Foto: Soeren Stache/DPA

Encuentros con Martha Argerich

Una semblanza y un agradecimiento a una de las mayores pianistas vivas.
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La Habana, mi ciudad natal, es una tierra donde brotan los talentos de todo tipo, en especial de la música, pero no existe un interés real por educar y desarrollar las competitividades en esta disciplina. En Cuba no hay tiendas que vendan discos de música de concierto internacional, instrumentos ni partituras. En este desfavorable contexto y en pleno “período especial”, esa etapa crítica que sobrevino tras la caída del bloque socialista, alguien tuvo en el año 2000 la iniciativa de proyectar en la Sala Caturla del Teatro Auditórium Amadeo Roldán –un espacio emblemático de la música en la isla, hoy lamentablemente en ruinas– los videos de tres conciertos donde figuraba Martha Argerich.

Siendo yo una niña de 10 años, volcada en mis estudios de piano en medio del ambiente de limitaciones ya descrito, ver la imagen de esta mujer pianista, latinoamericana, con esa gran potencia, energía y virtuosismo, abordando a los compositores que tanto yo amaba ‒en obras como los Funerales de Liszt, el concierto de Schumann y los Jeux d´eau de Ravel‒ fue fundamental. A partir de este encuentro con ella, existe un antes y un después para mi conciencia en la música.

Martha Argerich cumplió 82 años el pasado 5 de junio. De ascendencia catalana por la parte paterna y judía ucraniana por el lado materno, nació en Buenos Aires en 1941, con una suerte de estrella en su frente. Niña prodigio, mostró su enorme talento desde los 2 años, cuando tocó de oído, en el piano del jardín de niños al que asistía, las canciones que allí le entonaban. Esta fue la razón por la que sus padres encaminaron su aprendizaje del piano. A los cuatro años se presentó por primera vez en público e impresionó por su extraordinaria digitación y musicalidad. Desde los 6 y hasta los 14 años estudió con el pedagogo Vicenzo Scaramuzza, uno de los fundadores de la tradición pianística argentina y formador de solistas como Bruno Leonardo Gelber, Daniel Levy, Mauricio Kagel y Enrique Baremboim (padre de Daniel).

Impulsada por la beca que el presidente Juan Domingo Perón le otorgó después de escucharla en su residencia, así como por los empleos que les concedió a sus padres ‒aunque eran antiperonistas‒ en la embajada de Argentina en Viena, la joven adolescente pudo estudiar con Friedrich Gulda, un extraordinario intérprete de música clásica cuyo comportamiento poco convencional Argerich admiraba, y que también fue maestro de figuras como Claudio Abbado. Con posterioridad, los pianistas y profesores Madeleine Lipatti y Nikita Magaloff también participaron en su formación en Ginebra.

Los primeros triunfos internacionales de Argerich fueron el Premio Busoni de Bolzano y el concurso de Ginebra, cuando tenía 16 años. A estos eventos siguieron numerosos compromisos y un periodo de tribulaciones que inició a los 20, cuando se recluyó en un pequeño apartamento en Nueva York, alejada del piano. Padecía de miedo escénico, la vida del virtuoso en el campo de la música clásica la sofocaba. Amaba el piano, pero no sabía cómo dedicarse a ser solista. Le asustaba la soledad que significaba para ella esa profesión. “Un solista vive solo, toca solo, duerme solo. Y eso es muy poco para mí”, ha dicho en varias oportunidades. Sufría de insomnio, daba largas caminatas por Manhattan entre la multitud y trabajaba como secretaria para subsistir.

Gracias al cobijo, guía y admiración del importante pianista y maestro Stefan Askenase, Argerich logró salir de esta crisis y en 1965, a los 24, se catapultó con el primer premio en el Concurso Internacional de Piano Frèdèric Chopin en Varsovia, siendo la primera latinoamericana en obtener ese lauro. Sus excelentes interpretaciones de este compositor polaco prevalecieron sobre la posible discriminación misógina y racial ‒por su origen latino‒ que aún hoy se da en este arte.

Genio, figura, musa y varias diosas en ella –para mí una especie de mezcla entre Palas Atenea y Afrodita, por la mixtura de sabiduría, habilidades artísticas, belleza y sensualidad–, su carisma, personalidad, inteligencia y aura se traslucen cuando uno es capaz de apreciar su arte, dotado de una mezcla muy particular de virtuosismo técnico e interpretativo. Argerich maneja con la sutileza de una orfebre su extraordinaria técnica de digitación, para desentrañar y comunicar con claridad, coherencia y una gran paleta de matices la diversidad de ideas y emociones de la retórica musical de las obras que interpreta. Esto puede apreciarse en cualquiera de sus ejecuciones. Sin embargo, esta deidad del piano es también una mujer de carne y hueso, con emociones encontradas, incertidumbres y recelos.

