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En su cuenta de Twitter, la librería y editorial Eterna Cadencia, de Buenos Aires, se dedica a compartir sus novedades y artículos que se publican en su blog y en otros medios relacionados con los libros y la literatura. Hace unos días difundió un artículo, publicado en su blog, llamado “La ladrona de libros: Del arte de robar libros y otras cuestiones literarias” y otros dos textos, citados allí, referidos al mismo tema, uno de ellos firmado por Roberto Bolaño y el otro por Rodrigo Fresán.
Igual que el Coyote cuando se exponía a la trampa que había preparado para el Correcaminos y en el momento en que advertía que ahora sí iba a funcionar miraba a cámara y sacaba un cartel que decía: “¿Se dan cuenta de lo que estoy haciendo?”, Eterna Cadencia publicó enseguida su autocrítica: “Más boluda no puedo ser. Tuiteo tres tuits sobre robo de libros. A favor del robo de libros”.
Y después enumeró un listado de “razones por las cuales es una mierda robar libros”, que dicen más o menos así:
1) Perjudicás a la librería, que lo tiene que pagar.
2) Los libreros pierden mucho tiempo buscando libros que no están. Y los clientes pierden tiempo esperando.
3) Si hay uno solo, perjudicás al autor, ya que la librería no lo va a reponer y ese autor probablemente pierda una venta.
4) Estás perjudicando a una industria que anda con lo justo. ¡¡¡Andá a robarle faso a un dealer!!!
5) Estás cometiendo un delito. Después no te quejes si alguien te roba el celular.
Entre las pocas respuestas que la misma cuenta retuiteó, había una que aseguraba: “El pobre roba un celular y es delincuente. El burgués roba libros y es cool”.
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Bolaño y Fresán han conformado una de las grandes amistades de la literatura en castellano de las últimas décadas. Pero los motivos por los que robaban libros parecieran opuestos. “Los libros que más recuerdo —dice Bolaño— son los que robé en México D.F., entre los 16 y los 19 años, y los que compré en Chile cuando tenía 20, en los primeros meses del golpe de Estado”. Si robó en México y compró en Chile, no fue por motivos nacionalistas. Al hablar del Chile al que volvió en 1973, dice: “No recuerdo, además, haber visto nunca librerías más solitarias. Allí no robé ningún libro. Eran baratos y los compraba”.
Fresán, en cambio, recuerda que proviene de una familia de clase media-alta y que robaba por deporte. Cuenta, incluso, y quién sabe si será verdad, que en una ocasión desafió a un amigo al “reto definitivo”: cada uno se paró en un extremo de la avenida Corrientes y comenzó un auténtico rally delictivo en pos de conseguir los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. En orden de publicación, se suponía, aunque esto no sé cómo podrían demostrarlo.
Dice Fresán que robar libros es “una forma deportiva de la literatura”. “Cuando escribimos o leemos —explica— estamos sentados o acostados, casi inmóviles. Cuando robamos libros, en cambio, el músculo de nuestro cerebro actúa en perfecta comunión con los músculos de nuestro cuerpo. Cuando se roban libros, uno piensa y actúa y, de algún modo, uno lee y escribe. Cuando se roban libros, uno es persona y personaje”.
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Un hombre llamado Stephen Blumberg, oriundo de Minnesota, fue detenido en 1990 por haber robado más de 23.600 libros, valuados en 5,3 millones de dólares. Un lustro después, el inglés Duncan Jevons fue condenado por un delito parecido, aunque superó con creces la marca de Blumberg: guardaba en el sótano de su casa más de 52.000 libros, robados a lo largo de tres décadas.
La bibliocleptomanía de Jevons era tan irracional que lo llevó a robar dos veces la colección completa (27 tomos) de la Enciclopedia Británica de un mismo convento de monjas. La robó, las monjas la repusieron y él regresó cuatro años después y se la volvió a llevar. Jevons había estudiado teología y filosofía en su juventud.
Stephen Blumberg y Duncan Jevons, personas y personajes.
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Para bien o para mal, robar libros sigue rodeado de un aura de romanticismo, de ese aire cool que alguien mencionaba en Twitter. Muchos lo califican como “el delito más hermoso del mundo” o recurren a una cita atribuida a José Martí: “Robar libros no es robar”. Se parece a aquella idea de Bertold Brecht de que atracar un banco es menos delito que fundarlo, aunque la verdad es que nunca escuché a ningún ladrón de bancos citar a Brecht.
Circulan incluso argumentos (se puede ver en uno de los artículos enlazados en el párrafo anterior) del tipo: “¿Por qué un aficionado a la lectura que posee dinero puede leer lo que quiera sin ninguna molestia y otro aficionado que no posee tanto dinero no puede?”. Es curioso: el mismo razonamiento vale también para un collar, una consola de videojuegos o una bicicleta y, sin embargo, a nadie se le ocurre emplearlo en relación con estos productos.
En cualquier caso, cada uno puede justificar el robo de libros —ante sí mismo o ante los demás— de la forma que más linda o más convincente le parezca. A mí me parece que lo más apropiado es que quien robe libros lo asuma como lo que es: un robo. Como amante de los libros, no me creo con más derecho para robar un libro que el que tiene un amante de las alfombras persas para robarse una alfombra persa.
No pretendo esgrimir un juicio ético o moral sobre el robo en sí mismo. Hablo sólo de la construcción discursiva que se hace después. Para decirlo en palabras de uno de los comentaristas del artículo de Eterna Cadencia que cité al principio: “Silvio Astier (el protagonista de El juguete rabioso, de Roberto Arlt) era un ladrón de libros pero se hacía cargo de que era un chorro (ladrón) en todos los sentidos posibles”. De eso se trata. Después, jactarse o no de eso ya es decisión de cada uno.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.