Roberto Bolaño, Los detectives salvajes, Anagrama, Barcelona, 1998
El crítico Juan Antonio Masoliver ha escrito en La Vanguardia acerca de Los detectives salvajes, la novela de Roberto Bolaño: “propone un nuevo orden literario en el que entren Monterroso, Ibargüengoitia o Monsiváis. Sus lectores ideales serían Luis Maristany, Juan Villoro o Enrique Vila-Matas, es decir los defensores de la extravagancia”.
Es posible —me digo ahora— que haya acertado al considerarme un lector idóneo para la novela de Bolaño. De hecho, me siento muy cercano a toda la obra del escritor chileno. Es posible incluso que sea el escritor que más se parece a mí, o viceversa: soy el escritor que más se parece a Bolaño. La causa tal vez resida en la a veces casi aplastante coincidencia en cuanto a gustos y rechazos literarios.
La verdad —si lo pienso bien— es que todo esto es muy nuevo y muy extraño para mí. Desde que empecé a escribir y a publicar, nunca que yo recuerde me he encontrado con algún escritor que me recordara a mí. Sólo en estos dos últimos años se ha producido este extraño fenómeno.
Escribo esto y siento la repentina tentación de alejarme un poco de Bolaño. Me viene a la memoria el título de un bolero, y lo cambio ahora maliciosamente para escribir esto: Bolaño en la distancia.
Una precisión ahora en relación con lo de que soy un defensor de la extravagancia. Masoliver no está haciendo sólo referencia a que defienda yo la rareza literaria o lo excéntrico. Creo que no está hablando únicamente de esto. Más bien Masoliver está haciendo un guiño a un artículo que publiqué hace unos años en la prensa madrileña y en el que me hacía eco de unas palabras de Juan Villoro, que a su vez se hacía eco de otras palabras, las del escritor argentino César Aira, que bien podría ser también un lector ideal de Bolaño. Decía yo en este artículo: “Me entero por Juan Villoro de las palabras del escritor argentino César Aira que, en una reciente entrevista, se refiere al mito literario que domina nuestro fin de siglo, el del escritor gentleman, profesional, que no confunde los libros con su persona y desdeña el carisma como prolongación de la obra. Eduardo Mendoza, Muñoz Molina, Juan José Millás y Javier Marías, por ejemplo, ilustran a la perfección entre nosotros este modelo de fin de milenio. Están alejados de Gómez de la Serna, que recitaba desde el lomo de un elefante, o de Valle-Inclán, que se quejaba de que no le permitían subir al tranvía con dos leones”.
A propósito de todo esto, Juan Villoro añadía por su cuenta: “En artes plásticas la figura del Gran Fantoche —la construcción de una personalidad deliberadamente engañosa— aún fue posible en Dalí o Warhol. En literatura hay que volver a la antigüedad de la bohemia para dar con quienes hicieron del descaro una estética y de la gestualidad una estrategia. Entre ellos el campeón absoluto es Valle-Inclán”.
Extravagancia, pues, entendida como la transformación de uno mismo en “un personaje literario”. Vida y literatura abrazadas como el toro al torero y componiendo una sola figura, un solo cuerpo. Algo así como aquello que le decía Kafka a Felice Bauer: “Mi manera de vivir está organizada únicamente en función de escribir”. O esto otro, también dirigido a la pobre Bauer: “No es que tenga una cierta tendencia a la literatura, es que soy literatura”.
Extravagancia, por otra parte, entendida —se me ocurre ahora— como una militancia alegre en el mundo de los escritores que no quieren tener pasaporte: artistas del alma nómada, enemigos de los viajes obligados, que no siguen más rumbo que el de su propia estrella, aunque ésta sea distante como la estrella distante de Bolaño. Artistas que no quieren pasaporte alguno, como decía Jacques Audiberti de sí mismo. Y añadía: “Mejor no buscar./ Mejor lanzarse así, con la cabeza baja./ ¡Y que suceda!”.
Al artista del alma nómada que es Bolaño —del que ahora vuelvo a sentir la tentación de alejarme aún un poco más— los versos de Audiberti seguro que le acompañan a muchos lugares en su extravagancia radical: esa extravagancia que fluye serena a lo largo de las 447 páginas de Los detectives salvajes. Tengo con Bolaño una gran afinidad con todos esos seres errantes que aparecen en su novela: seres que a mí me parece que vagan en lugares extraños, en unas afueras que no poseen un interior, como astillas a la deriva supervivientes de un todo que nunca ha existido (las múltiples voces de la parte central del libro). Esas voces yo diría que son astillas supervivientes extrañas a cualquier órbita —es decir, algo parecido a los volátiles del Beato Angélico que inmortalizara Antonio Tabucchi—, astillas que navegan en espacios familiares que, sin embargo, son de una geometría desconocida.
