Bárbara Mingo

Si llega la guerra al Báltico

Un viaje a Vilna en el que se recuerda uno anterior, cinco años atrás; en este, planea la amenaza de una posible guerra mientras la vida y los mercadillos navideños siguen.
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Acabo de pasar unos días en Vilna. Mi visita anterior había sido un mes de septiembre; amanecía muy temprano y se hacía de noche muy tarde. Ahora están siendo los días más cortos del año, y eso es lo más desconcertante cuando vienes de otra latitud. No el frío, que allí más que una falta de calor parece un rasgo activo, como con personalidad propia. Pero la noche tan temprana te coloca en un estado hibernatorio, y les da a los paseos nocturnos un aire insólito. Los árboles estaban ya sin hojas. Se veía urdimbre desordenada de las ramas contra el cielo plomizo como en una foto en blanco y negro. Te deslizas por las callejuelas de la ciudad barroca, silenciosas y oscuras, y no es difícil alcanzar la sensación de estar viendo lo mismo que podía haberse visto hace décadas. Las figuras que se aproximan desde el extremo de la calle son casi esquemáticas, como sacadas de un grabado de la Divina Comedia. Un aire parecido, tajante, tienen las esculturas que adornan un cruce de caminos o una plaza. Son figuras un poco teatrales.

Desde la ventana del hotel, que era una torre en una de las riberas del río Neris, se veían las torres de las iglesias sobresalir del caserío antiguo. Otras torres que sobresalen ahora son las de los altísimos edificios de oficinas que se han construido en los últimos años. En lo alto de uno de ellos habían desplegado esta leyenda en inglés, dirigida al cielo: Putin, the Hague is waiting for you. Resultaba impresionante, y al edificio le daba un aire retador, como si estuviese sacando pecho, como un David. Todos los lituanos con los que hemos hablado han pronunciado la premisa Si viene la guerra… También todos habían acogido a familias de ucranianos en su casa. Algunos estaban pensando en alistarse como reservistas. Estaban sorprendidos de que nos hubiésemos atrevido a ir. Aunque era un viaje de trabajo previsto hacía tiempo, a medida que se acercaba el día del vuelo me preguntaba si no sería una frivolidad mantenerlo. Pero la vida debe seguir es lo que añadían los lituanos después de advertir sobre la amenaza permanente con la que viven. Nos contaban cómo en Kiev, si la proyección de una película se ve interrumpida por una alarma antiaérea y los espectadores se ven obligados a correr a refugiarse, pueden guardar la entrada y volver a ver cómo acaba la película al cabo de los días. La primera noticia que leí cuando aterrizamos contaba que se había estrellado en Vilna un avión de carga pilotado por un español, que había muerto. Las autoridades lituanas y alemanas (de donde había partido el avión), aunque no tenían pruebas, declararon que no podían descartar una operación rusa. El Departamento de Seguridad y el de Servicios Operativos lituanos “han advertido de que estas cosas son posibles en el futuro. Vemos a Rusia cada vez más agresiva”, dijo a la prensa Darius Jauniškis, director del primero.

No sabría cómo comparar el ánimo con el viaje anterior, que fue en 2019. Estos días los bares estaban llenos de gente. En los más internacionales se bebía vino natural. En los más tradicionales, licores de frutas y de yerbas. Pero los autobuses urbanos alternaban el membrete de la línea con el lema Vilnius [corazón] Ukrania. Había banderas de Ucrania por todas partes, también en los edificios oficiales. En el aeropuerto y por la calle, de vez en cuando, se veían militares. El puesto ucraniano en uno de los mercadillos de Navidad era el más concurrido. Un cartel luminoso, en el lateral de la calle que circula paralela al río, con mucho tráfico, anunciaba lo siguiente: “Vasario 8 d. Baltijos šalis atsijungs nuo Rusijos elektros tinklų, kad atliktų sinchronizaciją su kontinentine Europa”, y su traducción al inglés. Dice: “El 8 de febrero, los Estados bálticos se desconectarán de la red eléctrica rusa para sincronizarse con la Europa continental”, y lo acompañaba una cuenta atrás con los días, las horas, los minutos y los segundos. 

En cuanto a las impresiones más modestas, recojo aquí algunas. El viaje anterior lo había hecho para escribir un libro. Casi al final cuento una escena que tuvo lugar en el mercado central, donde encontré dos puestos contiguos de miel y compré algún tarro y unas velas en el de la mujer más simpática y dicharachera de las dos. Pero me quedé un poco arrepentida de no haber hecho caso a la sosa. En este último viaje volví al lugar del crimen. En estos cinco años el mercado se ha gentrificado un poco, hay algún puesto modernete de zumos y así, pero en general conserva bastante el aire que recordaba. Así que avancé por el pasillo y cuál no sería mi sorpresa al encontrar los dos puestos de miel como si no hubiese pasado un lustro con una pandemia de por medio. ¡Allí estaba la vieja mielera! ¡Simpatiquísima! Y por fin pude comprarle el frasco de miel que le debía. 

Otra mañana plomiza estaba dando un paseo con unos lituanos. Habíamos salido a grabar unas escenas para un documental sobre Čiurlionis. Y al cruzar un puente sobre el río Vilnia, que es un afluente del Neris, que a su vez desemboca en el Niemen (o Nemunas), nos detuvimos a grabar unos planos. Es un puente corto, de hierro, lleno de candados oxidados. Me preguntaron si en mi país los adolescentes enamorados colgaban también candados en los puentes. Y les dije que también lo hacían, pero añadí que nunca había visto un puente con tantos. No sé si lo de los tantos candados era verdad, pero cuando estaba acabando de decirlo me di cuenta de que estaba tratando de hacerles un cumplido un poco alambicado. Como no nos podíamos comunicar del todo, y yo les quería decir que estaba muy agradecida y contenta de estar allí con ellos, utilicé esa escena para transmitírselo, de esa manera tan estrafalaria, o quizá no tanto, quizá tener a ejércitos de adolescentes colgando candados sea de verdad el síntoma de una pasión y una fe que son la verdadera riqueza del país. Me reí por dentro y al levantar la cabeza crucé la mirada con un hombre muy bizco que me miraba sonriendo de oreja a oreja. Me acordé inmediatamente del mejor amigo de Čiurlionis, Eugeniusz Morawski, que era bizco, como se ve en las fotos. Así que me tomé ese breve encuentro como un buen augurio para lo que yo necesitase próximamente, y con ese ánimo ligero acabamos de recorrer el puente y entramos en el barrio de Užupis.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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