Imagen: Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla from Sevilla, España, CC BY 2.0 , via Wikimedia Commons

Reír llorando

"La comedia se ha transformado con el tiempo más que el drama. Si echo la vista atrás a mi adolescencia, me doy cuenta de cuántos chistes graciosos perdieron la gracia, y de cuánto humor público se tuvo que volver privado."
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Soy de difícil risa, pero sin duda el libro que más me empuja a reír es Don Quijote. Encuentro el apogeo del humor en el capítulo veinte de la segunda parte, cuando el Caballero de la Triste Figura se dirige a su dormido escudero:

¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues, sin tener envidia ni ser envidiado, duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores ni sobresaltan encantamentos! Duermes, digo otra vez y lo diré otras ciento, sin que te tengan en continua vigilia celos de tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo que has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia. Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los límites de tus deseos no se extienden a más que a pensar tu jumento…

Puesto sin contexto no parece tener gracia, y no la tiene, ya que no es un chiste. Don Quijote es un concierto de humor y, para sacar alguna risa, es precisa la instrumentación. Si bien hay formas más directas del humor en muchos pasajes, como cuando Sancho cuenta el cuento del pastor cabrerizo que ha cruzar, una por una, trescientas cabras sobre el río Guadiana en la pequeña barca de un pescador.

Entró el pescador en el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra. Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque, si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será posible contar más palabra dél…

Es muy conocida la anécdota del rey Felipe III, que mira por la ventana a un estudiante muerto de la risa, y dice: “O está loco, o está leyendo el Quijote”.

Más inmediato y directo es el humor en las tantísimas comedias del Siglo de Oro y en la novela picaresca.

Quizás el libro más humoroso del siglo dieciocho en español sea Fray Gerundio de Campazas, pero poco a poco fue perdiendo la gracia, pues es una burla contra las escuelas de retórica de la época y de los oradores que sermoneaban en los servicios religiosos. Para sacarle buen jugo a esta novela hace falta conocer aquel ambiente y tener más que nociones de latín. Con gran admiración de sus oyentes, Fray Gerundio dice cosas como:

Esta parentación sacro-lúgubre, este epicedio sacritrágico, este coluctuoso episodio y este panegiris escenático se dirige a inmortalizar la memoria del que hizo inmortales a tantos con los rasgos cadmeos que, a impulsos de aquilífero pincel, estampó en cándido lino triturado, sirviendo de colorido el atro sudor de la verrugosa agalla, chupado en cóncavo, aéreo vaso de la leve madera pambeocia: Calamus scribæ velociter scribentis.

Esta novela fue un éxito de ventas y risas en su época. Se cuenta que cuando el rey la leyó, todavía con lágrimas de risa, dijo: “Esta novela habrá que prohibirla”, y así se hizo.

Curiosa es la forma como evoluciona el humor. He leído algunas antologías del chistes del pasado y difícilmente le hallo gracia a las cosas. Por ejemplo, en el libro titulado Museo cómico, de 1864, se lee esta humorada:

Un soldado andaluz, después de haber hecho la campaña de África, obtuvo su licencia absoluta y se marchó al pueblo natal a contar sus proezas a la familia.
“Vamos, ¿qué cosa notable has hecho en África?”, le preguntó el padre.
“Cortarle las piernas a un moro.”
“¡Vaya una idea! ¿Por qué no le cortaste la cabeza?”
“Porque no la tenía.”
“¡Cómo! ¿No tenía cabeza?”
“No: otro que pasó antes que yo, se la había cortado.”

La comedia se ha transformado con el tiempo más que el drama; pues las penas nos afligen hoy como hace tres mil años; pero hoy no parece tan gracioso cortar cabezas o que se la corten a uno, mucho menos cuando la decapitación llega como consecuencia de una jocosidad mal recibida. Si echo la vista atrás a mi adolescencia, me doy cuenta de cuántos chistes graciosos perdieron la gracia, y de cuánto humor público se tuvo que volver privado.

Montaigne tiene un extraño ensayo titulado “Cómo lloramos y reímos por lo mismo”. Digo extraño porque habla de mezclas de estados de ánimo, pero de todo su arsenal de experiencias y lecturas no alcanza a sacar un ejemplo de ese llorar y reír por el mismo motivo; habla de emociones auténticas y no impostadas, al estilo de “Ridi Pagliaccio sul tuo amore infranto, ridi del duol che t’avvelena il cor!”, o “aquí aprendemos a reír con llanto y también a llorar con carcajadas”.

En todo caso habría que explorar si una misma pena causa risa o si la alegría provoca tristeza. Si, como dicen muchos filósofos, todo aprendizaje viene de la experiencia, entonces los mexicanos sabemos más de este asunto que los propios filósofos, y nuestro reír llorando no es el de un actor sino el de un ser humano.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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