En un país asediado, intervenido, presa de una dictadura hereditaria, la política no es una elección. Imagino al joven Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942) exiliado en Costa Rica en los albores de la caída de Somoza y no puedo pensarlo dirimiendo, como El Quijote, si son mejores las armas o las letras. Lo imagino en el Grupo de los Doce, con los otros once nicaragüenses notables que firmaron aquel famoso desplegado en apoyo al Frente Sandinista, y sé que ha elegido correctamente. El compromiso lo lleva a la vicepresidencia de su país, lo lleva a la cámara de diputados –en el gobierno de Violeta Chamorro– y después a encabezar un nuevo partido político, el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), cuando la fiebre de poder destruye lo que quedaba de esa revolución en la que él participó. Después de ese frustrado intento de construir una oposición seria, deja definitivamente la política pero no lo político, como se ve en sus artículos para El País o La Jornada. Reorienta su camino y utiliza desde entonces las letras como armas.
A los jóvenes de entonces –en 1979, o un poco después– Miguel Donoso Pareja nos dio a leer los dos tomos de su antología para la imprescindible colección SepSetentas, Prosa joven de la América Hispánica. En ellos estaban dos cuentos iniciales de Sergio Ramírez: “Charles Atlas nunca muere” y “A Jackie con nuestro corazón”. En ambos textos su autor ya lograba con maestría lo que en su obra posterior se convertirá en marca de casa: un retrato sentimental pero nunca sensiblero de Nicaragua, una crónica de lo sucedido en el imaginario de algunos de sus personajes más conspicuos, por más comunes, como un soldado. La mirada de un joven frente a un país sin tiempo, o con el tiempo muerto, donde no parece haber progreso, de las dictaduras. Junto a ese retrato, abrir con el escalpelo del relato y examinar la compleja relación de Nicaragua con Estados Unidos.
Desde que dejó la actividad política, Sergio Ramírez se volcó a la literatura con la misma pasión y entrega que a la reconstrucción de su país. Es un escritor prolífico, pero también un ebanista de la prosa, para usar una metáfora que le gustaría. Alguien que trabaja y refina los materiales de sus relatos sin prisa. Hace algunos años, con ocasión del cumpleaños número ochenta de Carlos Fuentes, escuché hablar a Sergio Ramírez acerca del oficio de narrar: “El mejor del mundo aunque existan otros más antiguos”. Se trata, piensa él, de indagar en dónde termina lo visible y comienza la oscuridad, la inquietud de la incertidumbre: “Ver sin ser dado tocar”. Pensar imaginando, dice Ramírez, es una tarea doble, de quien cuenta historias y de quien las escucha. De ese acto de desobediencia nace el acto de narrar y su encantamiento y su vínculo mágico. Para él, las narraciones son semillas envenenadas que viajan por el tiempo con unos cuantos temas: el amor, la locura, la muerte y el poder.
Sigue siendo un promotor, no puede estarse quieto. Ha dirigido asociaciones de escritores, la revista digital Carátula (lleva cincuenta números) y el encuentro Centroamérica Cuenta, con el que busca hacer visible la literatura centroamericana fuera del subcontinente.
¿Cómo habrá sido ese momento en que pensó que la literatura debía ser su único trabajo? No ocurrió de golpe. De hecho, también lo imagino en su biblioteca, de regreso del despacho del poder, pensando en su Castigo Divino, con la que ganó el Premio de Novela Negra Dashiel Hammet de la Semana Negra de Gijón, mientras aún era vicepresidente de su país (1988). El giro de timón debió haber sido benéfico pues la crítica se volcó favorablemente hacia esa novela, y también el público. Los informes médicos de Oliveiro Castañeda le daban material para una fábula histórica y ya neopoliciaca que además reescribía la tradición costumbrista en un giro particularmente feliz.
En Un baile de máscaras (1998) sigue en su indagación documental del pasado nicaragüense –en los años anteriores no dejó de escribir y publicar, incluso en el poder, no solo Castigo Divino, sino Estás en Nicaragua, donde recrea sus encuentros con Cortázar, los ensayos Balcanes y Volcanes, Las Armas del Futuro y los relatos de Clave de sol.
Con Margarita está linda la mar (2002) obtuvo el Premio Alfaguara de Novela. Este libro luminoso mezcla con maestría el relato del regreso de Rubén Darío a Nicaragua en 1907 con el asesinato de Anastasio Somoza García a manos de Rigoberto López Pérez, un poeta de León. Con la publicación del libro y el éxito de mercadeo del premio, el giro de timón ha sido ya dado del todo.
Sergio ha seguido fiel al cuento en Catalina y Catalina, El reino animal y Flores oscuras –recientemente reunidos por Oceáno en México, en una especie de jubileo por sus cincuenta años dedicados al género– y al ensayo y la reflexión sobre la escritura en Adiós Muchachos o Juan de Juanes). Tampoco ha dejado la novela, con resultados distintos, como ocurre con todo escritor prolífico.
Su recreación de la historia de Sara, el personaje bíblico, marca uno de esos puntos altos, como lo son también sus dos novelas con detective, otra novedad en la literatura centroamericana. El suyo, Dolores Morales, –¿qué hay en un nombre?, se preguntaba Shakespeare– ya es protagonista de dos. La segunda –Ya nadie llora por mí– apenas está circulando al tiempo que festejamos el Premio Cervantes de la Lengua Española que recién se le ha concedido. La primera, El cielo llora por mí, no es un divertimento y puede contarse entre las mejores de Sergio. Dos décadas han transcurrido entre la fábula médica de Castigo Divino y la corrupción política del neosandinismo, bien ejemplificada en la surrealista pareja presidencial. Dolores Morales es un expolicía, un exsandinista, un desilusionado. El narcotráfico ya está en el centro de todo y ha empezado a corroer el país. Ramírez ha decidido ocuparse del presente, por quemarle las manos, quizá por la misma razón por la que regresó del exilio en Costa Rica y participó en el Grupo de los Doce.
El presente es perpetuo, escribía Octavio Paz. Está ahí desde el principio. Sergio Ramírez sigue escribiendo sobre el poder, contra el poder, desde las vidas minúsculas de los personajes a los que sabe escuchar prodigiosamente. El talento para el diálogo y para la penetración psicológica del maduro novelista le sirven para lanzar un certero golpe contra la actual Nicaragua desde la ficción. Y es un golpe que le produce al propio escritor un agudo dolor moral. Como ha dicho en una reciente entrevista: las heridas morales no sanan, no se curan: supuran todo el mal, diríamos nosotros.