Cuando recién me fui a vivir a la ciudad de México tenía un amigo que trabajaba para un semanario literario llamado Op Cit, el cual no solo publicaba notas sobre las novedades editoriales, y entrevistas infumables a escritores de los que no volví a saber nada, y cuyas declaraciones llenas de clisés eran los encabezados de la publicación (cosas al estilo de “Escribo para que me quieran mis demonios” o “Escribo para exorcizar a los que me quieran”), sino que además pretendía cubrir semanalmente las presentaciones de libros en la ciudad. Mi amigo no ganaba mucho dinero, era un artista del hambre, y cuando el periódico comenzó a tener problemas financieros terminaron debiéndole muchas notas, muy al estilo de la cultura editorial mexicana. A mí, como buen joven provinciano veinteañero, recién bajado del autobús, me gustaba acompañarlo a las presentaciones no solo por los bocadillos y el vino barato gratis, sino también por una sincera necesidad de empaparme del mundillo literario (ingenuo yo).
Sabrá Dios cuántas presentaciones de libros se hacían en la ciudad de México a la sazón, de lo que sí estoy seguro es que una buena parte de ellas corrían a cargo de Carlos Monsiváis. Libros de cocina, de fotografía, novelas, autobiografías, todos ellos escritos por señoras y señores de la alta sociedad a los que Monsiváis les cobraba una buena cantidad de dinero (suponía yo). Mi amigo cubría a veces varias presentaciones por día, y yo llegué a pensar que Monsiváis tenía el don de la ubicuidad (como el perrito Droppy de los dibujos animados). Recuerdo un jueves lluvioso en el que estuvimos en una presentación en el sur, en Coyoacan, en la que estuvo el autor de la columna “Por mi madre, bohemios”. Cuando esta terminó, y nos desplazamos a otra presentación al norte, en Polanco —con muchas dificultades, debido al tráfico y a la lluvia—, Monsiváis ya estaba ahí, antes que nosotros, confortable y seco como un bebé al que le acaban de cambiar los pañales, hablando del libro de una emperifollada matrona de la alta sociedad.
—¿Se habrá venido en helicóptero? —dijo mi amigo, mientras nos sentábamos, empapados, y veíamos a Monsiváis en el estrado junto a la autora, quien lo presentó como su “gran amigo”.
Acompañar a mi amigo un par de semanas en sus periplos me bastó para desengañarme de las presentaciones; desde entonces les tengo más que aversión. Solo voy a las de mis amigos (de la misma manera en la que solo voy a las bodas de mis amigos), aunque muchas veces no puedo llegar, y también procuro presentar lo menos posible mis propios libros. Confieso que respecto a esto último he tenido que transgredir mis convicciones debido a la amistad con mis editores, los cuales consideran, erróneamente, que las presentaciones de libros sirven para algo (sobre este punto hablaré más adelante). Aunque espero en un futuro muy próximo prescindir de estas ceremonias.
¿Existe algo más absurdo, más ridículo, un espectáculo de pueril vanidad más fatuo que la presentación de un libro? Sí, tal vez el informe anual del presidente, o de un gobernador o, en el peor de los casos, de un presidente municipal. Este tipo de reuniones, o “eventos”, como los llaman los burócratas y los periodistas, generalmente se celebran en alguna olvidada casa de cultura de una delegación, con el nombre de una vaca sagrada muerta. En la mesa está el “moderador”: un burócrata que gana 12 mil al mes y se odia a sí mismo y a los demás, pero tiene secretaria sindicalizada que gana más que él. A su lado está el autor del libro (generalmente con un título pretencioso con la fórmula sustantivo pedante + adjetivo pedante, al estilo de Estuario carmesí, o bien Noche trashumante, etcétera), una joven promesa que dejó de ser joven y promesa hace algún tiempo. Y en medio está el compadre del autor (de camisa blanca y relamido, o bien, con boina y paraguas y saco de tweed). No puede faltar la vaca sagrada viva y disponible, de primera o segunda o tercera categoría, dependiendo de las relaciones sociales del autor. Entre el público podemos ver a la mamá y a la abuelita del autor y a los amigos íntimos.
