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Desde hace medio siglo, el cantante estadounidense Art Garfunkel (aquel del dúo Simon and Garfunkel) lleva un registro minucioso de los libros que lee. Un registro público: la web personal del artista incluye una sección llamada “Biblioteca”, en la que se puede consultar el listado completo de sus lecturas desde junio de 1968 —cuando él tenía veintiséis años— hasta ahora. El primer título de la nómina es Las confesiones, de Jean-Jacques Rousseau. El último, al momento en que escribo estas líneas, Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez.
La base de datos incluye varias categorías. Además del título y del autor del libro, indica el mes y el año de la lectura, el año de la publicación del libro y el número que este ocupa en el listado. Relato de un náufrago es el número 1.281, de modo tal que, en promedio, Garfunkel lee unos veinticinco libros al año. Una buena cifra, desde luego, muy por encima de lo que se lee cualquier persona, en promedio, en sociedades como las nuestras. La lista incluye clásicos como Guerra y paz, Moby Dick, Gargantúa y Pantagruel y el Ulises.
En su ensayo Contra la lectura, de 2008 (publicado en castellano este año por la editorial Blackie Books), la británica Mikita Brottman habla de la “biblioteca” de Garfunkel y va más allá de la mera curiosidad que despierta. Se pregunta, por ejemplo, si el cantante solo ha leído libros que recibieron el beneplácito de la crítica o si nunca dejó un libro por la mitad. Si lo hizo, la web no lo aclara. Pero “lo más revelador”, dice Brottman, “no son los libros que aparecen en la lista, sino los que no aparecen”. Destaca el hecho de que, si los de la lista son efectivamente todos los libros leídos por Garfunkel, solo había leído cuatro o cinco libros de poemas, siendo él mismo un poeta. De hecho, una de esos cuatro o cinco libros de poemas era de su propia autoría. Y no leyó nada para prepararse para el parto de su esposa, ni tampoco después nada que pudiera compartir con su hijo.
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La pregunta más grande de todas, me parece, es qué lleva a una persona a hacer públicas sus lecturas. La primera respuesta que se me ocurre es la de un jactancioso exhibicionismo. La actitud de alguien que necesita decir: “Miren todo lo que he leído”. Brottman opina algo parecido: “El completismo de Garfunkel sugiere una tendencia hacia una ostentosa prepotencia […] Garfunkel parece haber alcanzado las fases más avanzadas del ‘síndrome de sir Elton’, que se caracteriza por la insistencia de que una estrella del pop es mucho más que eso […] Es, por encima de todo, un intelectual”.
Es cierto que a casi todos los lectores nos gusta hablar de nuestras lecturas. En blogs, en las redes sociales y en otros espacios solemos comentar “estoy leyendo esto” o “he leído aquello”. Si bien en estos casos también puede haber un cierto deseo de mostrarse, un afán de presumir, creo que se trata de una actitud más cercana a la búsqueda de entablar una conversación. Como si estuviéramos incitando a que nos hagan preguntas sobre nuestras lecturas. A menudo respondemos a esas preguntas sin que nadie nos las haya formulado: en eso consisten, de alguna manera, muchas de las reseñas y otros apuntes de lectura que publicamos en la web.
Pero está claro, de todas formas, que comentar “he leído aquello” o “estoy leyendo esto” es bien distinto de publicar en tu sitio personal un listado de más de mil libros y ufanarte allí mismo de ser un “lector voraz”. Sin mencionar el hecho de que para publicar ese listado hace falta elaborarlo. Es decir, no solo es necesaria la pedantería: también se requiere de un espíritu un poco maniático y un poco obsesivo que te lleva a apuntar todos los libros que has leído a lo largo de tu vida.
Yo tengo uno de esos espíritus.
