Foto: Montecruz Foto, CC BY-SA 2.0, via Wikimedia Commons

David Johansen, el hombre que actuó como un rey

Consciente de que toda identidad es un espectáculo, David Johansen (1950-2025) fue el feroz vocalista de los New York Dolls y el sofisticado crooner Buster Poindexter, dejando un perdurable legado musical.
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If I’m acting like a king
Well, that’s ’cause I’m a human being.
New York Dolls, “Human being”

Toda nostalgia es un simulacro y en pocas ciudades resulta tan evidente como en Nueva York. Manhattan ha mitificado los años setenta cuando los jóvenes de otros distritos de la ciudad –como Queens o el Bronx– emigraban a los barrios atestados de inmundicia donde pululaban los yonquis, las prostitutas y los delincuentes de poca monta, mientras que en el punto opuesto de la isla, la alta y decadente sociedad compuesta por magnates y fiesteros de todo el mundo se congregaba en el Studio 54. A lontananza, los rostros de las celebridades y de los heroinómanos, de los punks y de los millonarios, han terminado confundiéndose tanto en los libros de fotografías testimonio de esa década como en las paredes de aquellos negocios que buscan un aura vintage. Quien quiera abrir una galería, bar, boutique o restaurante en alguno de los barrios más visitados –Chelsea, el Village, Lower East–, bastará con que invierta unos cuantos miles de dólares en fotografías de Allan Tannebaum, Bob Gruen o Roberta Bayley y… ¡listo! Los muros evocarán un pasado glorioso en el que Dee Dee Ramone se prostituía en la esquina de la Tercera con la 53; Warhol y Bowie llegaban al Max Kansas City para parrandear con la Velvet Underground; y Mick Jagger asediaba a Bianca, todavía Pérez, al ritmo de Funkadelic.

Nadie representó mejor esa dualidad que David Johansen (1950-2025), quien vivió su primera encarnación como líder de la banda emblemática de la decadencia, New York Dolls; y la segunda, bajo el alter ego de Buster Poindexter, un crooner con un peinado pompadour caricaturesco que convirtió a los clubes neoyorquinos en una paródica sucursal de Las Vegas. La baja y la alta sociedad encarnadas en distintos momentos por la misma persona. Más que ilustración de la crisis de personalidad a la que cantó en su tema emblemático, la paradójica existencia de este artista nativo de uno de los boroughs menos recordados de la urbe, Staten Island, solo patentizó lo evidente: hay tanto de impostación en un cantante de rock enfundado en botas de plataforma y con la boca embarrada de carmín como en un crooner con smoking y una sempiterna copa de martini en la mano.

A despecho de su talento como intérprete, su rango vocal y su conocimiento enciclopédico de la canción ligera –interpretó canciones de diversos géneros, épocas y culturas y su vocación de “etnomusicólogo”, como gustaba autoproclamarse, la demostró fehacientemente en su programa de radio David Johansen’s Mansion of Fun–, Johansen debe ser uno de los artistas que menos se tomó en serio a sí mismo. Como el adolescente Morrissey escribió en un ensayo publicado en 1981, los Dolls tenían “el talento para reírse de sí mismos” (Mozipedia, de Simon Goddard). O que muy tempranamente comprendió, con melancolía barroca, que el mundo y en especial el del espectáculo es una representación. En el colmo del calambur vital, no fue nunca una estrella –ninguno de sus sencillos rondó siquiera los diez primeros puestos en las listas–, y sin embargo, su sonrisa, su carisma, su don para entretener –que incluían una habilidad para la comedia y una veta narrativa– lo proclamaban como una celebridad. Habría podido enorgullecerse, además, de la admiración que suscitó entre algunos de los grandes del rock, entre ellos David Bowie y Morrissey, a quienes inspiró canciones; y al segundo, una existencia a seguir.