Nunca falta tampoco el desdichado que llega ahí porque iba pasando o porque era el novio de la hermana del autor y está todavía en la etapa en la que pretende quedar bien y es capaz de tragarse muchas cosas. Primero, tragarse al compadre de autor, quien dice no venir preparado para hablar de un libro tan complejo como Estuario trashumante o Noche carmesí (whatever!), pero que saca del bolsillo trasero de su pantalón o de un morral estilo guatemalteco, de esos que venden en Coyoacan, un manojo de 10 o 12 cuartillas escritas a espacio sencillo y a 9 puntos, mismas que piensa leer de la manera más tediosa posible, sin ningún respeto para los presentes, quienes ya quieren que todo acabe para ir a la verdadera celebración, a una cantina.
Hay que ponerse en el lugar del novio de la hermana. Después de esos interminables treinta minutos en los que el compadre comparó al autor con Joyce, con Beckett, con Mickey Mouse, llega el turno de la vaca sagrada, quien obviamente no leyó el libro (aunque cobró buena plata para estar ahí), pero se pone a hablar de Góngora y Quevedo, y la rivalidad que estos tuvieron, y luego de Teresa de Ávila, etcétera. Hay que decir que esta parte puede ser interesante si la vaca sagrada es un buen orador y sabe salpimentar las rancias anécdotas con algo de sexo o de revisionismo histórico al estilo de “Góngora era gay”.
El novio de la hermana ya está en las últimas, cabecea, le sudan las manos y las muñecas; mira con impaciencia la mesa, cubierta con un mantel lleno de hoyitos de cigarros, con los canapés y el vino tinto chileno apenas apto para consumo humano, pero que es bueno para limpiar utensilios de cobre. Cuando termina las segunda intervención, el novio de la hermana está a punto de levantarse cuando mira con tristeza cómo el micrófono va de un lado a otro de la mesa, hasta el que alguna vez imaginó como cuñado (pero ya no está tan seguro). Esta es la parte donde el autor habla de todas las dificultades por las que pasó para escribir Trashumancia nocturna, como si esto pudiera interesarle a alguien. Luego un breve momento de silencio. Se oye un murmullo. La gente está a punto de levantarse cuando alguien detrás del novio de la hermana habla y le pide al autor que lea algo de su obra. El novio de la hermana quisiera voltearse para estrangular al tipo, pero no lo hace.
—Ya que el público insiste… —dice el autor.
Toma agua de una botellita, con parsimonia, y abre el libro en una parte que ya ha sido previamente señalada (aún cuando no tenía pensado leer) con un separador de texto con tema de Remedios Varo, y lee, lee, lee… lee.
Para el novio de la hermana es como si se tratara de una especie de competencia entre el compadre y el autor para ver quién es capaz de torturar más al público. Veinte minutos después todo ha terminado y los asistentes, hambrientos, se lanzan a la mesa con los canapés y las copas de vino. ¿Qué sentido tiene todo esto? Algunos dirán: es para dar a conocer el libro al público. ¿Cuál público? Me resisto a creer que seis gatos sean un público. Otros dirán: es como una fiesta de quince años del libro, o algo así, una especie de ceremonia de bautismo. En este caso lo mejor sería hacer una fiesta en casa, y poner a la abuelita a hacer pozole y comprar una caja de botellas de tequila. Siempre llega un momento en la que esta clase de autores se preguntan frente al espejo por qué nadie los lee. Respuesta: por pretenciosos. En mi pueblo tenemos una expresión: “si así está el caminito, cómo estará el ranchito”. Si se está en una presentación tan soporífera, ya puede uno imaginar cómo está el libro. También está el argumento de que la presentación sirve para vender libros. Supongamos que llegan treinta personas, y que estas compran el libro. ¿Tanta alharaca para vender treinta libros?
