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Una dedicatoria de puño y letra del autor hace de un libro un objeto único. La firma le da al ejemplar un aura del que, por definición, carece. Lo distingue de los cientos o miles de volúmenes iguales que salieron de la imprenta junto a él. Lo convierte en una pieza de colección, un objeto de deseo, un tesoro. El mercado lo sabe: los libros autografiados por su autor son más caros. A veces se pagan por ellos auténticas fortunas.
Pero esas fortunas se pagan, por supuesto, cuando se trata de obras de escritores muy reconocidos. En otros casos, la incidencia de una dedicatoria del autor en el precio del libro puede resultar casi imperceptible. Hace un par de años compré, en una tienda de usados de Buenos Aires, un ejemplar de la novela La máquina de escribir dedicada por su autor, Juan Martini, por el equivalente de unos 4 dólares. ¿Habría sido mucho más barato sin la firma? En la portada, el volumen tenía –y sigue teniendo– una pegatina que reza: “Ejemplar autografiado”. Lo cual significa que algún librero se tomó el trabajo de mandar a imprimir autoadhesivos con esa leyenda. Si todas fueron usadas para ventas como esta, no parece haber sido un reclamo publicitario demasiado relevante.
La caligrafía de Martini podría envidiarla cualquier estudiante de medicina, pero parece que claro que dice su apellido y abajo agrega: “Bs As, X 96”. Dado que el libro se terminó de imprimir en agosto de ese mismo 1996, podemos asegurar que el ejemplar fue rubricado casi recién salido del horno. Quién sabe en qué contexto y para quién lo firmó Martini, quien con el tiempo se convirtió en un autor injustamente olvidado. Murió hace cuatro meses, a finales de abril, a sus 75 años. Tal vez en algún momento alguien lo “redescubra” y su obra se revalorice, y este ejemplar autografiado que tengo aquí conmigo sea también para el mercado, y no solo para mí, una joya.
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Por lo general, los lectores “comunes” valoran mucho todos los libros autografiados que poseen, dado que le llegan de dos maneras: o los compraron ya firmados (como yo con el libro de Martini) y la presencia de la firma hace que los valoren de un modo especial, o los llevaron hasta el autor para obtener la dedicatoria. Pero esto cambia cuando uno se convierte en un lector “prestigioso”: empieza a recibir libros dedicados pero no deseados, de parte de escritores que anhelan ser leídos y recomendados aquí y allá. En ocasiones, esto da lugar a historias curiosas.
Una de las más célebres la contaba el escritor argentino Juan Filloy. Poco después de la publicación, en una edición de autor, de su novela ¡Estafen!, de 1932, le envió un ejemplar a Borges. “Se la dediqué, como se usaba entonces: ‘Con afecto, Juan Filloy’”, detalló en una entrevista. Tiempo después, en una tienda de usados, encontró un ejemplar de esa misma novela. “Me resultó muy raro –explicó–, porque yo hacía ediciones solo para los amigos. Cuando lo abrí, encontré con sorpresa la dedicatoria. ¡Era el libro que le había regalado a Borges!”.
Cualquiera en tal situación podría ofuscarse, amargarse, reclamar… ¿Qué hizo Filloy? “Compré el libro, me volví para casa y se lo mandé otra vez de regalo. Abajo de la primera dedicatoria, escribí otra: ‘Con renovado afecto, Juan Filloy’”.
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No hace mucho supe de una historia parecida. El escritor A le escribe al lector B para ofrecerle el envío de su más reciente novela. Tiempo atrás, el escritor A ya le ha enviado una de sus anteriores novelas al lector B. No sabe si la leyó o no, pero no le importa: quiere hacerle llegar su última novela de todas formas. El lector B responde que con gusto, cómo no, puede enviársela a la una dirección en la calle C.