En Los detectives salvajes, a veces algunas de las voces de la parte central me han parecido ya no sólo extravagantes sino excéntricas a sí mismas, prófugas incluso de la idea bolañiana —un adjetivo, por cierto, de nuevo cuño— que las pensó. Y una causa más que posible de que esto ocurra reside en el impresionante trabajo de Bolaño sobre el lenguaje. De esta novela tal vez lo más deslumbrante sea ese trabajo de lenguaje, la cantidad de diferentes registros de voces que Bolaño va acumulando. Hay una extensa y brillante utilización semántica de las diversas voces que en la parte central de la novela intervienen a modo de testimonio azaroso del misterioso destino de los dos protagonistas, de los dos detectives salvajes, Arturo Belano y Ulises Lima. Esas voces o testimonios emitidos por los más diversos personajes en fechas y lugares muy alejados, de 1976 a 1996, pertenecen a lenguajes muy diversos: coloquiales o intelectuales, españoles o mexicanos… Estamos ante un efervescente magma lingüístico de una gran variedad. Sólo ya por la exhibición de dominio de tantos registros lingüísticos, la novela de Bolaño merece ocupar un lugar destacado en la narrativa contemporánea. Es tan soberbio el trabajo de lenguaje de Bolaño que este escritor se me aparece como un claro extraterritorial dotado de puntos de vista convincentes respecto al desorden del Universo y la manera de transformarlo en materia narrativa.
Yo diría que el autor de Los detectives salvajes ve el mundo como un complicado sistema de relaciones, que es producto a la vez de múltiples sistemas interrelacionados. Es decir que ve el mundo de un modo más o menos parecido a —por citar a un gran escritor que seguro que Bolaño admira— como lo veía Carlo Emilio Gadda.
Es muy probable, por tanto, que Bolaño pertenezca a la familia literaria que reúne Italo Calvino en torno a una de sus propuestas para el próximo milenio: la de la multiplicidad.
Escribo esto y respiro aliviado y me distancio un poco más de Bolaño. No somos —ahora me doy cuenta— ni mucho menos tan parecidos como creía que lo éramos. Yo más bien soy un escritor de otra sección del libro de Italo Calvino. Yo más bien fatigo los anaqueles de los escritores de la levedad.
No está mal, vuelvo a respirar aliviado. Cada vez tengo a Bolaño a más distancia. Ahora lo veo muy claro: para Bolaño, artista del alma nómada y aficionado a la multiplicidad (en lo primero coincidimos, en lo segundo no tanto), el hombre se halla en el centro de todos esos múltiples sistemas interrelacionados de los que he hablado. Y sospecho que, para él, ese hombre se erige en su doloroso paradigma. (De hecho, Los detectives salvajes es una inteligente alegoría del destino humano). Creo que el artista de la multiplicidad que es Bolaño sabe que lo único que puede hacer el individuo para asimilar el caos que lo envuelve y que refleja en su propia naturaleza consiste en abrir bien los ojos y tratar de registrarlo todo para luego intentar ordenarlo. Pero está claro que un hallazgo le conduce a otro y que estamos ante aquella flaca que pintaba a una gorda que a su vez pintaba a una flaca que pintaba a una gorda que pintaba a una flaca, y así hasta el infinito, palabra que, por cierto, conoce muy bien Bolaño, que sabe que el infinito es cierto, tan cierto como infinitos son los ruidos de los vecinos.
Algo ahora sobre los ruidos de los vecinos: un texto del ya citado Carlo Emilio Gadda está dedicado a la tecnología de la construcción, que desde la adopción del cemento armado y de los ladrillos huecos ya no preserva las casas del calor y de los ruidos. Gadda se extiende en este texto de una forma que revela en él a un gran maniático: se dedica a hacer una minuciosa descripción grotesca de su vida en un edificio moderno y de su obsesión por todos los ruidos de los vecinos que llegan a sus oídos.
En Los detectives salvajes las múltiples voces o ruidos de los vecinos de las historias de Arturo Belano y Ulises Lima parecen inagotables.
