Charles Brandt se encontraba de vacaciones en Sun Valley, Idaho, en el verano de 2009, cuando sonó su teléfono celular: “¿Charles Brandt?”. “Así es”. “Un momento, le comunico a Robert De Niro”. Meses antes, en 2008, Variety había anunciado, en primera plana, que el propio De Niro y Martin Scorsese habían hecho un trato para realizar, para la Paramount, una épica gansteril basada en el libro escrito por Brandt, I heard you paint houses: Frank “The Irishman” Sheeran and closing the case of Jimmy Hoofa (Steerforth Press, 2014; disponible en español como Jimmy Hoffa. Caso cerrado. El poder de la mafia norteamericana, Crítica, 2014), pero desde entonces, el antiguo fiscal convertido en escritor no había sabido ni escuchado nada más. Nada raro en realidad: en Hollywood –y en cualquier industria fílmica, de hecho– el tiempo transcurre lentamente. Tanto que, llegado el momento, Paramount se bajó del proyecto para que entrara a distribuirlo Netflix. Pero esa es otra historia.
De Niro, en su calidad de productor y seguro protagonista de la futura película, quería platicar con el autor del libro original, así que Brandt voló a Manhattan para encontrarse no solo con el legendario actor, sino con el oscareado guionista (por La lista de Schindler) Steve Zaillian y el mismísimo Martin Scorsese. El lugar pactado fue una habitación del piso 37 de Le Parker Meridien Hotel, muy cerca de Carnegie Hall. El encuentro estaba pensado para no durar más de una hora: Zaillian quería preguntarle a Brandt algunos detalles más sobre el protagonista del libro –el “irlandés” Frank Sheeran, un héroe de guerra transformado en matón de la familia gansteril de los Bufalino y hombre de todas las confianzas del líder de los camioneros Jimmy Hoffa– y, además, quería saber si tenía más información de la que había publicado. La plática se extendió durante cuatro horas, de las 5:30 de la tarde hasta las 9:30 de la noche, con nada más que un plato de frutas, galletas y agua para echarse al estómago. “No me dieron cena”, recuerda lacónicamente Brandt.
En algún momento de la plática –o, más bien, interrogatorio, como el propio Brandt bautizó ese encuentro con Scorsese, De Niro y Zaillian–, el escritor comentó que el recuerdo de una película “oscura” y “desconocida” que había visto tiempo atrás, en 1961, lo había inspirado para hacerle ciertas preguntas claves a Frank Sheeran, cuestionamientos que llevaron a la confesión del “irlandés” sobre lo que le sucedió realmente a Jimmy Hoffa. Más aún: Brandt agregó que esa película y su protagonista le recordaban al propio Sheeran. Scorsese se inclinó hacia adelante: “¿Qué película?”. “Ah, no tiene importancia. Créame: nadie la vio en su momento y nadie la conoce”. Scorsese insistió: “Ajá, sí, pues, pero ¿cuál es la película?”. “Blast of silence”. Scorsese soltó la carcajada. “Me acaban de pedir desde Francia que escriba un texto para una edición especial en DVD. Cuando tenga el disco, te lo mando”.
Más allá de la ingenuidad de Brandt (¿realmente creía que le podía ganar un torneo de cinefilia a Scorsese?), la anécdota contada por el escritor explica muy bien el tenor de su propio libro. En efecto, el protagonista de I heard you paint houses, Frank “El Irlandés” Sheeran, es una suerte de alma gemela del matón a sueldo de Blast of silence (E.U., 1961), notable opera prima del hombre orquesta –actor, cineasta, guionista– Allen Baron, quien luego dirigiría tres largometrajes más –ninguno de ellos de importancia– y se convertiría, con el paso del tiempo, en un confiable destajista como realizador televisivo, dirigiendo episodios lo mismo que de La isla de la fantasía que de Los dukes de Hazzard, Barnaby Jones, Los ángeles de Charlie o, incluso, El crucero del amor.
