“En el momento en que realmente funcionara un poder sobre el lenguaje estaríamos entrando al mundo de Orwell”
Luis Fernando Lara es una autoridad en lexicografía hispánica y un lúcido crítico de las academias de la lengua española. En esta entrevista el doctor Lara nos habla de la poco transparente ruta crítica que sigue una palabra para lograr su inclusión en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) y aboga por la verdadera función con la que debe cumplir un diccionario: informar, no normar el lenguaje. Luis Fernando Lara es profesor-investigador de tiempo completo en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Miembro del Colegio Nacional y del Comité Internacional Permanente de Lingüistas de la UNESCO.
¿Cuál es el proceso que debe seguir una palabra para poder ser incluida en el DRAE?
Bueno, recuerde primero que como yo no soy académico ni quiero serlo no tengo información directa. Lo que a mí me han contado es que la Academia tiene un departamento de lexicografía que trabaja sobre la base del Corpus de Referencia del Español Actual (CREA) y supongo que sobre datos que les proporcionan las academias hispanoamericanas y los miembros de la Academia española. Entiendo que este departamento de la Real Academia prepara una serie de propuestas, no solamente sobre palabras que se van incluir en el diccionario, sino sobre su definición, sobre marcas, en qué lugares se usan, etc. Y estas palabras se someten a los miembros de la Academia. Son los miembros de la Academia los que deciden qué palabras se incluyen en el diccionario y cuáles no.
Entiendo que primero hay un trabajo en cada una de las 21 academias locales de la lengua española para decidir, armar y sustentar una serie de propuestas de marcas o palabras que después habrán de ser sometidas al comité lexicográfico de la RAE. ¿Es correcto?
Sí, sí, parece que ese es el procedimiento.
Entonces vamos un poco más atrás. Platíqueme cómo es que la Academia Mexicana de la Lengua define o decide las palabras que van a enviar al comité lexicográfico de la RAE.
Tomemos por caso lo que hizo la Academia mexicana hace ya unos quince o veinte años. Elaboraron un llamado Índice de Mexicanismos. Este Índice es un recuento bibliográfico de todos los diccionarios mexicanos en donde estaban incluidas ciertas palabras. Una vez que elaboraron este Índice lo sometieron a un conjunto de “jueces” –así, entrecomillas– que eran escritores, filólogos y personas que sabían algo de la lengua. Estos “jueces” iban marcando qué palabras, a su juicio, estaban ya en desuso y que palabras todavía eran vigentes y había que incluir en el diccionario. Sobre esta base parece que elaboraron el llamado Breve Diccionario de Mexicanismos, que como dice en su prólogo, no contiene todo, pero que contiene cierto número de palabras que les parecieron que eran las palabras vigentes. Esas palabras son las que envían a la RAE.
¿Y para añadir nuevas palabras? ¿Quiénes pueden proponérselas a la Academia Mexicana de Lengua?
En principio ellos mismos, cualquiera de sus miembros. Y ahora parece que tienen un departamento de consultas. Me lo puedo imaginar, porque a nosotros nos sucede lo mismo, hay gente interesada que de pronto escribe diciendo: “Falta esta palabra y yo quiero proponer que se incluya” y entonces este grupo de la Academia Mexicana supongo que lo somete a la reunión que tienen todos los jueves.
Revisando el DRAE me encontré que existe la palabra “mexiqueño” para designar a los habitantes de la Ciudad de México ¿Cómo es que llegó esta palabra –desconocida por la mayor parte de los que viven en esta ciudad– al DRAE?