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Empecé más tarde que Garfunkel: a los treinta. O sea, hace diez años. Mi lista (en formato Excel) no incluye el mes en que leo cada libro, aunque sí el año. Tampoco refiere el año de su publicación original. Sí, en cambio, anoto la nacionalidad del autor, el género al que el libro pertenece y cómo me llegó (si lo compré, si me lo regalaron, si me lo prestaron). Y, al igual que el de Garfunkel, el número total de libros. El último mío, al momento en que escribo estas líneas, es precisamente Contra la lectura, de Mikita Brottman. Lleva el número 520.
Jamás se me ocurriría hacerlo público. No solo por lo fea que me parece la ya señalada fanfarronería del “miren todo lo que he leído”. Hay una razón mucho más básica: ¿a quién le podría interesar lo que leí? Creer que el listado total de mis lecturas le podría importar a alguien constituye, creo, otra forma de vanidad. Y otro motivo más: el pudor. No es que me avergüence de mis lecturas (aunque al repasar mi lista no puedo evitar preguntarme por qué demonios malgasté tiempo de mi vida en ciertos bodoques de tinta y papel), pero mostrar lo leído implica exponerse demasiado. Si tu biblioteca es un retrato, una radiografía, un mapa de tu alma, también lo es la biblioteca imaginaria compuesta por todos los libros que has leído aquí y allá. Las impresiones tan vívidas de tu persona, es mejor reservarlas para la intimidad.
Tengo algunas reglas. Las enunciaré porque podrían responder a hipotéticos cuestionamientos como los que Brottman le hace a Garfunkel: 1) Solo incluyo en mi lista los libros que he leído completos. 2) Los añado cuando los termino, sin importar cuánto tiempo atrás los haya comenzado. A veces pasan años entre el inicio y el final de mi lectura de un volumen. 3) Si releo un libro completo, lo vuelvo a incluir.
Mi promedio de libros leídos por año apenas supera los cincuenta. Me parece poco. Quisiera que fuera muy superior. “Soy un lector lento, pero con una media anual de setenta u ochenta libros”, apuntó Stephen King en Mientras escribo. Y aconsejaba esas cifras mínimas para quienes se dediquen a escribir. Yo soy más lento que él. O tengo (o me hago) menos tiempo para dedicar a la lectura. También es cierto que mucho de lo que leo no son libros: artículos en la web, revistas, apuntes que circulan en otros formatos. Y con mucha frecuencia leo o releo muchas páginas de libros (cuentos, ensayos, partes de novelas), por trabajo o por placer, lecturas fragmentarias que no van a parar a mi lista. A veces siento que me digo todo esto para excusarme o consolarme de no leer más libros. Probablemente haya un poco de todos estos elementos.
Hace poco añadí una nueva categoría a mi listado: una casilla en la que pongo una X cuando el libro corresponde a una autora mujer. Solo 65 de esos 520 libros son de autoras mujeres. Un 12,5 por ciento. Este dato sí que me avergüenza un poco. Es el resultado de haber nacido y vivido en sociedades patriarcales como las nuestras. Como escuché decir a alguien hace poco: los hombres somos, en el mejor de los casos, machistas en proceso de rehabilitación. Como parte de mi proceso, intento, desde hace tiempo, subir ese porcentaje. Espero lograrlo.
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Me gusta mucho llevar el registro de los libros que leo. Me resulta una forma muy útil de tener presente qué ando leyendo y qué no, qué épocas proporcionan lecturas más prolíficas, me recuerda qué itinerarios he recorrido, por cuáles sería mejor que no me vuelva a adentrar. Tanto me gusta que, pese a no ser muy afecto a las recomendaciones, lo recomiendo. Un amigo, después de que le hablara de mi lista, comenzó a llevar la suya, y también está contento de hacerlo. Se trata, sobre todo, de una forma de enfrentarse al olvido. A la larga, está claro, el olvido ganará la batalla. Pero mi pequeño archivo de Excel es una bitácora que me ayuda a disfrutar más de mi viaje por entre los libros. En última instancia, creo que eso es lo mejor a lo que podemos aspirar.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.