El pasado 16 de enero, Luisa Josefina Hernández falleció a los 94 años. Ante el deceso de una figura tan importante para la literatura mexicana como lo fue la dramaturga, novelista y traductora, una de las presencias más vitales del teatro en México, es inevitable el merecido homenaje, aunque también la necesidad lastimosa de hacer evidente el hecho arbitrario de que su legado artístico es prácticamente inasequible al público, así como del llamado urgente para su revitalización.
Única sobreviviente del grupo de alumnos prodigio del dramaturgo Rodolfo Usigli –que incluye a Emilio Carballido, Sergio Magaña, Héctor Mendoza y Jorge Ibargüengoitia–, Luisa Josefina Hernández formó parte de una generación de autores dramáticos que contribuyeron a fortalecer una identidad para el teatro mexicano hacia la mitad del siglo XX, gracias a la sólida construcción dramática heredada del autor de El gesticulador, pero también a la compartida y extraordinaria capacidad de observación sobre aquello que compone nuestro carácter cultural.
Hernández poseía un sentido remarcable para trasvasar en escritura retratos y comentarios sobre una realidad con diversos tejidos conflictivos. Así lo ejemplifica la saga de once obras dramáticas Los grandes muertos (FCE, 2007), ubicada en Campeche, ciudad natal de la autora, dentro de un microcosmos familiar que nos muestra la dinámica de jerarquías sociales, raza y género, y la manera en que se debaten a través de los años ante las aspiraciones y pasiones de cada uno de los personajes.
En sus obras teatrales se puede encontrar una sabiduría manifestada en esencia dramática, hecha a partir de una introspección profunda que claramente parte de una experiencia de vida. Por ello no resulta manido ni coyuntural enfatizar la relevancia de lo que hoy es revalidado como perspectiva de género. La merecida revalorización de su obra bien puede abrir un diálogo con las discusiones y cuestionamientos del presente sobre el tema, ya que la riqueza de sus personajes femeninos, tanto en el teatro como en la narrativa, van de la mano con la travesía del momento histórico que vivió la autora.
Ciertos cuestionamientos sobre el rol de la mujer en la sociedad mexicana, desde la sumisión de lo doméstico hacia la afirmación de su naciente independencia, son motivo de argumento, como se muestra en su magistral obra dramática Los frutos caídos (1955),misma que la convierte en la primera egresada de la maestría en Letras Modernas con especialidad en Arte Dramático de la UNAM. Asimismo, le procura un exitoso estreno en 1957, bajo la dirección de Seki Sano, alumno directo y preceptor de la teoría de Stanislavski, para quien Hernández también realizó numerosas traducciones de importantes autores dramáticos.
Aun cuando su obra estará por siempre identificada con el realismo, y sus temas vinculados a un examen de la sociedad de su tiempo, a lo largo de su vasto periplo escénico Hernández incursionó en otros géneros como el teatro didáctico, la farsa, la comedia y el denominado teatro místico, del cual la autora destaca Oriflama (1987). El investigador, dramaturgo y docente Fernando Martínez Monroy (1964-2021) considera que “La capacidad creativa y la versatilidad que demuestra Luisa Josefina Hernández hacen muy complicada una aproximación temática de su obra en conjunto, es capaz de hablar dramáticamente de todo pues posee las armas técnicas para ello”.
Con relación a este punto, Luisa Josefina Hernández debe de considerarse también como un caso de excepción dentro del panorama del teatro mexicano, ya que logró desarrollar un precepto teórico acerca de los géneros dramáticos, mismo que fue perfeccionando a lo largo de 30 años de labor continua como docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, un ejercicio generoso y dinámico donde la participación de los alumnos era considerada una parte fundamental de la didáctica. Por su aula transitaron diversas generaciones de artistas escénicos, críticos y docentes como Juan Tovar, Óscar Villegas, Miguel Sabido, Luz Emilia Aguilar Zinser o el mismo Martínez Monroy, quienes continuaron propagando el conocimiento adquirido a otras generaciones. Para el director y dramaturgo Gilberto Guerrero, sus clases fueron: “…verdaderas revelaciones no solo por la agudeza y rigor de sus análisis, fue maestra de vida.”
También resulta indispensable mencionar el impacto que tuvo en la educación teatral su colección de obras cortas La calle de la gran ocasión (1962), realizada para funcionar como base para ejercicios escolares. En días recientes, este libro ha sido objeto de una cariñosa remembranza por parte de los muchos intérpretes que iniciaron con estas piezas su tránsito por la practica teatral. En 2022, la Universidad Autónoma de Nuevo León publicó una edición revisada por la propia autora bajo el título La nueva calle de la gran ocasión.
Si bien el teatro es la parte medular de su largo y vital legado artístico, Hernández nunca se entendió del todo con los modos de proceder de los directores ante el texto dramático. Tampoco con la crítica de la época, que señaló con severidad defectos que en el caso de otros autores resultaban ser virtudes. Por ello, la dramaturga se autoexilió constantemente en la narrativa; apreciaba en la forma fija del libro una autonomía que las veleidades de la escena no le permitían. Como narradora, Hernández es poseedora de una madurez y complejidad dignas de estudiarse a nivel de autoras internacionales. Ahí están novelas como Nostalgia de Troya (1971), La noche exquisita (1965) o Apocalipsis Cum Figuris (1982),que merecen correr con la misma fortuna de El lugar donde crece la hierba (1960), recuperada en 2019 como el primer número de la colección Vindictas de la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial UNAM, dedicada justamente a rescatar obras escritas por mujeres a las que el tiempo ha condenado al olvido.
Sintetizar en unas líneas el extenso periplo artístico de Luisa Josefina Hernández es un reto que interpela el carácter efímero de un homenaje póstumo, y llama a rendirle un verdadero tributo a esta excepcional autora, tanto en el rescate como en la revisión permanente de su obra. No solo como una obligación que deambule en circuitos académicos o le sea propia a tribus culturales, sino como un disfrute extensible a una mayor audiencia que pueda constatar que en sus obras persiste una materia viva. ~
es dramaturga, docente y crítica de teatro. Actualmente pertenece al Sistema Nacional de Creadores-Fonca.