La gran mayoría de la gente piensa muy poco en William Shakespeare. Pocos han leído sus obras y aún menos lo han visto en teatro. Si acaso, piensan en Shakespeare porque recientemente vieron una película basada en alguna de sus obras. Pero para quien se acostumbra a buscarlo, resulta que está en todos lados.
“¿Por qué Shakespeare?”, preguntarán algunos. Un famoso crítico literario contestó: “¿acaso hay alguien más?”. La respuesta siempre me ha molestado porque no deja espacio para el diálogo. La mayoría piensa en Shakespeare como un monolito, un monumento, el santo laico de la literatura y las humanidades. Al hablar de él, es casi obligado afirmar que era un genio, sin detenernos a cuestionar por qué. La realidad es que Shakespeare no fue más que un escritor, que escribió, por lo menos, 37 obras de teatro (las que han llegado hasta nuestros días) 154 sonetos y dos poemas largos. En sus tiempos era uno de tantos dramaturgos, aunque uno que supo hacer negocios y juntó bastante dinero. Algunos de sus contemporáneos lo querían y otros lo odiaban; pero sabemos que era popular porque incluso los que lo odiaban a veces hablaban bien de él.
Además de dramaturgo, Shakespeare ha sido muchas otras cosas. Durante el siglo XIX lo imaginaban como un genio romántico atormentado, como si él y el príncipe Hamlet fueran el mismo. Gracias a Romeo y Julieta, o a los sonetos que dicen que su señora era más hermosa que el más bello día de mayo, hay quienes lo consideran el que mejor habla del amor. Más tarde, en los años sesenta del siglo pasado, con la revolución queer, muchos releyeron sus poemas a un jovencito y algunas de sus obras para volverlo un ícono gay. Es cierto que Shakespeare es un símbolo, pero es un símbolo móvil que puede volverse emblema de lo que uno quiera.
Y es que Shakespeare es, a final de cuentas, una herramienta muy útil. Desde mediados del siglo XIX se volvió un escudo para hablar de política y hacer propaganda independentista o socialista en Europa sin que las autoridades se dieran cuenta. Para Nelson Mandela y todos los que estuvieron presos en la isla Robben por resistir el apartheid, hacer circular un tomo de las obras completas sirvió para comunicarse con mensajes encubiertos. Y hoy en día, permite criticar al gobierno en las Filipinas de Duterte o subir al escenario la representación de una mujer desnuda en los Emiratos Árabes.
Shakespeare ha sido (y será) el genio literario por excelencia, que encarna todas las virtudes de la civilización occidental. Pero este genio camaleónico tiene una gran capacidad para adaptarse. La figura que hace doscientos años simbolizaba el triunfo de la cultura sajona ahora se ha vuelto sinónimo de la multiplicidad de las artes y la gran capacidad que tienen para rehabilitar a las “almas en desgracia” (pienso, sobre todo, en el trabajo que se hace de Shakespeare en las cárceles). Las mismas obras que se usaron para demostrar la superioridad de lo blanco, lo occidental y lo masculino ahora se ven con otros ojos. A través de adaptaciones, puestas en escena y apropiaciones, Shakespeare se convierte en un vehículo para que todo el mundo se exprese.
Y, como el genial camaleón que es, volvió a cambiar en el 2020 para acompañarnos durante el encierro. Shakespeare construyó personajes sobrehumanos: el más enamorado de todos (Romeo), el más indeciso (Hamlet), o el más enfermo de poder (Macbeth). El escritor, a su vez, se contagió de sus personajes: el más talentoso, el más creativo, el más inmortal. Cuando empezó el encierro, en marzo del 2020, y gracias a las versiones inexactas que decían que Shakespeare escribió El Rey Lear durante un brote de la peste en Londres, se volvió, además, un ejemplo de lo mucho que se puede lograr en medio de las adversidades de una epidemia.
Muchos shakespearistas profesionales se han puesto a leer las obras que escribió durante uno de los cuatro brotes de la peste que ocurrieron en vida de Shakespeare y les han encontrado nuevas dimensiones. La pandemia ha permitido verlo de forma más humana, pero su obra también ha contribuido a sobrellevar el confinamiento. Si ya era “nuestro contemporáneo”, como tantas veces se ha declarado, con la pandemia, y gracias a la virtualización, se ha vuelto todavía más presente.
En estos meses pasados frente a las pantallas, hemos podido ver distintas versiones hechas en América Latina, algunas (como este Macbeth que se hizo para el Cervantino 2020) que sucedieron durante la pandemia, y otras anteriores que, de no ser por el encierro, no podríamos ver (como este Rey Lear argentino que se rescató digitalmente para una nueva plataforma virtual y Mendoza, una adaptación de Macbeth a los tiempos de la Revolución Mexicana, de la que puede verse esta representación grabada para participar en festivales internacionales). También hay versiones donde Shakespeare, completamente contemporáneo, nos ayuda a reflexionar sobre nuestra situación en el mundo. Es el caso de esta grabación de una puesta en escena de Ricardo III, adaptada e interpretada por actores privados de su libertad en la Penitenciaría de Santa Martha Acatitla, o de esta grabación de una puesta en escena de Enrique IV, parte 1 en el Globe to Globe de 2021, un festival donde se invitó a distintos países a montar en el escenario del teatro Globe versiones propias de sus obras: esta es la puesta en escena que llevó la Compañía Nacional de Teatro.
Los fanáticos del dramaturgo declararán que Shakespeare siempre tiene algo que decirnos, pero también puede decirse, a la inversa, que siempre podemos decir algo con él. Si Shakespeare es un genio, es por todo lo que aún se puede hacer con él. Shakespeare solo sirve si es nuestro contemporáneo. A los que únicamente piensan en él cuando lo ven en películas, quizás el encierro les ayude a entender aquel momento en Shakespeare enamorado donde cierran los teatros por la peste. A quienes pensamos en Shakespeare más a menudo, la pandemia nos ha ayudado a acercárnosle de otro modo. Pero todos tenemos la capacidad de dialogar con él y usarlo para lo que queramos. Aunque a veces solo queramos sentarnos a ver una obra de teatro a través de una pantalla.
se dedica a las palabras. Fue becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas. Actualmente hace un doctorado en Literatura y Cine en Inglaterra y escribe una novela.