Luego del rompimiento de New York Dolls, y tras una carrera como solista entre 1978 y 1984, durante la que publicó cinco discos, cuyos éxitos más memorables fueron “Heart of gold” y “Funky but chic”, Johansen renació como Buster Poindexter. Como tal, acompañado de una sólida banda musical, The Banshees of Blue, en la que destacaban el guitarrista Brian Koonin y el baterista Tony Machine, pasó largas temporadas en clubes legendarios de Manhattan, como el Tramps, The Bottom Line y el Ritz. Guiño irónico, el cantante glam proscrito por la buena sociedad animó el baile de Año Nuevo en el exclusivo Waldorf Astoria en 1988-89. En sus actuaciones, con casi dos horas de duración, pasó revista tanto a oscuras piezas de blues y rythm & blues como a clásicos de Navidad y del rock y pop de los sesenta, e incluso se dio el lujo de difundir ritmos caribeños en una época en la que únicamente otro roquero neoyorquino se atrevía a ello: David Byrne.

En su tercer álbum solista, Here comes the night (1981), incluyó una pieza caribeña original, “Marquesa de Sade”, compuesta por Bobby Blain, tecladista de diversas bandas neoyorquinas y a la sazón pianista de Johansen. Gracias a ese gusto por la fiesta, logró uno de sus mayores éxitos, la versión de la pieza de soca “Hot hot hot”, con la que solía terminar sus actuaciones en una conga contagiosa que incorporaba a los asistentes. Invito al curioso lector a atestiguar la calidad de hombre espectáculo que fue Johansen en su impostación como Poindexter; YouTube alberga un registro de una presentación en el Roxy de Washington D. C. en diciembre de 1987. No es únicamente un gran intérprete, sino el último de una estirpe en cuya voz y ademanes resuenan ecos de Frank Sinatra, Lenny Bruce, Sammy Davis Jr., Eric Burdon y el humor de The Coasters. Su histrionismo y galería de muecas recuerdan a un Jim Carrey; e incluso, diría que su interpretación del Grinch en la película epónima se inspiró en el copete y en el rostro gesticulante de anchas narinas de Buster.

Pese a su meritoria trayectoria, su mayor legado será su encarnación como el delirante, salvaje y cautivador vocalista de New York Dolls. A principios de los setenta, Nueva York era el epicentro de la vanguardia en las artes plásticas y el teatro, sin soslayar su creciente aportación al cine (Mekas, Cassavetes, Allen y quienes en esos años se convertirían en los más célebres: Coppola y Scorsese), pero en la esfera pop, desbandada The Velvet Underground, nadie habría vacilado en suscribir que la onda estaba en la costa Oeste. En el reducido perímetro del Lower East Side, sin embargo, se gestaba una nueva sensibilidad, atenta, por una parte, al barómetro de la moda; y por la otra, a las conductas subversivas tan comunes en ese entorno. Esa ambigüedad –aspecto estrafalario, sexualidad equívoca, flirteo con las drogas y la autodestrucción e insolencia callejera– la encarnaría New York Dolls, y con ello, se convertiría en la primera banda genuinamente neoyorquina –la Velvet nunca lo fue del todo; no obstante sus devaneos con el lado salvaje de la vida, era demasiado presuntuosa–. Si al principio fue la apariencia de mariposones barriobajeros de los Dolls la que atrajo las miradas, serían su música y comportamiento escénico los que concentrarían la atención crítica.

Johnny Thunders, el guitarrista, asentó en una entrevista que no se asumía un guitarrista punk sino de rock ’n’ roll. La apertura de New York Dolls, el primer álbum del quinteto, es una auténtica declaración de principios. El riff de la guitarra y las primeras notas del piano de “Personality crisis” provocan una ráfaga rocanrolera. Enseguida resuena un aullido que, si bien evoca una guturalidad ancestral –de Little Richard a Screamin’ Jay Hawkins–, no suena a nada conocido. “No, no, no”, la alharaca de David Johansen prorrumpe como la genuina voz de la calle, un cruce entre uno de esos predicadores delirantes que por entonces deambulaban por Union Square –La conversación (Coppola, 1973), con Gene Hackman, atestigua el ambiente del barrio en que los Dolls merodeaban– y un yonqui que acabara de despertarse en el metro con la urgencia de una dosis. Semiótica pura más allá del gruñido: al tópico “yeah, yeah, yeah” del rock y del pop le sigue la negación “no, no, no”, con lo que se establece desde el principio la dualidad: la crisis sicológica, el tema del doble que invoca tanto a los mitos del hombre lobo –en este caso, una loba, la wolfman que es una prima ballerina– como al Doctor Jekyll y Mister Hyde, pero también a la transgresión de los roles de género. Naturaleza dual que se aprecia, igualmente, en “Frankenstein”, metáfora del carácter devorador de la urbe con sus criaturas, como si más que el monstruo híbrido fuera un Baal moderno. ¿No Allen Ginsberg, mentor de Johansen, había aludido al capitalismo como Baal?

