Entre todos la mataron y ella sola se murió: Es de lo más sencillo: sujetos genéricos, verbos contundentes, preposición y conjunción. Funciona, en primer lugar, por lo irrevocable de los verbos. No hay vuelta atrás, no hay solución. También es importante que esté dividido en dos partes −la coincidencia en el número de palabras y de sílabas, mecánica de la poesía, le da el ritmillo que nos ayudará a no olvidar la recurrencia de este destino; el final en sílaba aguda repele la apelación−, en la primera de las cuales el sujeto es múltiple y el verbo es transitivo. La acción se ejecuta sobre algo o alguien, en este caso un objeto directo femenino, ya encasillado al principio como pasivo, y que protagoniza la segunda escena como sujeto, donde se hace agente de lo que le ha sido impuesto, como una última rebelión un poco pírrica. Esta escena está unida a la primera por la conjunción y, que suele indicar una adición pero que aquí parece insinuar una relación de causa-efecto, en un juego de ambigüedad crucial. Como imagen, invoca la brutalidad del ataque colectivo, entramado. Insinúa que no es culpa de nadie, o que como es una culpa acumulada, de tanta gente, nadie acabará señalado como responsable último, y que de hecho sería injusto señalar a uno solo como tal. En cualquier caso, han sido ellos. A menudo se asocia con Marilyn Monroe. Deja una sensación de resaca tremenda.
Con estos bueyes hay que arar: Como el campo ya se tiene, y si no no estaríamos diciendo esto, uno se frota las manos, pero lo que pasa es que el campo representa unos ciclos eternos que no parecen dispuestos a someterse a la organización humana. Habría unos intermediarios, no exactamente nuestros iguales pero sí de vida tan corta como la nuestra si la comparamos con el campo que tenemos por delante, antes una promesa, ahora una condena. Los intermediarios son los bueyes, unos animales domesticados hasta el punto de la emasculación, platónicamente llenos de unos atributos que los hacen ideales para la labor que tenemos por delante, pero aquí parece darse a entender que no los hemos escogido nosotros y que son más bien lo único que se ha podido conseguir (“estos”). Así que es hora de decidirse: o seguimos adelante con el plan de arar con la esperanza de poder llegar a comer algo o renunciamos a todo y nos vamos a chupar una ramita al río a ver si pasan truchas. Pero el “hay que” disuelve la disyuntiva. Es justo el momento en que se está dando la orden. Arar es la primera parte del proceso de siembra. Hay mucho trabajo por delante, pero aunque lo hagamos no tenemos garantizada la recompensa, que depende de cosas que no están en nuestra mano, que no son los animales que nos han tocado en suerte, precisamente.
Los dedos se me hacen huéspedes: Misteriosísima fórmula, que nos hace pensar en cubiertas de libros de kiosco, aunque ya no se vendan novelas en los kioscos, aunque ya no haya kioscos, en las que unos dedos agarrotados proyectan una sombra ominosa sobre una pared amarilla. Los dedos son la parte más expresiva de las manos, y después de los ojos, espejo del alma, las manos son nuestra parte más característica, por lo que nos podrían reconocer, lo que te tendí cuando nos presentaron. La sensación es así la de una suspensión repentina y denterosa de la familiaridad: algo que iba por delante de nosotros, como cuando vamos sonámbulos por el pasillo, tanteando lo que viene, nuestra avanzadilla ayudadora, de pronto se revuelve hacia nosotros. Esto hace que no nos reconozcamos, que nos ataquemos con lo mismo que nos iba a defender, que lo más íntimo se vuelva nuestro enemigo y que en consecuencia alrededor también distingamos solamente enemigos.
Ni en invierno ni en verano pongas en la piedra el ano: La palabra ano parece más fina que culo, pero en realidad la imagen es peor, es de una anatomía más carnal. En todo caso, viene a dar un consejo de aire simpático, o al menos llano, relacionado con el ciclo de las estaciones, con las necesidades humanas y con lo que hemos inventado para satisfacerlas: más o menos la civilización. La premisa es que uno quiere descansar. Pero y qué. En invierno, cuando uno busca refugios caldeados, no convienen los asientos de piedra, por lo fríos que están, y cuando en verano buscamos descansar del paseo, pues tampoco, porque están que arden. Una interpretación literal, que quizá sea la adecuada, dirigiría a los diseñadores de mobiliario urbano al uso de la madera para los bancos de la calle, aunque la madera para los bancos parece haber pasado de moda, pero otro también puede interpretar que allí fuera no hay piedad y que da igual cuándo le den el consejo, da igual en qué estación, que no encontrará dónde sentarse.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).