Tres libros: planetas, árboles, lobas

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No me gustan las listas de los mejores libros del año. Leerlas suele ser irritante, a menos que sea tu propia lista­: el gusto de los demás nunca se adapta completamente al propio y siempre quedan ganas de tachonear uno de los libros para meter otro que consideramos mejor. Escribirlas es todavía peor: se parte una la cabeza tratando de recordar todo lo que leyó en los últimos meses y descifrando si tal o cual libro fue publicado en el año en curso y puede ser, por lo tanto, incluido en la dichosa lista. (Para hacer de verdad una lista de los mejores libros del año, todo el tiempo de lectura tendría que ser dedicado a novedades. Ningún lector confiable haría tal barbaridad).

Además, para alguien que lleva cierto tiempo dedicándose al mundo editorial o rodeándose de amigas y amigos que escriben, los compromisos abundan. ¿Cómo hacer una lista absolutamente sincera, sin consideración alguna más allá de la calidad de un libro? Incluso así, ¿desde dónde juzgamos esa calidad?

En estas cosas pensaba mientras buscaba el ángulo adecuado para la última entrega del año de esta bitácora. Me interesaba que fuera un recuento, sí, pero también que se colocara bien lejos de las listas de mejores libros. No quería que hubiera ni un ápice de falsa autoridad, que a fin de cuentas no soy más que una lectora más o menos atenta, en el mejor de los casos, y en el peor de ellos ni a eso llego.

Pensemos entonces en el mejor de los casos, que para mí es la poesía, por ser el género que mejor conozco. Y aquí sí tengo algo parecido a una certeza, al menos una sospecha: este año se publicaron en México muy buenos libros de poesía. Voy más lejos, si me permiten: se publicaron en México muy buenos libros de poesía escritos por mujeres. Un poquito más: muy buenos libros de poesía escritos por mujeres en los que la naturaleza y el lenguaje científico juegan un papel importante. Quiero hablar de tres de ellos.

En Principia (FETA), de Elisa Díaz Castelo, lanza una serie de rezos ateos para aquello que no podemos ver. Los poemas de este libro no sólo se apropian del lenguaje de la ciencia para hablar de fenómenos aparentemente no científicos, también cuestionan la certidumbre que estos lenguajes imponen. ¿De qué estamos seguros, realmente? ¿Cuál es el espacio que la Verdad, con su V mayúscula tan dura, ocupa en la poesía? ¿Con qué herramientas avanzamos en un territorio del que no existe mapa alguno?

Naturalmente, no hay una respuesta para esa pregunta. O la hay a medias:

Creo en los tinacos corpulentos,

negros, en el sol que los cala y en el agua

que no veo pero imagino, quieta, oscura,

calentándose.

Tanya Huntington lanza dardos similares en Solastalgia (Almadía), un libro que por momentos se parece más a un bosque –con sonidos de insectos y hojas movidas por el viento– que a un artefacto de tinta, papel y pegamento. No por nada la autora se decidió por ese título: la Solastalgia es, según indica la portada, una forma de angustia existencial causada por el deterioro del medio ambiente. “Este poemario”, dice la autora, “traza una referencia al hecho de que la naturaleza, alguna vez tan abundante, hoy se extingue, pero mantiene una estrecha relación con la poesía desde el comienzo de la voz poética”.

Lo que más me gustó de Solastalgia es el deseo que hay en él de hablar de la naturaleza por la naturaleza misma y no como medio para hablar de nosotros. Aunque no es el primero del libro, el poema “Antropocentrismo” es una especie de declaración de principios en ese sentido:

¿Y se podrá escribir, será posible, un poema

sin personas que habiten en el centro,

en el núcleo: sin su presencia y su mirada?

Al pasar las páginas, la pregunta se repite en un constante gesto de algo parecido a la humildad: cosa que me parece esencial practicar si queremos en serio observar la naturaleza, conservarla.

Y como ya dijimos que esta no es una lista de mejores libros del año, para hablar del tercero voy a romper una regla y a incluir un título editado por Ediciones Antílope, editorial de la que formo parte. No me gusta hablar de los libros que editamos porque sé que puede verse mal, pero voy a arriesgarme a hacerlo porque, en mi cabeza, el libro en cuestión está unido a los dos anteriores.

Se trata de El sueño de toda célula, de Maricela Guerrero, un libro de poemas escrito desde el deseo de establecer lenguajes que permitan construir comunidad bajo términos distintos. Desde lo vegetal, lo mineral, lo frutal y lo animal, la autora pone sobre la mesa la posibilidad de una aproximación más compasiva al mundo que nos rodea:

Resulta que hay familias de árboles que debajo de las ramas en su lengua de átomos, moléculas y enlaces se convierten en formas novedosas de la vida: fósforo, nitrógeno, carbono; que se reparten los nutrientes, que se cuidan su crecimiento y se procuran; aunque a veces transmiten información equivocada, es el azar y la contingencia: son las células, lo que no sabemos; por eso hay que dejar ventanas abiertas.

Dejar ventanas abiertas. Si algo permite la poesía, es justamente eso: imaginar nuevas formas de relacionarnos, de estar en compañía. Por eso estos tres libros son para mí una especie de trilogía sobre la naturaleza, sí, pero también sobre cómo las personas ­–y las mujeres en particular– nos resistimos a vivir bajo un sistema que nos oprime de tantas maneras. Dicho de otro modo, una trilogía sobre el derecho a la vida pero a la vida de todas y todos, planetas, lobas y árboles incluidos.

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(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).


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