Yo no sé a qué miembro de la Academia mexicana se le habrá ocurrido… Recuerda usted que en 1992 hubo muchísimo lío porque la Academia española decía que el gentilicio para los habitantes de la Ciudad de México era “chilango”. Y claro, “chilango” en aquél entonces y todavía, para muchos de nosotros, es una forma despectiva de hablar. El habitante de la ciudad de México no tiene un gentilicio por motivos históricos. Yo he dicho que la ciudad de México es la que creó la nación y por eso no tiene gentilicio propio. Pero se ve que a un miembro de la Academia mexicana se le ocurrió que era muy fácil inventarse el término “mexiqueño”, ¡y lo inventó! Eso fue lo que pasó con “mexiqueño”: se lo inventaron, y esa es una tentación en la que un lexicógrafo bien formado no debe ceder, porque la función del lexicógrafo es registrar lo que la sociedad dice, no imponerle a la sociedad lo que él piensa.
Yo intenté rastrear los argumentos que justificaron la inclusión de “mexiqueño” y fue imposible dar con ellos.
No, pues es que no hay.
En el Diccionario que usted dirige, desde la introducción del mismo, se especifican los mecanismos de inclusión para cada palabra: “Para componer este Diccionario, lo que hemos hecho ha sido estudiar todos los vocablos aparecidos en el Corpus cuya frecuencia absoluta fuera de diez o más apariciones en él”. No me encontré lo mismo ni en la Academia mexicana de la lengua ni en la RAE.
No, porque no tienen esa clase de criterios. Sus criterios son estrictamente de autoridad, es decir: quién lo propone o en qué obra lo encuentran. Eso es, exclusivamente.
¿No se deja al lenguaje en una posición vulnerable si sus criterios se definen de manera tan arbitraria y opaca?
Precisamente, ha quedado tan vulnerable que ese ha sido uno de los peores daños a nuestra cultura, y sobre todo a nuestra cultura científica a partir del siglo XIX.
¿Y es válido que una Academia de la lengua use criterios tan arbitrarios?
Yo creo no ha sido válido nunca. En la época en que escribieron el Diccionario de Autoridades, (comenzaron en 1713) ellos seguían la pauta de la Academia della Crusca en Italia y de la Academia Francesa. Pero lo que hicieron los españoles, y que fue muy buena idea, fue decidir incluir en el Diccionario todas aquellas palabras que aparecían registradas en obras clásicas del español. Y lo hicieron con mucha manga ancha porque, por ejemplo, el Diccionario della Crusca no aceptaba palabras de autores posteriores a Dante y el Diccionario francés sólo introducía las palabras que los propios académicos querían; en cambio, el Diccionario español lo que hizo fue tomar obras desde el Poema del Cid hasta las obras contemporáneas. Y decir “si este es un autor bueno, las palabras que él use nosotros las tomamos”. Este fue un criterio que les permitió escribir lo que para mi gusto –en aquella época– fue el mejor diccionario de una lengua europea moderna que se hubiera escrito. Después, claro, vinieron otros que lo fueron superando, pero sobre todo la Academia española se olvidó de cómo había comenzado, y en su siguiente edición eliminó todos los ejemplos y todos los autores. A partir de ese momento se quedaron con el criterio estrecho de “lo que nos parezca a los miembros de la Asamblea”.
¿A qué mecanismos tendría que ajustarse entonces la Academia?
Primero se requiere un cambio de concepción. Las Academias, todas, deberían tener bien claro cuál es su papel. Y este papel, en mi opinión, debería ser un papel completamente descriptivo, es decir “así se habla”. Ese debería ser el papel de las Academias, y no lo tienen, y creo que no quieren tenerlo.
¿Qué es lo que sí tienen claro entonces las academias?
El poder. La Academia española tiene un poder enorme. Y bueno, ser miembro de la Academia para todos ellos es un privilegio, una coronación, que les da poder y que usan.
¿La función de un diccionario como el de la RAE debería ser normativa o informativa?
Allí ha habido una batalla desde un principio. El normativismo se impuso en la Academia a finales del siglo XVIII como una influencia francesa y al mismo tiempo como una reacción contra los franceses. Como España se sentía invadida por galicismos decidieron que el diccionario debería conservar la pureza de la lengua y esto produjo no sólo un normativismo sino un prescriptivismo muy exagerado por parte de muchos académicos. Por ejemplo, recuerdo a un académico español de la época de Franco que escribió “en la república de las letras, que es la única república que puede existir en España…”.
