Hace dos semanas recibí un correo de Luis González de Alba reclamándome un elogio a José María Morelos: “de haber sido por el curita, ni tú ni yo estaríamos aquí”. Se refería al punto sobre la intolerancia de cultos en “Los Sentimientos de la Nación”, que para él abarcaba otros ámbitos de la vida. Celebré su crítica porque me permitía retomar la conversación con Luis, una de las personas más rectas, lúcidas y valientes que he conocido. Tomé el teléfono y decidí proponerle la realización de un documental sobre el 68. “Nos falta mucho por saber, aclarar, difundir. Mándame datos de todos los líderes que viven. Los entrevistaremos. Y a ti, antes que nadie”. Pareció tomar la idea con entusiasmo. “Nos veremos en la FIL de Guadalajara para planearlo todo”, le dije. “No estaré”, me contestó sin más. Nunca pensé que se refería a su muerte.
Me mandó dos correos con datos puntuales, anécdotas significativas y precisiones que necesitaba asentar. Adjuntó trece fotografías en Lecumberri: las crujías, las rejas, los compañeros en el patio. Luis aparece con su gran bigote, descamisado a veces, siempre pensativo y serio. Una me conmovió sobre todas: despatarrado sobre su catre, como un mariachi solitario, Luis posa junto a su guitarra silenciosa, desamparada.
La fuerza moral de Luis tenía ese origen. De la inolvidable experiencia de libertad que fue el 68, del crimen de Tlatelolco (que vivió en carne propia) y del sacrificio de todos aquellos líderes nuestros que pagaron su hazaña con la cárcel, el exilio, la frustración, el desvarío y la muerte, extraía Luis su indignación para enfrentar el alud de mentiras y mitos acumulados a lo largo de casi medio siglo sobre el sentido histórico de aquel movimiento y sus ilegítimos herederos. En su correo, por ejemplo, aludió por nombre (y dos apellidos) al encumbrado político que, habiendo sido “rapsoda” de Díaz Ordaz en 1969, pudo maquillar su biografía gracias a la democracia. Todos los antiguos priistas ocupados ahora –como decía Alejandro Rossi– en “rehacer su virginidad de izquierda” le provocaban tanta repulsión como las invenciones, simplificaciones y distorsiones de las “almas bellas” que, enamoradas de su propia y autoproclamada pureza moral, no vivieron ni entendieron pero sí explotaron, literariamente, el 68.
Como su vida, su carta iba y venía del 68 al presente: “¿Leíste ese horror? Cuando estaban quemando a los normalistas los sicarios bromeaban entre sí. ‘A que no te comes un pedazo’, retó uno. Y el retado arrancó un pedazo, se lo comió y dijo que estaba sabroso”. Ayotzinapa lo obsesionaba, por razones complejas. Era y no era un eco de Tlatelolco. Lo horrorizaba el atroz asesinato de los muchachos pero también la manipulación ideológica de la que habían sido objeto. “Te mando –me escribió– un abrazo entristecido por el próximo 2.X, lo han vuelto feria de vandalismo”.
Por esos días muchos percibimos una actividad inusitada en la cuenta de Luis en Twitter. Algo estalló en su alma. He hecho el recuento: solía colocar un promedio de cuatro mensajes diarios, a veces menos. A partir del 27 de septiembre entró en una cuenta regresiva: treinta y cinco ese día, veintiséis el 28, cuarenta y dos el 29, veintitrés el 30, quince el 1, y diecisiete el 2 de octubre en que murió. Toda su biografía, toda su pasión crítica y su irreverencia se concentró en esos mensajes. Encaró a “los chairos” y los “troles desatados” que ignoran absolutamente todo del movimiento estudiantil del 68; criticó la ocultación de bienes que –según WSJ– hizo el líder de Morena a favor de sus hijos; denunció a los jóvenes “anti-sistema” que viven del sistema; señaló a los Guerreros Unidos, adversarios de los Rojos, como responsables directos del crimen de Ayotzinapa; se burló de la prensa intolerante y dogmática que lo había negado en vida (y que lo negaría tras su muerte).
Sus mensajes finales insistían en la postulación de un héroe anónimo, Gonzalo Rivas, para la Medalla Belisario Domínguez. En carta enviada al senador Roberto Armando Albores (presidente de la Comisión que otorga la presea) Luis narró el sacrificio de aquel empleado de una gasolinera ubicada sobre la autopista México-Acapulco, quien el 12 de diciembre de 2011, al advertir que “una bomba despachadora quedó envuelta en fuego provocado, no dudó en cerrar las válvulas de seguridad y apagar el fuego con un extinguidor”. Lo consiguió, salvando la vida de cientos de personas varadas en la caseta (tomada por estudiantes), pero “quedó bañado de gasolina en llamas. Agonizó tres semanas en el IMSS-Lomas Verdes y murió”. ¿Cuántos habrían muerto sin ese acto, que Luis comparaba con el del Héroe de Nacozari?
Sus últimos tuits hacían referencia a su gran amor. Desconozco su suerte y no quiero investigarla porque esto no es una biografía sino una lamentación por su muerte. Por las fotos en Twitter del mismo 2 de octubre intuyo que vivieron momentos de dicha en la isla de Poros. Quizá era judío. Tal vez de ahí nació su defensa de Israel. Y quizá por eso no fue casual que se quitara la vida ese día: la tarde del 2 de octubre coincidía con el inicio de Rosh Hashanah, el año nuevo judío. En su posdata me escribió:
“PD: Te copio link a algo que no puedo oír sin llorar: una belleza cantada por un ángel de unos 10 años, Mishel Kohen. Es un Salmo de David musicalizado en Israel. Maravilloso. Mi sobrino el-soldado-de-Israel dice que debe de ser judío yemenita. La tengo anotada con mis garabatos de hebreo manuscrito y así la memoricé”.
Se trata del Salmo LXXI que pide a Dios, con ternura y humildad, con temor y temblor: “No me abandones” (Al Tashlijeni). Con palabras similares imploró Jesús, un milenio después, al mismo Dios “¿por qué me has abandonado?”. Luis, en su hora final, se hizo quizá la misma pregunta. Nunca sabremos si escuchó una respuesta.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.