Antes de efectuar el envío, el escritor A busca su novela anterior en una web de venta de libros usados. Con sorpresa, descubre que un ejemplar se vende más caro porque está dedicado por el autor –es decir, nuestro escritor A– para el lector B. ¿Dónde está ubicada la librería? En la misma calle C, no muy lejos de la dirección indicada por nuestro lector B.
Cualquiera en tal situación podría ofuscarse, amargarse, reclamar… o al menos dar marcha atrás en su decisión de enviar la novela nueva. ¿Qué hace nuestro escritor A? Nada. Mejor dicho: no había hecho nada hasta el momento en que me contaron la historia. Pero algo iba a tener que hacer. Ojalá se lo haya tomado con la templanza y la gracia del bueno de Filloy.
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Para ciertos autores, estampar una dedicatoria en alguno de sus libros puede no resultar cosa fácil. Sobre todo cuando se lo pide un amigo o alguien de mucha confianza que exige un texto “personalizado”, “no lo que les decís a todos”. Además muchas veces debe hacerlo enseguida, sin tiempo para pensar, obligado a hacer lo que no hace nunca: escribir en público. El pánico de la hoja en blanco puede atacar también en esas circunstancias.
Por otra parte, ¿qué pagina firmar? ¿La primera, la página en blanco llamada de cortesía? ¿La impar siguiente, que por lo general solo incluye el título del libro? Alguien me explicó que entre los ingleses existe la tradición de no firmar ninguna de esas dos, sino la que viene después, en la que suelen aparecer el título del libro y también el nombre del autor y la editorial. Me dijeron también que los autores tachan su propio nombre con el bolígrafo. No tengo, ni recuerdo haber visto, ningún libro dedicado por un autor inglés. Quizás algún lector de este artículo pueda corroborar tal versión. El caso es que se podría firmar cualquier página del libro. ¿Por qué pensar que se debe firmar siempre al principio? Tal vez exista algún autor excéntrico que escriba sus dedicatorias siempre en los márgenes de la página 39.
Hay, además, dedicatorias crípticas. “Cristian: en la tranquera” fue todo lo que me escribió Alejandro Dolina –además de su firma– en un libro suyo hace más de dos décadas. Pasé años tratando de entender lo que había querido decir, hasta que me resigné a pensar que era una especie de saludo. Se me ocurre ahora que podría ser otra cosa. Por ejemplo, una parte de un texto más largo, un texto que solo adquiriría sentido si se reuniera con los demás fragmentos, escritos ese mismo día, en la misma presentación. Es improbable, pero no imposible. Los artistas son inescrutables.
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Mi biblioteca atesora algunos ejemplares dedicados por sus autores. No muchos. La mayoría, de amigos y conocidos. Durante años estuve convencido de que pedir a los autores que me firmaran sus libros era una señal de frivolidad, de cholulismo. Fue un pecado: debido a eso, perdí la oportunidad de tener libros firmados por autores a los que admiro, a quienes pude habérselo pedido, a muchos de los cuales ya no se lo podré pedir porque han muerto. Sé que es un detalle menor, una trivialidad, una cuestión de fetichismo. Pero ¿no somos acaso fetichistas los lectores que amamos los libros de papel y consideramos nuestra biblioteca un pedazo fundamental de nuestra vida?
Por eso, desde hace tiempo, asumí una actitud que también recomiendo a los demás: ante la duda, correr el riesgo de quedar como un cholulo antes que el de perder una buena dedicatoria. Una pequeña nota manuscrita que convierta al libro en una pieza de colección, un objeto de deseo, un tesoro que nada tiene que ver con lo económico. Como la que me escribió una escritora amiga hace unos días: “Para Cristian, con quien he vivido aventuras de choluleo intelectual inolvidables (¡Sarlo y Altamirano en Las Violetas!)”. En efecto, acababámos de ver a Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano tomando un café en la tradicional confitería Las Violetas, de Buenos Aires. Una nota manuscrita que es casi la página de un diario íntimo compartido y, al mismo tiempo, una muestra de afecto que no necesitará ser renovado.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.