Un marxista legendario

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El historiador Eric Hobsbawm es autor de una obra amplísima, que incluye desde estudios puntuales sobre personajes justicieros grabados en la imaginación popular (Rebeldes primitivos, Bandidos) hasta historias generales, lienzos que abarcan –como su vida– siglos enteros: entre ellos The Age of Extremes (su historia del “breve” siglo XX) y The Age of Revolution, The Age of Capital y The Age of Empire (la trilogía del “largo” siglo XIX). En estas obras, Hobsbawm ha buscado mostrar el carácter no lineal del desarrollo económico capitalista. En el siglo XIX: ruptura de 1830 a 1840, revolución en 1848, quiebre de la bolsa en 1873, florecimiento de la Belle Epoque y desarrollo de los imperios. En el siglo XX, un tríptico: era de catástrofes de 1914 a 1945, época de oro de 1945 a 1973 (reconstrucción de Europa y desarrollo de Estados Unidos), debacle de 1973 a 1991 (crisis en el Este de Europa, reaparición de antiguos problemas en Europa occidental: desempleo, inseguridad, xenofobia). Hobsbawm es, además, autor de una historia social del jazz. En ella celebra esa corriente musical nacida de lo profundo de un pueblo que, con el tiempo, se transformó en una extraordinaria fuente cultural y un arte mundial. En 1997 dio a la luz un tratado sobre su concepto científico de la historia titulado, precisamente, On History. En 2002 publicó su autobiografía (Años interesantes: Una vida en el siglo XX), notable por su coherencia y honestidad. Y a sus noventa años la cosecha sigue con Guerra y paz en el siglo XXI publicado a finales del año pasado. Su caso parece confirmar una vieja máxima: el cultivo de la historia ayuda a la longevidad. Su energía es inextinguible.

Nadie, ni siquiera Hobsbawm, que como marxista orgulloso e impenitente ha creído siempre en las vastas fuerzas impersonales de la economía, escapa a sus pequeñas o grandes determinaciones biográficas. Nacido en Alejandría, Egipto, justo el año de la Revolución Bolchevique (1917), se educó en Viena y más tarde en Berlín, donde lo sorprendió el acceso de Hitler al poder en 1933. Un año antes había ingresado al Partido Comunista, y adquirió a partir de entonces la filiación ideológica que lo ha acompañado toda la vida. Hijo de un judío inglés y una judía austriaca, Hobsbawm no ha renegado de su origen, pero, como en tantos otros casos similares del antiguo mosaico cultural en la Europa austrohúngara y prusiana (como el del propio Marx y de Heine o Freud), su identidad familiar no lo arraigó en un pasado endogámico o exclusivista, sino que lo orientó hacia una emancipación personal que sólo podía encontrarse en una posible, deseable o utópica comunidad universal. Únicamente en esa confraternidad podían paliarse o disolverse las diferencias dolorosas, a veces infamantes y a fin de cuentas trágicas, que por siglos caracterizaron la relación del pueblo judío con su entorno. Cuando Hobsbawm ingresó a la Universidad de Cambridge en los años treinta, varios de sus rasgos estaban definidos: un odio irreductible al nazismo y al fascismo, una prevención no menos marcada contra los fanatismos nacionalistas o étnicos basados en la pasión por la tierra o por la sangre, y una atracción irresistible hacia los sistemas intelectuales que pretenden explicarlo todo a través de leyes científicamente irrecusables. Hobsbawm, en suma, no se hizo marxista por una moda pasajera, un contagio generacional o una mera conveniencia académica. El marxismo para él fue –sigue siendo– su verdad revelada y su tierra prometida.

Pero hay de marxismos a marxismos. Cada cultura desarrolló el propio. Esquematizando: los rusos lo asumieron como una ortodoxia política y revolucionaria; los latinoamericanos lo impregnaron de un dogmatismo similar; los alemanes enfatizaron su carácter historicista y hegeliano; los franceses le imprimieron un acento teórico racionalista, un sesgo existencialista y, sobre todo, una respetabilidad académica. Los ingleses, en cambio, adoptaron y adaptaron su mejor vertiente, la empírica. No el Marx profeta, ni el revolucionario, ni el jefe de partido, sino Marx el economista, el panfletista, el historiador y el escritor. No es casual que, a diferencia de la tradición continental, los marxistas ingleses más connotados no hayan sido filósofos ni guerrilleros sino economistas e historiadores, grandes historiadores. Uno de ellos, E. P. Thompson, autor de una obra clásica, The Making of the English Working Class, polemizó con Louis Althousser y publicó la discusión en un libro memorable con un título que lo dice todo: The Poverty of Theory. Thompson no se conformaba con su labor intelectual: fue un precursor activo de la crítica a la proliferación nuclear. Similarmente, Hobsbawm combinó sus afanes intelectuales con una militancia que no se plegó fácilmente a los dictados de Moscú (como sus contrapartes latinoamericanas y francesas) y en cambio promovió la defensa práctica (y la conducción revolucionaria, desde luego) de los obreros ingleses, a los que –a diferencia de tantos marxistas de otras tradiciones– conocía de primera mano, porque en varios momentos había convivido con ellos.

