Ese puerto existe (1959) fue el primer libro de Blanca Varela, una mujer de apariencia frágil y de recia fibra audaz. Lo publicó, “un poco contra su voluntad, casi empujada por sus amigos”, la editorial de la Universidad Veracruzana en su colección “Ficción”, con un prólogo afilado y clarividente de su amigo el poeta Octavio Paz, quien la conoció en París cuando ambos eran muy jóvenes. Aliada con el pintor Fernando de Szyszlo, la poeta recorrió al lado de su amigo y esposo los talleres y las buhardillas, las salas de los museos y de las universidades, los cafés y los puentes, junto con otros jóvenes hispanoamericanos, como el nicaragüense Carlos Martínez Rivas y los mexicanos Rufino y Olga Tamayo, entre una legión de amigos.
El libro debe su título a Paz. Blanca –un buen nombre para una dama finísima dedicada a la ingrata tarea de buscar un lugar en la tierra para la voz de la poesía– contó cómo el título original iba a ser el de una pequeña localidad marítima del Perú: Puerto Supe. A Paz no le gustó el título y ella respondió con una voz casi exasperada: “Pero, Octavio, si ese puerto existe.” El sonrió, siempre atento a las insinuaciones de la poesía en el habla diaria: “Ese es el título, Blanca, ya lo tenemos.”
Aunque escrito por una muy joven poeta –que no creía en las artes sino en la eficacia de la palabra y el poder del signo, para frasear a Paz–, el breve libro era ya una obra enunciada por una voz inusitadamente poderosa, no opulenta, intensa a fuerza de contención y velocidad asociativa.
Varela había participado junto con su maestro, el alto poeta surrealista Emilio Adolfo Westphalen (amigo y compañero de César Moro), en la notable revista Las moradas. De ellos aprendió ese arte del balbuceo y del quiebre que es una de sus mayores contribuciones a la lírica castellana. Y de la amistad y afinidad con ese pétreo poeta calcinante, Westphalen, trajo ella a la lírica el acento despojado y veloz, la cuerda nunca monótona y el tono de asertiva e inusitada sobriedad que invita a la invención de otra cordura. Pero ya desde ese primer libro se puede advertir otra huella o, más bien, otro rumbo en su metabolismo poético: el de la palabra armada en el taller de los pintores y escultores contemporáneos y abierta al diálogo con las artes plásticas: Picasso, Matisse, Léger, Van Gogh, Giacometti, Brâncuşi, a quienes ella y Fernando de Szyszlo pudieron conocer –a veces en persona, a veces sólo a través de su taller, siempre por su obra.
Blanca Varela restituyó al cuerpo de la lírica hispanoamericana una tensión atenta, una inteligencia ética en la fragua y en la composición del poema que parecía dictada por la lección sobria de esos maestros de las artes plásticas modernas a quienes conoció en París en los años cincuenta, cuando –como ha dicho Szyszlo– “estaban vivos todos los monstruos”: Simone de Beauvoir (de quien fue confidente y amiga), Sartre, Breton, Bataille, Malraux, Camus, Duchamp, Giacometti, Éluard, Papaioannou, Cioran…
La pequeña e inteligente Blanca era rápida como la brisa y simpática como un rayo de luz. Tenía una conciencia escrupulosa del otro, y tal vez esa fue la razón de que haya hecho tantas amistades en esa ciudad, donde parece haber conocido a todos: uno por uno, una a una. No maravilla que se haya llevado de vuelta a Lima, como un regalo transparente, esa lección ética y estética de sobriedad y convivialidad que de algún modo ya traía un poco en la sangre.
Era Blanca como un límpido estandarte de la más alta nobleza espiritual americana. Nuestro maestro y amigo José Luis Martínez la conoció cuando fue embajador de México en Perú y ella lo puso en contacto con la pléyade limeña de entonces: Carlos Germán Belli, Javier Sologuren, Ricardo Silva Santisteban y, a la distancia, Luis Loayza, Julio Ramón Ribeyro, Jorge Eduardo Eielson. Además, lo acompañó a visitar al historiador Raúl Porras Barrenechea y, desde luego, a visitar librerías de lance. Poco después, cuando José Luis Martínez fue nombrado director del Fondo de Cultura Económica en 1977, designó a Varela directora de la filial en Lima.
