo me habría resultado impensable que mis pechos pudieran ser personajes principales de una obra mía: aquí tengo la prueba, aunque me sigue pareciendo igualmente inconcebible. ~