Para una teoría de la composición

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Orozco, Gabriel; Materia escrita, ERA, México, 2014. 384 pp.

 

A finales de 2006, ante la mayor exposición de Gabriel Orozco nunca presentada en el país, tuve una experiencia que afectó directamente mi visión sobre el artista y aún sobre la vida misma. Luego de ver las salas del Palacio de Bellas Artes abarrotadas con una parte significativa de su obra, me dejó absolutamente estupefacto conocer las decenas, sino es que eran centenas, de sus cuadernos de trabajo; pequeños fragmentos de una obra inconclusa en los que podía corroborarse una titánica capacidad de laburo aunada a una búsqueda formal que movía, desde el inicio, a la fascinación y el celo. Las libretas demostraban años de una labor metódica y proteica desde la intimidad de ese estudio portátil que son los cuadernos de cualquier artista, pero que vistos en serie daban una idea de las muchas horas de reflexión y trabajo sostenido que un creador conceptual de su estatura invertía en sus proyectos: nunca como entonces comprendí que el prestigio de los grandes, mal que le pese a sus detractores, tiene que ver con la solvencia y el esfuerzo.

Pese al fuego de alto calibre con que suele debatirse de la legitimidad del arte contemporáneo en medios mexicanos –con argumentos oscilantes entre la descalificación y el tedio– es un hecho irrebatible que las relaciones que suscita, los ejes que establece y los sentidos que propone son un manantial de ideas que ayudan a comprender los resortes de la creatividad, pese a que las explicaciones al respecto de su objeto de estudio se encuentren condenadas al conflicto de las interpretaciones. Por ello, para evitar el albañal de los dimes y diretes, me conformaré por ahora con asegurar que si el arte es, como supo Adolfo Sánchez Vázquez, forma, contenido, materia sensible y fuerza de trabajo, la obra de Gabriel Orozco es ya un instante insoslayable del arte contemporáneo. 

La selección de sus cuadernos titulada Materia escrita da cuenta de una de las obras esenciales que han impactado de manera global tanto el estado del arte como las veleidades mercado, ambos indisociables y complementarios. La relevancia del libro radica no solo en el conocimiento de la circunstancia histórica y las ideas que gestaron obras como DS, Caja de zapatos, Pelota ponchada, Tapas de yogurth o Papalotes negros, sino sobre todo porque permiten comprender con palabras inconexas el entramado de una idea.

Los cuadernos de Orozco, más que escritos, son esculpidos. De ahí su carácter fragmentario e inconcluso: una obra inacabada. Pero a diferencia de los cuadernos típicos de un escritor, los suyos son notas sueltas que devienen paisajes, confesiones: “trabajo mejor cuando no me siento obligado a demostrar nada. Trabajo mejor cuando los motivos de mis actos son un misterio, cuando yo mismo desconozco los motivos de mis actos. Cuando preveo en el resultado que yo habré desaparecido”. Hay en sus páginas la sabiduría de quien conoce el peso de las ausencias antes de volverlas plastilina: “lo que está vivo está demasiado cercano para ser fotografiado. Saldría desenfocado. Yo solo fotografío lo muerto”.

A poco de leer el libro es evidente que se trata de la obra de un poeta, pero de los que trabajan con las manos. Por eso la asunción de la materia: las palabras son el tiempo que se esculpe.

Registro de un viajero impenitente –el narrador brinca de una línea a otra a Delhi, Berlín, México, Nueva York, Islandia, Tlapan, Zurich, Amsterdam y Turín– sus viajes son los de un Marco Polo de la mente. Se trata de un libro de viajes siderales donde, además de citar profusamente a Borges, se detiene a las 5 de la tarde un día de 1995 frente a la tele para seguir el juicio a O.J. Simpson.

Además de la recurrencia de la luz y la presencia sólida del polvo, es encomiable la continuidad de un bastardeado género literario –los diarios de artista– donde se escucha la potencia de un aliento lírico, haciendo literatura de ideas que no buscan su desarrollo destejiendo la prosa, sino apenas plantado la semilla: “las frutas son un medio de transporte. Contenedores de semillas para la reproducción y la sobrevivencia. Para el movimiento y el desplazamiento de la especie. Producción y medios de transporte: frutos públicos, fruta política y sexual”.

El libro es un el evangelio de la luz porque Orozco es pura fotosíntesis. Se trata de una obra de método expresada de manera orgánica, a la manera del musgo que se esparce sobre la piedra. Por ello da la sensación, reforzada por las imágenes, de que el libro tiene vida, no animal sino cosa animada: “el libro como objeto nunca me ha interesado. Prefiero pensar el libro como una nave espacial que transporta organismos que no siempre entiendo”.

Ya se sabe: ningún texto quiere ser escrito: nada quiere salir de la nada (“no quiero trabajar. Pero si quiero trabajar. Pero no quiero trabajar. Quiero pensar, dibujar, comer, caminar, platicar. No quiero producir, construir, quiero vacío con luz”). Escribir es trabajoso porque se esculpe la realidad a través de las palabras, creación de formas dentro del mar de la insignificancia: “lo poético es lo tranquilo. Como ver un muerto sin ver el accidente. Es el estado inmediato después de la acción. La estela de agua. Inmediatamente. No es la acción, no es la palabra pronunciada, sino el viento cuando se la está llevando. Es el eco”.

Con este libro, que en realidad es un gabinete inagotable –el privilegio de las obras fragmentarias es que no terminan nunca– es posible aspirar a la construcción del sentido a partir de lo que resta, los derelictos del naufragio que indican un contorno posible, la de lo roto y lo ausente: “no componer con los objetos, sino haceros presentes de la forma más evidente. Descubrir las cosas como fueron depositadas al azar. Casualidad. Acumulaciones imprecisas. No componer. Dejar descompuesto”.

 

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