Viajar es leer en movimiento

La escritora María José Solano se encomienda al poeta Virgilio en su tercer libro de viajes.
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En 1957, durante una limpieza en los sótanos del Hotel Ritz de París, aparecieron unas maletas que Hemingway había olvidado allí treinta años antes. “Un mítico 20 de agosto de 1945, aquel periodista bebedor amigo del joven Scott [Fitzgerald] entraba en París convertido en reportero veterano curtido en multitud de batallas, mujeres y libros. Enfundado en un traje militar y acompañado de media docena de soldados, consideró misión prioritaria ‘liberar’ el bar del Hotel Ritz, que había sido cuartel general de la Luftwaffe desde la ocupación alemana”. Las maletas de Hemingway contendrían varios cuadernos con notas que póstumamente serán París era una fiesta (1964).

Así son los fragmentos que componen La mujer que besó a Virgilio y otros viajes literarios (Berenice, 2024), de la periodista y escritora María José Solano (Sevilla, 1975). El colosal prólogo de José Luis Garci encuadra la obra en un plano cinematográfico, anticipatorio de lo que el lector encontrará en su interior: descripciones tejidas con metáforas poderosas (“Como toda hembra disputada por muchos y abandonada por todos, Sicilia tiene frondosa la epidermis y duro el corazón”); plásticas (“[…] las hojas de Central Park se organizan en geometrías ocres en torno al lago como un tapiz de lana de los indios navajos”); desconcertantes (“Como una isla de mujeres en el centro de la cristiandad, el monasterio de Las Huelgas nació con vocación feminista”); perfectas y redondas, como el Luigi Bosca Malbec que la escritora rememora como “un beso profundo”.

El relato de viajes, que Ortega y Gasset llamaba Notas de andar y ver, es un género inabarcable o, mejor dicho, total. Su condición periodística lo constriñe a lo factual, anclando su contenido al epicentro geográfico del itinerario. Sin embargo, su naturaleza literaria le lleva a dilatar los límites del decir para evocar el alma del viajero y atrapar el espíritu de un lugar, ese espíritu que el rector de Salamanca llamaba “paisanaje”.

Historia, mitología, literatura y cine constituyen los puntos cardinales de las 24 crónicas reunidas por Solano en esta magnífica obra llamada a integrar el syllabus de cualquier facultad donde se enseñe a escribir. El libro fue planificado durante el confinamiento, que la escritora aprovechó para revivir literariamente algunos de los viajes que han marcado su biografía: en Italia, Nápoles, Roma y Palermo; la inefable Costa Azul; el Madrid histórico; un convento cisterciense en Burgos; Israel en las cinco entregas tituladas “Las piedras de Dios”; el Lisboa de Pessoa; Londres, en dos propuestas; Copenhague; y, en América, Nueva York, Miami y Buenos Aires. Todos estos territorios se presentan hilvanados con referencias literarias, porque si algo cautiva a María José Solano más que los viajes son, justamente, los libros.

La escritora sevillana afirma que “viajar es leer en movimiento”, y que son las lecturas de los grandes viajeros que nos han precedido las que nos dotarán de una mirada propia sobre la realidad, apartada de los lugares comunes y de la ceguera del prejuicio. Solano es una lectora voraz, pero selectiva. Sus referentes son los autores clásicos, desde Homero, Tucídides, Maimónides o Virgilio, hasta Agatha Christie o Stefan Zweig, que también son clásicos en su universo. Venera a los novelistas franceses del siglo XIX, con Dumas a la cabeza, aunque en el altar de su biblioteca sobresalen Joseph Conrad y Arthur Conan Doyle. 

Cuando uno ha leído mucho no se puede disimular. Es un amor que va a guiar los pasos de la viajera hasta Palermo, en busca de la biblioteca de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de El gatopardo, conservada en el Palazzo Lanza Tomasi, de Via Butera. Y así con todo, porque si Roma se puede visitar de muchas maneras, solo de la mano de Solano llegaremos a recalar en Via Margutta, que “esconde con discreción su belleza y hay que buscar para encontrarla”. Será gracias a este singular modo de orientarse en la ciudad eterna, hoy infestada de hordas turísticas, que descubriremos que “Keats moría a tan solo trescientos metros de aquí y Shelley se ahogaba en una playa de la Toscana tras noches de insomnio en el número 53 de esta vía, en las famosas fiestas del Circolo Artistico a las que no faltaban otros jóvenes talentosos del Romanticismo: Debussy, Alma-Tadema o Gabriele D’Annunzio, que, prendado de la carne fascinante de Barbara Leoni, escribirá, inspirándose en aquellas noches romanas, su ópera Il Piacere”. 

