Hay una corriente del feminismo que se presenta a la sociedad como la sermoneadora sádica de las mujeres. Más concretamente, de aquellas que se atreven a ser libres sin pedir permiso, asumiendo los valores feministas, pero sin rechazar la feminidad, la seducción, la sensualidad o el goce. Primero fueron las prostitutas, luego las actrices porno, después las artistas (léase Cristina Pedroche y todas aquellas otras que se subieron al yate con C.Tangana). Ahora le ha tocado a Chanel, la representante de España en Eurovisión 2022.
Chanel, que ya fue cuestionada por el público tras su polémica elección en el Benidorm Fest, se enfrenta ahora a una jauría de militantes feministas, que busca avergonzarla y repudiarla por lo que hace o no hace con su cuerpo. En términos generales, se acusa a la artista de bailar para los hombres, de que su show es un ejercicio de cosificación o de que la canción que interpreta normaliza o incita a la prostitución (sí, como si la canción Tengo un tractor amarillo de Zapato Veloz incitara al público a ser agricultor en la España vacía, ¿se imaginan?). El delirio ideológico también es un compromiso político.
Tan vergonzosas, berreantes y simplistas son estas críticas que quizá ha llegado el momento de hablar, sin tabúes, de que existe un feminismo tóxico. Sí, un feminismo que ha desvirtuado la libertad individual de las mujeres sobre su propio cuerpo y que las somete a una continua vigilancia moral y social, dependiendo de los centímetros de piel que enseñen, lo sexy que se muevan o lo deseables que se muestren en el espacio público.
Tradicionalmente, han sido la familia, el Estado o el fundamentalismo religioso quienes afeaban o censuraban la sexualidad de las mujeres. Si bien los posicionamientos reaccionarios sobre el comportamiento sexual de las mujeres no han sido una excepción dentro del feminismo. Aunque no es el objetivo de este texto hacer una apreciación extensa sobre el legado puritano dentro del movimiento feminista, sí que es importante resaltar que el abordaje de la sexualidad de las mujeres ha provocado grandes cismas y desasosiegos en sus filas. Esto, por tanto, no es nada nuevo, pero resulta cansino que la moralina continúe teniendo un papel privilegiado en el discurso feminista.
La ambigüedad con respecto al cuerpo, el deseo o la sexualidad que se respira dentro del movimiento feminista responde a la existencia de dos paradigmas: uno, que sostiene que el sexo es culpable hasta que se demuestre lo contrario, enfatizando el peligro sexual, el control de la sexualidad masculina y la vigilancia sobre la expresión de la sexualidad femenina; y otro, que trata que la sexualidad y el placer se liberen de la culpa y la vergüenza, animando a las mujeres a la exploración y al empoderamiento erótico como sujetos. Es decir, este último modelo trasciende la idea de que la sexualidad es exclusivamente un ámbito opresivo para las mujeres, marcado por la victimización sexual y la brutalidad de los hombres. Por el contrario, reafirma el goce y la erótica como una afirmación vital, como una fuente de poder, como una posibilidad también fiable y placentera para disfrutarse y encontrarse con el otro.
Chanel emana fuerza y energía en cada uno de sus movimientos, seguridad sobre el escenario y, para desgracia de los más envidiosos, talento y poderío. Sí, tiene un físico espectacular, ¿cuál es el problema? Esto no es tanto un ejercicio de cosificación como una reafirmación de su existencia. Así es ella, así se muestra ante el mundo. ¿O acaso tiene que renunciar a ser ella misma? ¿Debería estar menos buena para no ser repudiada? ¿Hay que exigirle que se muestre poco favorecida para que sea una de las nuestras, para creer en su autodeterminación? ¿Aquí no vale el “hermana, yo sí te creo” y hay que presuponer que es el títere de algún hombre blanco, hetero y patriarcal?
De entrada, considerar que está siendo cosificada por exhibirse de forma sexy es bastante inconsistente, pues Chanel tiene autonomía, integridad, límites, no es propiedad de nadie, expresa sus experiencias y sentimientos (no quedando entonces reducida a un cuerpo o a una parte del cuerpo) y su finalidad no es otra que hacer su trabajo, esto es, hacer un espectáculo. ¿Y si quienes la cosifican son aquellos que la reducen a un producto o a una cara bonita? ¿Quiénes sugieren que su performance es de “prostituta”, ignorando todo el trabajo que hay detrás de esa coreografía y sus habilidades como intérprete y bailarina? Fragmentar nuestro cuerpo y mente, como si no tuviéramos personalidad, capacidad de decisión o pensamiento crítico, es el primer paso para cosificarnos. Por ello, aquellos que no son conscientes de la humanidad e independencia de Chanel, ya sea como mujer o como artista, son los primeros que la tratan como un objeto.