Fueron años de intensa actividad en la promoción cultural. Secretamente, Blanca seguía puliendo sus versos por las noches o las madrugadas en su casa de Barranco, frente al mar, mientras leía poesía clásica española. Canto villano, Ejercicios materiales, El libro de barro fueron saliendo de sus manos como fulgurantes piedras pulidas. Le dio al FCE en Lima, y desde Lima, un vuelo que sabría mantenerse luego, en los siguientes años, con el poeta Jaime García Terrés, y más tarde, durante la primera administración de Miguel de la Madrid. No, no había mucho dinero, a pesar de los aires de grandeza que les gusta darse casi siempre a los mexicanos. Pero la nobleza de Blanca, su voluntad y su conocimiento preciso del terreno –era una señora no sólo digna sino tremendamente práctica– fueron armando, con ayuda del poeta y tipógrafo Abelardo Oquendo, una breve biblioteca peruana con ediciones y coediciones propias. Tan celosa con los recursos como con las erratas, Blanca tenía una verdadera cultura económica –para jugar con el nombre de nuestra editorial– y, al final de su gestión, tengo entendido, dejó como herencia para las siguientes administraciones un pequeño capital para seguir haciendo y distribuyendo libros americanos en América.
Blanca Varela, además de escribir poemas cortantes y elocuentes, para buscar la voz de su voz, sabía hablar cara a cara y al tú por tú, al vos por vos, con el príncipe y con el mendigo. Gracias a ella, a su amistad inteligente, a su magnetismo y tesón figuran en el catálogo del FCE los nombres del Inca Garcilaso, Mario Vargas Llosa, Luis Loayza, Julio Ramón Ribeyro, José María Arguedas, Franklin Pease y muchos otros.
Menuda, fina, divertida y certera, Blanca no pasaba inadvertida. Una anécdota: durante uno de los festivales internacionales de poesía de la ciudad de Medellín, organizados por Fernando Rendón y Ángela García, Blanca fue invitada a leer poemas en un inseguro barrio de las afueras, todavía dominado a fines de los ochenta por la violencia y la guerrilla. A la lectura asistieron unos encapuchados armados. Al final uno de ellos se acercó y sacó de una bolsa otra, donde venía cuidadosamente envuelta la edición inconfundible de Canto villano que se había publicado en México. Era evidente que el libro había sido leído muchas veces. El encapuchado le pidió a Blanca que se lo firmara sin dedicárselo. Así lo hizo ella, y el hombre vestido de verde desapareció. Poco después vio acercarse a un estudiante sin máscara que llevaba en la mano el libro que Blanca acababa de firmar. Se despidió de ella con un beso y una sonrisa. Esta anécdota transluce algo del alma generosa de Blanca, poeta, lectora, alentadora de jóvenes poetas, editora, ciudadana y gran señora de la palabra y el silencio, guardia celosa del lugar del canto.
Cuando, en plena campaña de Vargas Llosa por la presidencia de la república, los también escritores y también políticos Julieta Campos y Enrique González Pedrero (a la sazón, efímero director del FCE) hicieron una visita a Lima, sostuvieron una cena con el escritor y su esposa Patricia. Además, los acompañábamos Mauricio Merino y el suscrito testigo. La cocina –deliciosa– la preparaba una simpática señora danesa, amiga de Blanca, que me recordó a otra santa, Karen Blixen. Eran los años rudos y crudos de la actividad de Sendero Luminoso. Durante la cena, Blanca dijo poco, pero todos dejaban de hablar cuando ella tomaba la palabra. Blanca traía la palabra limpia, la palabra verdadera del que sabe conversar y debatir a mano limpia y puede hablar y callar con todos.
Sus últimos años tácitos fueron una lección que ahora, después de su partida, seguirá creciendo. Para recordármelo, además de los poemas en sus libros, tengo una pequeña llama prehispánica tallada en cuarzo y ceñida por un anillo de plata. Es un juguete o un amuleto de sacerdote inca que Blanca Varela me regaló en uno de sus últimos viajes a México diciéndome: “Cuídalo para que te cuide.” Ahora nos toca cuidarla a ella en nosotros. ~
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El Congreso de Perú publicó en Lima en 2007 un libro en su homenaje: Nadie sabe mis cosas / Reflexiones en torno a la poesía de Blanca Varela, al cuidado de Mariela Dreyfus y Rocío Silva Santisteban. En esta obra, que resulta un verdadero mapa de la poesía peruana e hispanoamericana contemporánea, colaboran entre muchos otros autores Octavio Paz, José Miguel Oviedo, Roberto Paoli, Eduardo Chirinos, Carmen Ollé, Éricka Ghersi, Jean Franco, Yolanda Westphalen, Yolanda Pantin, Rosina Valcárcel, Rossella Di Paolo y Betsabé Huamán.
(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.