De hecho, esta novela tiene una estructura que tiende a lo infinito, a algo tan infinito como el intento de reproducción de Gadda de todos los ruidos de sus vecinos. Cualquiera, además, que sea la historia que los mismos testigos de la misma cuentan, el discurso siempre se ensancha y se ensancha para abarcar horizontes cada vez más vastos, y si pudiera seguir desarrollándose en todas direcciones llegaría a abarcar el universo entero.
En el Bolaño de Los detectives salvajes hay algo de desesperación maniática. Escribo esto y me pregunto si en realidad el desesperado maniático no seré yo. Quería hablar con la máxima agilidad de la extravagancia y del efervescente magma lingüístico de la novela de Bolaño para poder pasar rápidamente al tercer apartado interesante de este libro —el de la estructura originalísima— y ahora me doy cuenta de que llevo ya cinco folios y que el desesperado maniático soy yo, que escribiendo sobre Bolaño me he convertido en un escritor del casillero calviniano de la multiplicidad.
Lo que son las cosas. He vuelto a acercarme a Bolaño. Creía haberme distanciado algo de él, pero vuelvo a estar muy cerca. Drama. Al escribir la primera línea de este comentario al libro de Bolaño me había propuesto ser ágil, seguir la estela de aquello que siempre persiguió Leopardi —me refiero a su deseo de quitar al lenguaje su peso hasta que se asemejara a la luz lunar— y sin embargo heme aquí convertido en un hombre que ha quedado enredado en el mundo de la multiplicidad de Bolaño, ese escritor que ve el mundo como un enredo, una maraña o un ovillo.
Drama. Al querer alejarme de Bolaño he acabado acercándome aún más a él. Me queda una última oportunidad o tentativa para desenredarme del ovillo de mis divagaciones sobre Los detectives salvajes: comentar con rapidez la original estructura del libro. Veamos. Una leve intriga —lo único leve del libro: las investigaciones de Ulises Lima y Arturo Belano acerca de una escritora desaparecida hace tiempo en el desierto mexicano de Sonora— sirve de telón de fondo o de pretexto para presentar la historia, a lo largo de veinte años, de una serie de poetas vanguardistas mexicanos. El diario de uno de ellos abre y cierra el libro. El ingenuo diarista tiene una voz con ecos del protagonista de La aventura de un fotógrafo en La Plata de Bioy Casares (uno de los autores más familiares al mundo literario de Bolaño). Entre ese diario que abre y cierra el libro —que es en definitiva, según se nos dice en el texto, “una historia de poetas perdidos y de revistas perdidas y de obras sobre cuya existencia nadie conocía una palabra”—, la historia de una generación —la mía y la de Bolaño y que, por nombrarla de alguna forma, podríamos llamarla “la generación de Mayo del 68″—, una generación desastrosa —como muy bien él y yo sabemos—, una generación deplorable que a sus supervivientes los ha dejado —nos ha dejado— “confundidos a todos en un mismo fracaso” y que conserva sin embargo cierta dosis de humor y melancolía, lo que no deja de ser un desastre añadido al desastre general… En fin, entre ese diario que abre y cierra el libro, nos encontramos con 400 páginas —casi pues el libro entero— en el que el lector repara —lo diré con palabras del crítico Ignacio Echevarría:
…en que todas las voces, todas las palabras, todo el tiempo transcurrido durante el intermedio tiene el valor exacto de un instante de lucidez, de un pliegue (el subrayado es mío) abierto de pronto para que todos los personajes puedan ser contemplados en su común humanidad, y pueda deducirse así, del absurdo tragicómico de sus vidas no la constatación —escribe Bolaño— de nuestra ociosa culpabilidad sino la marca de nuestra milagrosa e inútil inocencia.
Ese pliegue bien podría ser también una grieta, una brecha. El tema de Los detectives salvajes bien podría ser una brecha, el mundo infernal de una generación agrietada, boca de sombra sibilina por la que habla el infierno. Me recuerda esa brecha a una que aparece en uno de mis libros preferidos, la novela vanguardista Petersburgo, de Andrei Biely, una de las cuatro mejores novelas del siglo según Nabokov. En ella leemos:
Ignorado, insensible, privado de pronto de gravidez y de la percepción de su propio cuerpo, el senador Apolón Apolonovich elevó la vista; sus sentidos no podían dar fe de que había elevado la vista hacia el parietal y vio que no tenía parietal; allí donde el cerebro está cubierto de recios huesos, donde ya no hay visión, allí Apolón Apolonovich sólo vio en Apolón Apolonovich un boquete redondo (en lugar del parietal); el boquete era un redondel azul; en este momento fatídico […], algo, con un rugido semejante al del viento en la chimenea, succionó rápidamente la conciencia a través del boquete azul del parietal: hacia más allá del infinito.