Pero hay algo peor que esta presentación modelo estándar. Y esa es la presentación modelo De Luxe® en el Palacio de Bellas Artes. Ahí, rodeado de todo ese mármol, de todo ese bronce, de toda esa historia, la joven promesa se siente homenajeada en vida, siente que está entre los grandes del panteón nacional, junto a Paz y a Fuentes y la Pony. El procedimiento es el mismo, solo que con mármol, bronce y más aburrido, y con menos público porque la institución a cargo de dichas presentaciones las programa siempre a una hora en la que es imposible llegar al centro en auto, en metro y está muy lejos caminando. El asunto resulta ser menos animado que un funeral. Hay que agregar un aspecto de estas ceremonias que nunca tiene éxito, pero que a nadie se le ha ocurrido suprimir: la parte donde el funcionario moderador se dirige al somnoliento público y dice:
—¿Alguna pregunta?
La mayoría de las veces un arbusto seco pasa rodando por el pasillo entre la mesa con los presentadores y las sillas del público; desafortunadamente no siempre es así, y de entre el público se levanta otro compadre del autor (¿cuántos compadres puede tener un autor?) y pregunta algo incoherente, o lo felicita, o simplemente hace un comentario aún más incoherente sobre Nocturnidad trashumantita. He sabido de casos en los que suceden las tres cosas al mismo tiempo, pero, gracias a Dios, no he estado ahí.
Y aunque el lector no lo crea, hay algo peor. Volvamos a aquel novio de la hermana del autor. Después de aquella experiencia traumática decide que ya no quiere emparentarse con esa familia en la que dichas ceremonias son motivo de alegría, pues no lo comprende. Así que termina con la hermana del autor y decide vivir libremente. Decide volver a ver a sus amigos, y se cita con ellos en una cantina del centro para hablar de futbol, o del trabajo, es decir, de cosas que realmente importan. Van por la cuarta cerveza, el ex novio y sus amigos, la música está a todo lo que da (música popular, entrañables canciones de amor que duran tres minutos), y de pronto esta se apaga, las luces se encienden y a un lado de la barra hay una mesa con un mantelito, y sentados frente a ella hay tres tipos, un autor, un compadre y una vaca sagrada, con sendas botellitas de agua, porque, ¿cómo decirlo?, uno ya no está seguro en ningún lado. Ahora hay autores que creen que las presentaciones de libros son tan aburridas que hay que hacerlas en otros lados (es decir: llevar el aburrimiento a otros lados). Autores que además se creen tan buena onda, tan cool, que presentan sus libros en cantinas, en escuelas, en peluquerías, en arenas de lucha libre, habitaciones de hotel y hasta me han contado de uno que lo hizo en una carnicería. Y pretenden disfrazar su propio tedio ególatra con elementos casi oníricos: performances, tríos románticos, máscaras de luchadores. A veces parece que los autores están más preocupados por la presentación que por el contenido de sus libros. Eso ya no hay quien lo aguante.
Habría que añadir la modalidad “Presentación en feria del libro de provincia con dos gatos y medio (los presentadores y el moderador)®”, pero resultaría infinitamente tediosa.
Aunque esta historia tiene un final feliz. De las pocas cosas buenas que han traído las redes sociales es que ahora más que nunca podemos prescindir de esos patéticos espectáculos de vanidad llamados presentaciones de libros. Si la finalidad original de estas era dar a conocer una obra a un público, ahora lo podemos hacer por Facebook o por Twitter. Si tienes unos dos mil seguidores o contactos siempre puedes escribir “este es mi nuevo libro”, poner la foto de la portada, y punto (ahí está tu presentación); muchas más personas se van a enterar de que existe; muchas más que los asistentes a la Casa de Cultura Regional Juanito Popochas en el Municipio de Rajatlán de las Tunas. Eso, señores, es lo que llaman la globalización. Ahora que si el objetivo es celebrar la aparición de un nuevo libro (algo no solo comprensible sino loable), pues hagan una fiesta en casa, e inviten, pero no hablen de su libro, es de muy mal gusto.
Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).