Tengo desde hace muchos años la sana costumbre de asignar los cuentos de Amparo Dávila a la menor provocación. Esta primavera no fue distinto. Me preparaba para ofrecer un curso para estudiantes de licenciatura sobre un tema bastante amplio, el cuento contemporáneo en el mundo de habla hispana, cosa que prontamente transformé en un taller de escritura creativa. Los estudiantes no solo leyeron un poco de teoría sobre el cuento, sino también ejemplos significativos del mismo, incluyendo los escritos por las autoras que invitamos a nuestra Workshop Series, la serie semestral en la que, en esta ocasión, participaron Mayra Santos-Febres, Claudia Salazar Jiménez, Giovanna Rivero, Magela Boudin, y Belén Gopegui (debido a la pandemia de Covid-19, solo las dos primeras alcanzaron a llegar a nuestro campus). Nunca me ha fallado iniciar una clase de este tipo con “El huésped”, uno de los cuentos más paradigmáticos de la tradición fantástica en América Latina y acaso el más conocido de su autora.
Tal vez no haya lectura más cuidadosa que la traducción y la transcripción, pero la reescritura no se queda atrás. Cuando reescribimos leemos con sumo apego, pero en lugar de admitir que el texto en cuestión está cerrado para siempre, acabado en más de un sentido, lo abrimos una vez más. Caja de pandora. Botella de los tres deseos. Nada está terminado ante la mirada de la reescritora. Reescribir transforma toda obra en un work-in-progress. Eso nos sucedió cuando les pedí a los alumnos que reescribieran uno de los cuentos asignados en clase desde otro punto de vista, o en un tiempo o lugar distinto al original, o en otro idioma. Las posibilidades eran bastante abiertas. Yo quería asegurarme de dos cosas: que hubieran leído el cuento con todo cuidado, y que ejercieran el sagrado derecho de usar la imaginación para volver propio un texto ajeno. No me extrañó que casi todas las alumnas eligieron reescribir el cuento de Amparo Dávila.
Mucho se ha dicho, y con justicia, sobre este cuento magistral. A mí me ha impactado desde siempre la capacidad de Dávila para meterse de lleno, con una pluma muy fina, en asuntos peliagudos de lo que ahora llamamos violencia de género y gaslighting. El horror que explora en sus cuentos no solo es el horror de la familia o de lo privado, sino más específicamente el horror de la violencia doméstica, que algunos, como Rachel Louise Snyder, no temen llamar terrorismo doméstico en trabajos como No visible bruises. What we don’t know about domestic violence can kill us.
En un medio en el que hasta hace poco era fácil desmarcarse de cualquier consideración de género, Amparo Dávila arremetió con las mejores estrategias de escritura del terror psicológico y el fantástico oscuro para dar cuenta del horror que liga a hombres y mujeres en el contexto de un patriarcado tan feroz como robusto. No exagero si digo que Amparo Dávila investigaba ya los mecanismos de la máquina feminicida que ha terminado con la vida y asola a tantísimas mujeres en México.
Un clásico es clásico cuando podemos leer el presente a través de sus páginas. Las reescrituras de El huésped lo demostraron así. De manera por demás interesante, el huésped no moría en muchas de las versiones que entregaron las alumnas. En lugar de fenecer detrás de la puerta tapiada, luego de días de gritos y golpes, el huésped de este verano del 2020 se las arreglaba para fingir un silencio que la protagonista tomaba, de manera por demás equivocada, como seña de su muerte. La sobrevivencia del huésped, por supuesto, presentaba nuevos retos a la protagonista, cambiando de dirección el cuento. En otras versiones, también numerosas, las mujeres del pueblo no solo se organizaban contra el huésped sino sobre todo contra los maridos que imponían a esos invitados siniestros en sus hogares. Rompiendo alianzas de clase, las mujeres amas de casa y las mujeres que llevaban a cabo el trabajo del hogar se organizaban con otras en su misma situación para expulsar a lo maridos del pueblo minero. En otros casos, la historia la contaba desde el futuro uno de los niños sobrevivientes a la masacre desatada por el huésped. En al menos uno de esos cuentos la protagonista tenía por fin un nombre: se llamaba Lucía.
Un homenaje es una demostración pública de admiración y respeto. Leer puede ser, entre otras muchas cosas, un homenaje. Pero reescribir, que también incluye cantidades enormes de admiración y respeto, trae consigo además el tú por tú que define relaciones más dinámicas y horizontales. Hay una labor de identificación y de gusto, de irreverencia y de compañía compartida en cada reescritura que no se parece a nada más. Uno no reescribe lo que no ama. Uno no reescribe lo que no estaba ya, desconocido y oscuro, dentro de sí.