La grieta —tema y bloque central de Los detectives salvajes— es un conjunto de cuatrocientos golpes o cuatrocientas páginas con una casi infinita participación de múltiples voces que comentan los trazos de las huellas de los dos detectives salvajes y a la vez comentan cómo lo desastroso se instaló en el centro de gravedad de la historia de una generación extravagante. Los detectives salvajes —vista así— bien podría ser el boquete azul de un parietal trágico, la historia cómica de una brecha: una novela que bien podría ser —ahí donde la ven— una fisura, una rotura muy importante para lo que hasta ahora ha ido haciendo una generación de novelistas: un carpetazo histórico y genial a Rayuela de Cortázar y de la que Los detectives salvajes bien podría ser su revés, en el amplio sentido de la palabra revés.
Los detectives salvajes —vista así— sería una grieta que abre brechas por las que habrán de circular nuevas corrientes literarias del próximo milenio. Los detectives salvajes es, por otra parte, mi propia brecha; es una novela que me ha obligado a replantearme aspectos de mi propia narrativa. Y es también una novela que me ha infundido ánimos para continuar escribiendo, incluso para rescatar lo mejor que había en mí cuando empecé a escribir.
Decir esto me ha llevado a sentirme de pronto más cerca que nunca de Bolaño. Será prudente que vuelva a alejarme algo de él. Me acerco, me alejo, parezco encontrarme en un círculo infernal en el desierto de Sonora cuando viene de pronto en mi auxilio un verso de Goethe, que un personaje de la novela de Bolaño, Jordi Llovet, me enseñó ayer a pronunciar en correcto alemán: Alles Nahe werde fern. Es decir, “Todo lo cercano se aleja”. Goethe lo escribió refiriéndose al crepúsculo de la tarde. Todo lo cercano se aleja, es verdad, tengo que pensar que es verdad. De nuevo, respiro aliviado. Goethe me ha permitido volver a alejarme algo de Bolaño. Sólo así, además, mi generación desastrosa, en su crepúsculo hoy hundida, podrá volver a resurgir. ¿Y por qué no pensar que Los detectives salvajes tiene algo de la literatura por venir? Con esta pregunta cierro estas líneas sobre Bolaño. La verdad es que la pregunta la he formulado por mi propio bien, la he formulado para amar y odiar al mismo tiempo su novela; la he formulado para acercarme lo máximo posible al mundo de Bolaño y así de una vez por todas poder alejarme y hacerlo a ser posible en el crepúsculo de esta misma tarde en la que ya para mí todo lo cercano se está alejando, y lo que han sido unas cuantas palabras sobre el mundo novelesco de Bolaño ya no son ahora más que el boquete azul de mi parietal trágico, también el parietal de Arturo Belano (con las mismas letras de Belano puede escribirse la palabra “nobela”), ese personaje que, al igual que tantos otros en Los detectives salvajes, camina hacia atrás, “de espaldas, mirando un punto pero alejándose de él en línea recta hacia lo desconocido”, tal vez hacia un infinito limitado, allí donde todo lo cercano se aleja para luego volver a acercarse. En fin, que ahora me voy de Bolaño, pero me quedo, pero me voy, pero me quedo. En fin, ese tipo de relación literaria entre Bolaño y yo que parece haber dispuesto para los dos y para siempre un destino común. Habrá que desafiar a ese destino cuanto antes. La experiencia dice que no hay dos caminos iguales. Opto por decir una frase que Bolaño ya no podrá decir nunca, es mi desesperada forma de emprender a última hora la búsqueda de un destino diferente al suyo. Escribo esto: “Tu escepticismo, Bolaño, es el principio de la fe”. Y esta vez sí que me voy. Lejos queda el pasado, todo está por venir, atrás para siempre han quedado nuestros destinos gemelos. En cuanto a los presagios, ya decía Wilde que simplemente no existen. El destino no manda heraldos. Es demasiado sabio o cruel para hacerlo. Por eso ahora me voy. Pero me quedo. –