Admirado o al menos reconocido por su obra, su coherencia y su elegante estilo, Hobsbawm ha recibido críticas acerbas por su fidelidad a la antigua Unión Soviética. Él se ha defendido argumentando que el triunfo contra el nazifascismo se debe, centralmente, a ella. El comunismo –según Hobsbawm– salvó en ese trance al mundo libre y lo salvó también después, en la Guerra Fría, porque sin su presión histórica los países occidentales no habrían construido sus respectivos Estados benefactores. En cuanto a la indulgencia que se le atribuye frente a los crímenes de Stalin, sostiene que –siendo judío– en su The Age of Extremes le dedica más páginas al terror estalinista que al hitleriano. Con todo, la sombra (la mancha, debemos decir) de su filiación con ese régimen lo seguirá persiguiendo toda la vida, induciéndolo a caer en salvedades imposibles o contradicciones inadmisibles. No hace mucho, por ejemplo, en un artículo publicado en The Guardian, salió todavía lanza en ristre para atacar a George Orwell por su versión anarquista de la guerra española. Por implicación, Hobsbawm vindicaba el sentido de disciplina y orden que, a su juicio, buscaba imponer el Partido Comunista. Pero párrafos adelante apunta: “La revulsión moral contra el estalinismo y contra el comportamiento de sus agentes en España está justificada. Es correcto criticar la convicción comunista en el sentido de que la única revolución que contaba era aquella que condujera al monopolio político del partido.” La opinión liberal es que su credo marxista lo ha llevado muchas veces (yo diría que algunas veces) a distorsionar la realidad para ajustarla a sus esquemas predeterminados. Y Hobsbawm, ésa es la verdad, ha llegado a la fase autocrítica demasiado tarde.

Pasemos a su conferencia, que a mi juicio refleja precisamente los aciertos y los límites de su pensamiento. Hobsbawm ofrece varias tesis provocadoras. Apunto dos: contrariamente a lo que se cree, tal vez los países menos interesados en que se extienda la globalización sean los más poderosos (Estados Unidos y la Unión Europea); existen varios tipos de globalizaciones posibles, y quizá el actual modelo neoliberal de globalización no sea el más eficiente. Ambas tesis enriquecen el debate sobre la globalización, muestran que la distinción entre “globalifóbicos” y “globalifílicos” es reduccionista, señalan que hay modos diversos de hablar a favor y en contra de la globalización.

Otro aspecto alentador del texto es la búsqueda de un nuevo lenguaje para hacer la crítica de la desigualdad. Ante la crisis del marxismo, ¿cómo articular este tema esencial? Las ideas de Mohamed Yunus y, entre nosotros, de Gabriel Zaid ofrecen una salida teórica y práctica, un nuevo lenguaje para el problema de la inequidad, así como una serie de propuestas prácticas para salir de la pobreza. Siendo críticos de ciertos aspectos de la globalización liberal, estos autores no la rechazan ni la satanizan. Otra posible fuente de este lenguaje son las ideas del filósofo y economista hindú Amartya Sen, en particular su proyecto de “concebir la pobreza como una falta de libertad”. Sen entiende la igualdad de capacidades como “la libertad de escoger entre modos de vida posibles”.

Hobsbawm señala que una de las principales consecuencias de los nuevos desarrollos productivos es el crecimiento inusitado de la economía informal: la nueva economía de servicios –es cierto– no puede acoger a la gente desocupada por el campo o la industria. Pero su planteamiento no distingue entre “informal economy” (no asalariada, no regulada) y “black economy” (que no sólo es ilegal sino a veces delictiva). Visto con una óptica no convencional, el crecimiento de la economía informal representa dos cosas que Hobsbawm no ve: una evidencia de los límites de la noción actual de empleo, desarrollo y economía, y una oportunidad de crear un modelo alternativo de desarrollo basado en el autoempleo, no dependiente del trabajo asalariado.

Convincente, en general, por lo que sostiene, la ponencia se resiente por lo que omite. En buena ortodoxia, Hobsbawm se ocupa principalmente del tema económico, y en su sugerente panorama del siglo XXI deja fuera áreas decisivas del desarrollo humano. Tomemos por caso el presente y futuro de la democracia liberal, a la que apenas alude. En su texto, Hobsbawm parece defender dos tesis contradictorias: por un lado, el proceso globalizador debilita los Estados como agentes creadores de políticas públicas; por otro insiste en que la mundialización no ha tocado la política porque los Estados siguen siendo quienes detentan la fuerza física y la ley y pueden, por lo tanto, poner un freno a la globalización. ¿Cuál es, en definitiva, la posición de Hobsbawm frente a la democracia liberal? Él mismo refiere la necesidad de un gobierno mundial que “domestique” la globalización. ¿Cómo pueden traducirse a la escala mundial los valores y compromisos democráticos?