El protagonista de El verdugo condenado –así se llamó en México la película, con el mismo tino que Thelma & Louise (Scott, 1991) se llamó Un final inesperado– no es un irlandés sino, por su apellido, un descendiente de italianos. Frankie Bono (el también cineasta y guionista Allen Baron, con un aire de un juvenil George C. Scott) llega a la Penn Station neoyorkina, proveniente de Cleveland. Es 24 de diciembre, vísperas navideñas, pero Bono ha llegado a Nueva York con una tarea poco amigable y nada familiar: eliminar a un “jefe segundón” de la mafia. La voz en off que acompaña a nuestro protagonista desde el inicio hasta el final –voz del gran actor de carácter Lionel Stander, que no aparece en los créditos porque estaba en la lista negra del macartismo– y que siempre habla en segunda persona del singular –como prefigurando una de las voces narrativas de La muerte de Artemio Cruz (Fuentes, 1962)– nos informa del pasado del personaje, de su infancia en algún orfanato, de sus antiguas experiencias como matón a sueldo y, de pasada, le dice (nos dice) cuánto se engaña a sí mismo, cuándo está a punto de meterse en terrenos peligroso, qué es lo que debe de hacer, qué debe de evitar.
Aunque al inicio pudiera parecer que la constante voz en off es redundante, pronto queda claro que no es así: la voz del narrador –más bien, juzgador– omnisciente nos sirve para entender el ethos del personaje, para comprender por qué toma ciertas decisiones irracionales y por qué, al final de cuentas, se enfrenta a su desenlace. Como sucede con el irlandés Frank Sheeran, el italiano Frankie Bono sabe perfectamente las responsabilidades de un asesino. La ética del sicario profesional es inviolable. Y eso lo entienden tanto el real Frank Sheeran como el ficticio Frankie Bono: “asesino que no asesina, es asesinado”.
Es muy fácil entender por qué Scorsese no solo conocía esta película sino que hasta estaba dispuesto a escribir un ensayo sobre ella. Además de que la cámara con ánimo documental de Merril S. Brody captura con realismo descarnado el Nueva York de inicios de los 60 –la mencionada Penn Station, el ferry de Staten Island, el Rockefeller Plaza, el barrio bravo de Harlem–, tanto la personalidad del protagonista como sus pensamientos más íntimos –descubiertos por la mencionada voz en off– nos remiten al Travis Bickle de Taxi Driver (Scorsese, 1976), con todo y su monólogo interior/acusador al cruzar Harlem (“Ellos te odian como tú los odias a ellos”) y su casi conmovedora torpeza cuando Frankie quiere acercarse a una mujer para dejar su vida de crimen, tal como Travis echa a perder su cita de amor con la Betsy de Cybill Sheperd.
Blast of silence fue hecha con muy poco dinero, en locaciones reales neoyorkinas, con colaboradores que no cobraban mucho porque creyeron en la película –como Larry Tucker, inolvidable como el gordazo malandro que tiene como mascotas una buena cantidad de ratas de albañal, el mismo Tucker que sería uno de los colaboradores habituales de Paul Mazursky y guionista por derecho propio– o porque no les quedaba de otra, como el ya mencionado y “cancelado” Lionel Stander o el mismo autor de la narración en off del filme, Waldo Salt, que apareció en los créditos con el seudónimo de Mel Davenport, pues estaba en la misma lista negra macartista en la que aparecía Stander. De hecho, el propio Allen Baron confesó, sin escurrir el bulto, que contrató a Stander y a Salt porque sabía, de antemano, que los dos no podían cobrar mucho, ya que de todas formas era ilegal que trabajaran en el cine estadounidense.
Lo cierto es que, después de la revisión –o, en mi caso, descubrimiento– de Blast of silence, en una espléndida edición en DVD de Criterion, uno puede entender el porqué del respeto de Scorsese por el filme, por qué Charles Brandt pensó en el verdadero Frank Sheeran al recordar al ficticio Frankie Bono y por qué, con el paso del tiempo, esta película “oscura” y “olvidada” de Allen Baron se ha convertido en una auténtica cinta de culto. Tanto, que no solo uno descubre elementos visuales y dramáticos que aparecerán luego en el cine de Scorsese de los años setenta sino, incluso, hasta en el de Woody Allen de esa misma década. Pero esto último se lo dejo de tarea al lector.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.