“La otra literatura”

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Mezcla de fantasía, terror y elementos detectivescos; abundante en referencias a la cultura popular, el cine y la literatura; en busca siempre de lo extraño y lo perverso, quizá la mejor forma de presentar la literatura de Bernardo Esquinca sea cediendo la palabra a uno de sus propios personajes. En “El brazo robado”, cuento perteneciente a la colección Mar negro, un detective privado, a quien sus colegas llaman el Pepenador, ofrece la siguiente explicación de su oficio: “Mi especialidad son los casos extraños, los que nadie más quiere, los que mis otros colegas desechan aunque estén urgidos de dinero. A mí no me importa. Siempre he dicho que la basura de uno es la oportunidad de otro. Basta ir a cualquiera de los tianguis de chácharas que pululan en la ciudad para darse cuenta de ello. Mis colegas quieren espiar a los infieles, fotografiar a los apostadores compulsivos, señalar a los embaucadores. Magnífico. Yo prefiero ensuciarme las manos. En algún lado leí que las manchas conducen a las revelaciones”. Las palabras del Pepenador son una descripción cabal de la propuesta literaria de Esquinca, para quien los géneros considerados “menores” representan el medio más apropiado para aproximarse a campos de la experiencia poco frecuentados por la literatura mexicana. Existe un acuerdo entre la forma y los contenidos de los libros de Esquinca: la utilización de géneros despreciados para tratar “los casos extraños, los que nadie más quiere”. En efecto, la basura de unos es la literatura de otros.

La Trilogía del terror –conformada por las colecciones de cuentos Los niños de paja, Demonia y Mar negro– representa un muestrario de las obsesiones que atraviesan toda la obra de Esquinca. En primer lugar, por supuesto, los insectos –los insectos como representantes de la oscuridad primordial, como emisarios de un pasado ignorado, como contrapunto de la vida humana (“La vida secreta de los insectos”, “Moscas”, “Los padres antiguos”). Otra preocupación central de la literatura de Esquinca: la presencia del pasado en el presente, el individuo y la ciudad como palimpsestos conformados por infinitas capas (“Los niños de paja” “Samaná” “El gran mal” “Torre Latino” “Como dos gotas de agua” “El encorvado”). Muchos de los protagonistas de Esquinca descubren en sí algo más antiguo que ellos mismos, un ser arcaico del que no tenían consciencia: “Pero hay cosas que forman parte de uno de manera indisoluble, y tarde o temprano regresan para instalarse en el lugar que les corresponde”. Uno de los atractivos principales de los libros de Esquinca es su capacidad para darle giros nuevos a preocupaciones fundamentales de la literatura mexicana. La idea del individuo y la ciudad como palimpsestos, por ejemplo, acercan a Esquinca a las visiones de la Ciudad de México que tenían Paz y Fuentes, con la variación de que en Esquinca la presencia del pasado en el presente se traduce siempre en la narración de una venganza: “Los danzantes que se congregan en torno al Zócalo siempre me han parecido un presagio ominoso, el recordatorio de una revancha que puede cumplirse en cualquier momento”. De la misma forma, la obsesión de Esquinca con la mirada (“Espantapájaros”, “El contagio”, “Los búhos no son lo que parecen”, “Demonia”, “El ciego”) nos hace pensar en García Ponce, pero mientras que en éste la mirada es el camino hacia una suerte de inocencia primigenia, ubicada más allá de la moralidad convencional, en Esquinca es impulso morboso, el complemento necesario para la existencia del horror y el sufrimiento. Leer así a Esquinca, relacionándolo con autores en apariencia tan distintos a él, nos ayuda a percibir de forma más nítida su originalidad, así como a valorar de mejor forma sus virtudes y sus limitaciones.

Creo que los mejores cuentos de Esquinca son los de mayor extensión: “Los niños de paja”, “Demonia, “El encorvado”. En primer lugar, aquí se reúnen las distintas obsesiones de Esquinca, que en los relatos cortos aparecen aisladas, formando una suerte de summa de su mundo imaginativo. Más importante quizá, los formatos extensos permiten a Esquinca desplegar sus virtudes capitales: la construcción de la trama, el manejo delsuspenso, la creación de atmósferas enrarecidas y febriles. Porque sobre cualquier idea o visión particular del mundo, en los textos de Esquinca lo fundamental es el placer mismo de la narración, el placer de contar bien una historia: “Narrar cuentos en torno al fuego es el entretenimiento más antiguo que existe”. A pesar de su atracción por lo perverso, una corriente subterránea de entusiasmo recorre los cuentos de la Trilogía del terror: el entusiasmo por contar. Existe una extraña pureza en las narraciones de Esquinca. Su lectura nos hace recordar la infancia y la juventud, cuando abrir un libro significaba introducirse en un universo mágico y emocionante: “Cada que tenemos miedo volvemos a ser el niño que busca con desesperación el interruptor de la luz…”. Los mejores cuentos de Esquinca despiertan en nosotros ese mundo infantil poblado de fantasmas y demonios en el que paradójicamente todo –los juguetes, los libros, las fotografías, las casas– está vivo. En “Los niños de paja”, una comunidad de adultos atrapados en cuerpos de niños mantiene, en medio de la perversión absoluta, un placer inamovible: “Cuéntanos un cuento”. La afirmación más decidida que hace la Trilogía del terror no se refiere al horror de la vida, sino a que, a pesar del horror, siempre nos quedará el consuelo –más: la satisfacción, el regocijo– de poder contarla.

 

 

 

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(Mérida, 1988) es crítico literario. Ganador del segundo concurso de crítica convocado por Letras Libres


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