A través de su show, la artista simboliza todo lo que las adalides del feminismo tóxico no pueden comprender sobre los cuerpos y la sexualidad. Las mujeres somos sujetos sexuales, podemos perrear porque nos divierte o hacerlo para seducir a otro. No es un pecado ni una traición al valor de la igualdad. Es una decisión que tomamos como seres libres, desde nuestra capacidad de agencia, sin tutelajes. La Edad Media es ya una etapa de nuestra historia, señoras. También deseamos y este ejercicio no subvierte nuestra capacidad racional para establecer límites y respetar los límites de otros.
Quienes no lo entiendan o se sientan molestos ante ello, ¿qué proponen? ¿Qué acotemos nuestro comportamiento a los límites de la feminidad tradicional (la pasividad, la ignorancia sobre nuestros cuerpos, la negación de nuestro deseo, el rol de víctima)? ¿Acaso defienden que la expresión pública de la sexualidad femenina siempre está sujeta a valores patriarcales? ¿Consideran que mostrarnos seductoras o llevar ropa sexy es una invitación a la violación? ¿Creen que no tenemos derecho a usar determinadas prendas de ropa? ¿No diferencian entre provocar deseo y consentir un acto sexual? ¿Desechan de facto la idea de que se puede gozar mientras somos miradas y deseadas? ¿Las mujeres no tenemos derecho a satisfacer nuestros apetitos sexuales con un varón, sin que ello signifique que nos estamos convirtiendo en un objeto? ¿O esto solo está bien visto cuando media el amor, el matrimonio monógamo y el romanticismo?
Empoderarse es más que enseñar y mover el culo, estoy de acuerdo. Pero enseñar y mover el culo no puede ser la excusa para someter a una mujer a un escarnio público y menos entonando que es en nombre del feminismo. Si el feminismo, como movimiento político, se suscribe a un ideal social y ético, con el fin de crear una sociedad mejor, más justa, libre e igualitaria, debería defender a todas las mujeres, independientemente de que su actitud sexual sea más o menos normativa. Ser sexy, mostrar chicha, seducir o desear sexo no es una invitación a que los hombres nos traten como objetos sino una reafirmación de nuestro poder sexual como sujetos.
Hay una línea muy fina entre hablar de cosificación y violencia, y establecer normas sobre el comportamiento sexual. A menudo, el feminismo tóxico traspasa esta frontera con facilidad, pues asume ingenuamente que a las mujeres nos tiene que gustar lo mismo, negando así la diversidad sexual, su variedad de expresiones y las preferencias eróticas. Además, confunde los límites entre lo coercitivo y lo voluntario cuando los comportamientos de las mujeres difieren de las actitudes sexuales dominantes, por ejemplo, como ocurre en la prostitución. Esta postura normativa presenta la igualdad, la autonomía, la autodeterminación y la experiencia del goce como modelos rígidos e inflexibles. Debe comprenderse que este dogma, basado en el miedo y la ignorancia, niega las experiencias de las mujeres y considera que solo son válidas aquellas que representan un modelo de sexo feminista correcto. ¿Es esto justo? ¿Nos permite esta idea ser libres? No y otra vez, no.
Cabría esperar que mientras se mantenga la idea de que el sexo y el deseo constituyen una amenaza social y personal para las mujeres, será muy difícil avanzar en sus derechos sexuales. Evitar poner atención en las posibilidades que el sexo y el deseo tienen para las mujeres es una forma de negar su papel activo en la sexualidad, así como de privarlas de la seducción y la búsqueda de placer erótico.
Por desgracia, tampoco avanzaremos mucho si persiste la creencia de que la expresión de la sexualidad divide a las mujeres en decentes e indecentes. Rotundamente todas las mujeres somos seres sexuales complejos. Semejante dicotomía solamente sirve para avergonzarnos y controlarnos las unas a las otras. La expresión de la sexualidad y su diversidad no tiene por qué tener una consecuencia devastadora para los derechos de las mujeres, sin embargo, la historia ya ha demostrado que el autoritarismo sobre los cuerpos de las mujeres sí condiciona negativamente sus vivencias, su integridad.
Loola Pérez es graduada en filosofía, sexóloga y autora de Maldita feminista (Seix Barral, 2020).