La crónica de viajes a menudo se transforma en un texto que informa, describe y denuncia, funciones discursivas que nos mostrarán -con diversos grados de intensidad- al viajero periodista, narrador y disidente. A Solano le irritan la incultura y la banalidad de la sociedad selfi que inunda la urbe con masas de turistas extraviados. “Las estatuas de Dante levantadas en todas las plazas de las ciudades de medio mundo observan silenciosas el trajín del hombre moderno desembarcando en hordas desorientadas que miran o fotografían sin entender sus ropajes ni identificar sus laureles; sin ni siquiera leer el título del libro que porta en sus manos”. 

Pero es que ya lo dijo Ortega en La rebelión de las masas (1930): “Somos aquello que nuestro mundo nos invita a ser”. Bien lo sabe la propia autora al cantar, bajo el dintel del portón medieval del convento de las Huelgas, esta elegía: “Pobre España mía: vieja, olvidada, silenciosa, dormitando cansada sobre su heroicidad y su poderío mientras el mundo, al otro lado de este arco, se abalanza a toda velocidad hacia una nueva Edad Media donde la desmemoria y el olvido serán nuestra peste negra”. El lector asume estas reflexiones como destellos inevitables de una mujer educada en lo que Spinoza denominaba amor intellectualis. Será, precisamente, este bagaje el que le permita identificar el estilo dieciochesco Luis XIV y Luis XV, y a la vez recapacitar sobre estos “monarcas todopoderosos de una Europa que hoy apenas se preocupa por citarlos en los libros de texto de sus escuelas”.

La lectura de esta obra resulta muy amena gracias a las incontables anécdotas, a menudo divertidas, casi siempre literarias, que la autora regala al lector; como aquella vez en el bar del Ritz en que Fitzgerald pidió a un camarero que fuese a buscar una caja de orquídeas para regalársela a una “bella mujer que entró del brazo de un hombre mayor. […] La mujer, obviamente, las devolvió de inmediato y entonces el joven escritor, sin dejar de mirarla a los ojos, tomó una y se la comió, pétalo por pétalo. Horas después, Scott regresaba al bar con la misma mujer, a la que besaba cogiéndola por la cintura”. 

Y es que pocos atributos traslucen con tanta nitidez una personalidad perspicaz e inteligente como el humor. Cualquier mortal que haya visitado Mónaco sabe que los precios del Principado son una absurda excentricidad. Aun así, cierto día, la viajera decidió regalarse un ligero almuerzo en el bar Américain del Hotel Paris Monte-Carlo y, “en un francés poco razonable, pido un bloc de foie gras d’oie y una copa de Chateu d’Yquem mientras los fantasmas literarios exigen, con todo su derecho, un poco de atención”. A la hora de pagar, Solano rememora al camarero, que “me alarga la cuenta con el desapego de quien cree saber que su reino no es de este mundo”. Como el atraco no admitía más alternativa que el humor, la autora decidió añadir “a la cuenta una propina que me obligará a reducir una noche de hotel. […] Le alargo con ensayada discreción las últimas monedas que me quedan en la cartera (y tal vez en la cuenta bancaria) y me despido de Montecarlo como el que acaba de perderlo todo jugando al Black Jack en su casino”.

Anécdotas, lecturas, referencias, estampas… El escritor es un argonauta que espera encontrar, un día, el vellocino de oro. María José Solano lleva años buceando en una librería infinita para apropiarse de las leyendas y aventuras que en este libro se transforman en viajes literarios. La mujer que besó a Virgilio es una mujer que toma la mano que le tiende el autor de la Odisea mientras le susurra: “Un día moriremos y tal vez no habrá nadie que recuerde ya a estos poetas italianos, ni sepa leer latín, ni encuentre ningún motivo para venir a Piedigrotta bajo el tórrido sol del verano… Pero nosotros sí hemos estado. Hemos leído y aún recordamos”. Entonces la viajera acerca sus labios al rostro del poeta “con la dulzura melancólica de las despedidas”, presintiendo que puede ser la última mujer que besará a Virgilio.

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Catedrático de periodismo en la Universidad CEU San Pablo


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