El apasionante documental Bloody daugther (2012), escrito y dirigido por Stephanie Argerich, la menor de sus tres hijas (cuyo padre es otro de los grandes intérpretes del piano del siglo XX, Stephen Kovacevich), retrata algunas interioridades de la vida de la pianista. En un momento, la hija cuenta la angustia y el agotamiento síquico que le provocó su madre la primera vez que la acompañó a uno de sus conciertos. “Todo es muy solemne, muy dramático, no me gusta, me siento rara, tengo fiebre, no quiero tocar”, Martha repitió durante todo el tiempo previo a la entrada al escenario. El estreno de esta película provocó una gran conmoción en el público melómano: aunque ya eran conocidos sus desplantes antes de salir a tocar, reveló su vida privada turbulenta y desordenada y su complicada relación con las hijas, opuesta a la de una madre ejemplar, en buena medidas por su dedicación al piano y sus continuas actuaciones, giras y compromisos internacionales.

Aun así, Argerich es una protectora de los jóvenes talentos, pianistas o artistas de cualquier otra rama. Siempre está atenta a escuchar nuestras inquietudes en la larga y ardua travesía de nuestra carrera. Entre los noveles pianistas que ha cobijado y ayudado están algunos que ocupan ya un lugar cimero en el piano: Lilya Zilberstein, Nelson Goerner, Karin Lechner, Sergio Tiempo, Mauricio Vallina, Dong Hyek Lim y Gabriela Montero, por mencionar solo algunos. Además, por medio del concurso internacional y festival que lleva su nombre y que creó en 1999, Argerich ha ayudado a jóvenes músicos argentinos, ya sea consiguiendo becas de estudio para Europa o posibilitando la realización de conciertos y festivales. También es madrina del Programa Social de Orquestas Infanto-Juveniles del Ministerio de Cultura de Argentina.

A veces me pregunto si los jóvenes europeos saben lo que tienen al alcance, pudiendo admirar de cerca a esta maravillosa pianista. He constatado en mis viajes que la respuesta es un rotundo no. Para mí han transcurrido más de dos décadas de haberla descubierto y no pasa un solo día en el que no regrese a su música.

Nunca imaginé tener la enorme fortuna de poderla escucharla en vivo, ni conocerla, algo que sucedió muchos años después de mi salida de Cuba, en 2013. Hace pocos años tuve la oportunidad de verla y oírla tocar en una presentación privada en Suiza. Poder disfrutar a pocos metros de distancia de la fuerza de sus interpretaciones, la amplia gama de colores que explota en el instrumento, su virtuosismo, pasión y entrega, fue para mí una experiencia inolvidable.

Constantemente vuelvo a Argerich y su arte. Su fuerza, espiritualidad y maestría hacen que cada una de sus grabaciones sean un oasis de belleza, pasión y calma para mis oídos, porque transmite la profundidad de las más variadas emociones, con soltura y ligereza. Las vicisitudes de mi día a día desaparecen con solo verla y escucharla. Hace unas semanas volví a buscar el tercer concierto para piano y orquesta de Rachmaninov interpretado por ella. No pude evitar llorar al escuchar el principio, quizá llevada por una latente melancolía que me transportó a esa niña que comenzaba con tantos sueños, ilusiones, expectativas y esperanzas.

El recuerdo de los Jeux d´eau de Ravel y Funerales de Liszt en sus manos, de la emoción que me embargó aquella tarde en La Habana hace más de veinte años, seguirán presentes a lo largo de mi vida. Querer ser como ella, lograr algo similar a esa trayectoria maravillosa que nos ha regalado, son los deseos por lo que muchos pianistas pasamos en los años iniciales de esta carrera. Desafortunadamente estos anhelos son muy difíciles de lograr y pierden sentido en la actualidad, marcada por la mediocridad, desidia y decadencia de las instituciones culturales.

Hace ya varios años la vida de Argerich se divide entre Bruselas y Ginebra, donde viven dos de sus tres hijas. Uno esperaría que una artista de su talla se presentara con las más reconocidas orquestas en las grandes metrópolis, pero no es su caso. Ella prefiere compartir su música en las pequeñas urbes, con las agrupaciones, los músicos y las personas que desea. Su agenda de trabajo es cada vez más selecta, toca con quien quiere y cuando quiere, sobre todo con sus amigos más queridos, entre los que se hallan Daniel Baremboin, Nelson Freire, Mauricio Vallina, Lilia Zilbersteien y Gabriela Montero. Quienes hemos podido escucharla y valorar la significación de su arte, solo sentimos hacia ella amor, gratitud y admiración. Mis encuentros con ella me cambiaron la vida. ~

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Ana Gabriela Fernández (Cuba-México) es pianista. Graduada de maestría y doctorado con mención honorífica en la UNAM. Ha obtenido diversos premios en certámenes nacionales e internacionales. Ha realizado numerosos recitales y conciertos en Cuba, Estados Unidos, Canadá y México.
Ha sido becaria del Belgais Center for Arts con Maria Joao Pires, en Castellón Branco, Portugal y de la OAcademy (2022), con la pianista venezolana Gabriela Montero. Funge como coordinadora institucional del sitio Zona Paz y es candidata al posdoctorado en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM.


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