Si Hobsbawm estuviera aquí le pediría que situara en su esquema el lugar de la religión y los nacionalismos. ¿Es el radicalismo islámico un obstáculo para la globalización o una globalización alternativa, ligada al fanatismo? Otra duda de índole cultural: el cambio de centro que predice en la economía global ¿irá acompañado de un cambio de centro en las ideas? ¿Serán la India y China, o quizás otros países, los nuevos epicentros intelectuales? La cultura es una gran ausente en la conferencia, pero hay otras: la ciencia, la biotecnología, las neurociencias, la genética, y otras tendencias que, además de tener consecuencias económicas, tienen consecuencias políticas, morales, metafísicas (¿qué es el ser humano en un mundo de clonación y manipulación genética?). Otra ausencia es el tema moral. No se puede hablar, a mi juicio, de “After the Twentieth Century” sin hacer referencia a las herencias morales (o inmorales) del siglo XX: la experiencia de la barbarie fascista y comunista, y la expansión de la conciencia moral que, no sin obstáculos, tiende a rechazar la guerra y a abrazar universalmente, aunque sea en el discurso, los derechos humanos. ¿Qué hacer, en el siglo XXI, con la memoria del siglo XX? Hobsbawm alude lateralmente a la “era de la información” como un nuevo modelo de civilización, pero no lo explora. ¿Será quizás un proyecto agotable en unas cuantas décadas, o durará siglos como el modelo industrial o quizás milenios como el modelo de la civilización agrícola?

Hobsbawm, en fin, nos deja la responsabilidad de responder sobre el futuro de América Latina. (Ya es significativo que en su panorama nos omita, y tiene razón: América Latina es un subcontinente que ha perdido peso en el concierto global.) La misión intelectual de este seminario es entender su estado actual y entrever sus horizontes. Simplificando, puedo resumir ambos en una disyuntiva: ¿chilenismo o chavismo? La primera vía corresponde al proyecto inicial de nuestras repúblicas, la posibilidad de acceder a una vida próspera y justa en el marco de instituciones y prácticas de legalidad, libertad, civilidad y democracia. La segunda corresponde a nuestras peores pesadillas, el caudillismo que asoló estas regiones desde los albores de la Independencia, el corporativismo patrimonialista que heredamos de la matriz política hispana, las costumbres antimodernas como la intolerancia, el culto a la personalidad, el dogmatismo y, sobre todo, el populismo, que fomenta la irresponsabilidad económica, miente por sistema desgarra el tejido político, envenena el espíritu público y alimenta la discordia civil. Por mi parte, espero que las reflexiones que aporte este seminario contribuyan a orientarnos hacia la primera vía.

En relación con América Latina hay otra dimensión que Hobsbawm apenas toca en su ponencia y que es decisiva en el contexto global. Me refiero al mundo errante, a los flujos migratorios. Hay otra América Latina no circunscrita en el mapa que preside esta conferencia: es la América Latina que se ha ido a vivir a Estados Unidos. El suyo ha sido un escape en el sentido más profundamente existencial del término. Se ha escapado de esta realidad anclada en el pasado para irse al futuro. No buscan una utopía o una redención. Sencillamente buscan una vida mejor para sus familias. Nada más, nada menos. Esa modestia elemental de sus vidas, la dificultades con las que topan y el éxito que en general consiguen deberían ser el mejor argumento contra quienes piensan que para América Latina hay otra vía distinta que la edificación de una sociedad democrática liberal, obediente de la ley, con economía de mercado y un Estado debidamente vigilado y acotado para servir a los ciudadanos, no para servirse de ellos.

Hasta aquí mis observaciones. Si Eric Hobsbawm estuviera entre nosotros, le agradecería de verdad sus libros aleccionadores y le recordaría una remota tarde de otoño de 1981, cuando acudí a una conferencia suya en Oxford. El tema era la historia de la clase obrera inglesa. Un respeto religioso se respiraba en aquel aula. Con el tiempo extravié mis cuidadosos apuntes de esa lecture, pero retengo con nitidez su final. Hobsbawm decía que los trabajadores ingleses tendrían esperanza mientras siguieran usando, en las calles, el trabajo o los partidos de futbol, el símbolo de su fraternidad, las viejas gorras o cachuchas obreras, las “famosas Liverpool caps”. Lo decía con una emoción que me conmovió. En el fondo de su ortodoxia, Eric Hobsbawm me pareció desde entonces lo mismo que ahora: un romántico genuinamente enamorado, desde los años treinta, de la idea universalista del comunismo. Una utopía, sí, pero, para su desgracia y perplejidad, una utopía ensangrentada, que en cualquiera de sus variantes, caribeñas, tropicales, criollas o autóctonas, los latinoamericanos del siglo XXI haremos muy bien en esquivar. ~

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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