Hoy un diccionario debe ser sobre todo informativo. El efecto normativo que pueda tener un diccionario solamente puede depender de la aceptación que le dé la gente, pero no de un espaldarazo que le dé determinada autoridad. Eso la autoridad española no lo tiene nada claro y ahora menos, porque está empezando a difundir de nuevo un prescriptivismo español disfrazado de democracia que se impone cada vez más a través de la Agencia del Español Urgente, la Fundéu.
La RAE dice estar “al servicio de la unidad del idioma”. ¿Es válida la intención de unificar el idioma bajo principios normativos?
No, es injustificado y es desconocer la riqueza y variedad del mundo hispánico. Tenemos que entender las tradiciones. Estas tradiciones nos dicen que si queremos escribir bien sigamos ciertos ejemplos, pero no prescripciones. Recuerdo cuando a mí me decían “hay que escribir como Azorín”. Y en efecto, uno lee una novela de Azorín y está escrita con una claridad realmente asombrosa, pero es ¡muy aburrida! Entonces dice uno: “aprendo algo de Azorín, pero yo quiero escribir como algún otro”.
¿Cómo quién habría que aprender a escribir?
¡Como todos! Hay que aprender a escribir como todos… Alfonso Reyes, Juan Rulfo, de todos tenemos algo que aprender.
Pero ¿debemos aspirar o no a la unidad del idioma?
La unidad del idioma ha sido una aspiración desde nuestras independencias. La lengua está notablemente unida sin que dependa de la Academia porque formamos parte de una cultura. Y en esta cultura para nosotros, mexicanos, es tan nuestro el Quijote o el Cid como Sor Juana o Luis de Góngora o Carlos Pellicer o Tomás Segovia. Es decir, nunca hemos hecho diferencias en lo que es la cultura de la lengua española. Por eso no hay problemas de unidad. Si uno compara el inglés con el español, el inglés está mucho más diversificado que el español y sin embargo en inglés no hay academias.
Revisando los datos que proporciona la misma RAE me llamó mucho la atención que de la edición de 1992 a la de 2001, Honduras fue el país que mayor número de marcas registró logrando pasar de 302 hondureñismos en 1992 a 2456 en la edición de 2001. ¿Eso qué significa? ¿Qué la Academia de la Lengua de Honduras hizo un cabildeo mucho más exitoso?
Yo creo que sí, que trabajaron más.
¿Es válido hablar de cabildeo entre las Academias de la Lengua?
Por supuesto. Y también del peso que tienen unos académicos frente a otros. No todos los académicos tienen el mismo peso.
¿Entre las 21 Academias locales se compite por ver cuál introduce el mayor número de marcas de edición en edición?
Eso no lo sé, pero posiblemente. Hay algunas Academias que están muy bien instituidas, por ejemplo, la Colombiana o la Argentina de Letras que son muy respetadas por sus propios gobiernos y que trabajan permanentemente. Las que no trabajan bien se ven menos representadas en la Academia española.
En México la Academia de la Lengua Mexicana es una A.C. ¿Es válido que el poder sobre el lenguaje lo tenga una Asociación Civil?
No. Pero nadie debería tener el poder sobre el lenguaje. La lengua es la cosa más pública que tenemos. En el momento en que realmente funcionara un poder sobre el lenguaje estaríamos entrando al mundo de Orwell en donde se nos diría cuáles palabras utilizar y cuáles no. Eso sería gravísimo. Yo en eso he insistido siempre: es el público el dueño de la lengua. La lengua es una cosa pública y no puede haber nadie con poder. La labor de un diccionario moderno es transmitir lo que se usa en la sociedad y que la sociedad decida qué palabras le gustan y cuáles no.
– Cynthia Ramírez
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.