Desde que en 1920 apareció por primera vez la palabra “robot” en la obra de teatro Robots Universales Rossum, del escritor checo Karel Čapek, nos hemos ido contando la misma historia generación tras generación sobre nuestra problemática relación con ellos. La plantilla, de manera resumida, es la siguiente: los humanos, cansados de trabajar, creamos a los robots para que lo hagan por nosotros. Poco a poco estos desarrollan su propia conciencia y propósito, se rebelan contra la humanidad y se inicia un inevitable y destructivo conflicto. Separadas por más de cien años, en esencia no hay diferencia entre la obra de Čapek y una película reciente y de mala ejecución como The Creator.
Cabe preguntarse por qué ha variado tan poco nuestra representación de los robots en la ciencia ficción después de tanto tiempo. Para empezar a encontrar respuestas puede ayudar centrarnos en nuestra principal motivación para crearlos, que tiene que ver con nuestra siempre complicada relación con el trabajo, pero también más allá de eso. A fin de cuentas, la palabra que inventó Čapek para su obra teatral viene del checo robota, que significa “trabajo forzado” o “servidumbre”. En otra lengua eslava como el ruso la palabra rab significa, directamente, esclavo. Tanto en la ficción como en la vida real, el desarrollo del robot perfecto parece no ser solo un anhelo por liberarnos de todo tipo de trabajo, sino de hacerlo mediante la dominación en un época donde la humanidad, reconociendo que no es ni ética, ni deseable ni práctica, tiene todavía cierta añoranza inconsciente de la esclavitud (porque siempre nos imaginamos como los amos).
La robótica vendría a ser algo así como la materialización de una especie de esclavitud ética (soy consciente del oxímoron), porque aquello a lo que ordenamos y obligamos a trabajar es, realmente, una cosa sobre la que de momento no tenemos razón objetiva para mostrar empatía. Como siempre pasa con la ciencia ficción (y algo con lo que el maestro psicológico del género, Stanislaw Lem, estaría de acuerdo) aquello que elegimos representar y cómo lo hacemos dice más de nosotros que de lo representado. A la vista de que seguimos representando a los robots en la ciencia ficción de masas como esclavos que tememos que se rebelen, hacemos evidente aquellas partes menos deseables de nuestro carácter.
La secesión de los robots
Por esto mismo, es refrescante y loable observar algunos intentos, pequeños e irregulares, de representar a los robots desde otro ángulo, e inevitablemente por extensión nuestra relación con el trabajo, cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo tratamos a los demás. Un ejemplo reciente lo podemos encontrar en la bilogía Monje y Robot, de la escritora estadounidense Becky Chambers. La autora nos sitúa en una utopía postrobótica en la que la humanidad logra vivir en equilibrio consigo misma y con el planeta. Los robots, que nuevamente habían servido a los humanos, toman conciencia de sí mismos y deciden separarse. Sin dramatismo, resentimiento ni violencia. Y sin propósito. Simplemente se marchan con una educada carta de despedida y desde entonces, con el paso de los siglos, su existencia se vuelve una leyenda para los humanos. Hasta el día en el que Dex, la protagonista (o el protagonista, porque ambas novelas están escritas en lenguaje inclusivo), se encuentra con el robot Onfalina en un bosque. Las charlas que mantienen llevan a este último a decirle a Dex, monje cuyo trabajo consiste en escuchar a la gente pero que aún así no tiene claro el propósito de su vida, lo siguiente:
Eres un animal, hermane Dex. No sois distintes u otra cosa. Sois un animal. Y los animales no tienen un propósito. Nada lo tiene. El mundo existe sin más. Si quieres hacer cosas que sean significativas para otra gente, ¡pues vale! ¡Bien! ¡Yo también quiero hacerlas! Pero si quisiera arrastrarme por una cueva y observar estalagmitas […] durante el resto de mis días, eso también estaría bien y sería válido. No dejas de preguntar por qué tu trabajo no es suficiente y no sé cómo responder a eso, porque es suficiente existir en el mundo y maravillarte por él. No necesitas justificarlo ni ganártelo. Tienes permiso para vivir sin más. Eso es lo que hacen la mayoría de los animales.
Aspiramos a seguir mejorando nuestras condiciones de vida para dejar atrás definitivamente la mera supervivencia (junto a la necesidad de dominación asociada a ella) y tener otro tipo de existencia menos ligada al trabajo como fuente de sentido. Por eso esta cita, pronunciada por un robot que trasciende el propósito laboral para el que fue concebido, refleja bien nuestro tiempo. Principalmente porque ayuda a liberarnos del miedo milenario al esclavo resentido que, obligado a trabajar, se rebela y quiere hacernos daño. Para dejar de temer a los robots primero es necesario que dejemos de imaginarlos para el fin para el que fueron creados.
Pero sería apresurado pensar que la forma en la que autores como Becky Chambers empiezan a representarlos es la última y definitiva. Solo ahora que la inteligencia artificial y la robótica están empezando a salir de su infancia es cuando la ciencia ficción que los representa también puede empezar a hacerlo, y el suyo es un paso más en esa dirección. Si nos cuesta saber por dónde seguir siempre puede servirnos de inspiración ese escritor colosal, también checo, al que siempre volvemos y reinterpretamos cuando buscamos indagar en los interrogantes de nuestra época, Franz Kafka.
En una obra teatral de hace una década, por ejemplo, se adaptaba La metamorfosis sustituyendo al insecto en el que se convierte Gregorio Samsa en la novela por un androide. Por supuesto, la compañía teatral tras la obra era de Japón, uno de los países que mantienen uno de los vínculos más largos y estrechos con la robótica. Que la hayan abrazado de manera tan amigable y abierta, manteniendo al mismo tiempo una de las relaciones con el trabajo menos sanas del mundo contemporáneo, es una de esas contradicciones que desde la ciencia ficción serían dignas de abordarse.