La reminiscencia rocanrolera no se limita a esta pieza salvaje (Todd Rundgren al piano, aunque en vivo fuera Sylvain quien aporreaba las teclas como si sufriera choques eléctricos, y redobles de batería –un Jerry Nolan en trance– que sugieren a un caballo desbocado). Permea todo el disco, gracias a los breves mas potentes solos de guitarra de Thunders, pero se manifiesta principalmente en “Frankenstein“ y sobre todo en “Jet Boy”, que se distingue por un electrizante contrapunto entre el motivo pulsado en las cuerdas agudas y un bajeo punteado en las graves, ambos ejecutados por Thunders. Admirador de Keith Richards, Johnny asimiló no solo el blues, sino que, como Chuck Berry, sumó elementos del country y de otros géneros.

Pareciera que es solo rock ’n’ roll (y les encanta), con sus homenajes a los Rolling Stones (“Trash” o “Pills” parecen piezas rolingas sin pulir), pero hay un caudal sonoro de soul, country, glam, hard rock y pop neoyorquino de los primeros sesenta, incluyendo doo-wop. Uno puede celebrar y redescubrir –o pasmarse, si es la primera vez que se escuchan– el contagioso ritmo de varias canciones –a las mencionadas, añado “Bad girl”–, pero también conmoverse con “Vietnamese baby”, cuya lírica denuncia la angustia de los adolescentes frente a un panorama que los enfrentaba a elegir entre la guerra de Vietnam o la desolación. Sumemos “Subway train”, donde Johansen canta a la carencia de porvenir con un quebranto generacional que presagia ya el himno de la blank generation de Richard Hell, otro de sus compinches de la jungla subterránea.

Al retomar la bandera del rock ’n’ roll tanto en el ritmo como en el grito primario de rebeldía, los Dolls recuperaron la elementalidad y la sexualidad que el género había ido perdiendo a medida que ganaba en complejidad, mientras que sus letras, cuyas alusiones irónicas y en jerga atestiguan la zozobra adolescente y la violencia de las calles neoyorquinas, albergaban ya la semilla de rebelión que germinaría en los grupos inmediatamente posteriores: The Ramones, Blondie, Suicide. Con su urgencia por provocar el caos y un talento innato para formular himnos juveniles en tan solo tres minutos, estoy seguro de que fueron uno de los mejores actos en vivo del rock de todos los tiempos, como consignó en una temprana reseña el gran crítico Robert Christgau. Eso, por lo demás, lo captó muy bien Todd Rundgren en la grabación.

New York Dolls encarnó el espíritu de una época al cifrar en su apariencia, actitud y música la vibra del bajo Manhattan, en cuyas cuadras confluían lo mismo sobrevivientes de la corte de Andy Warhol –ilustres dragas mentoras de los Dolls– que traficantes callejeros, pero también chicos sin más expectativas que el placer efímero. No cantaron “No future”, pero en sus descripciones está implícita la conclusión. Escucharlos cincuenta años después, cuando el último de la pandilla ha azotado la puerta de salida, nos permite trascender la insoslayable crudeza y la provocación y en cambio apreciar su duradero legado. A la distancia es uno de los grandes primeros discos de la historia; y de aquel año, uno de los más memorables, aunque compita con Dark side of the Moon. “Vietnamese boy” y “Subway train” son canciones complejas musical y líricamente.

Escucharlos hoy implica, también, reconocer a una genealogía de descendientes. Considerémoslos sus precursores, a condición de que asumamos que estos  influyen del futuro hacia el pasado, como nos descubrió Borges. Así, en esta oncena de rolas resuenan toda la gama del punk, de Ramones a The Clash, el grunge, el heavy metal de Kiss y el hair metal, el goth, el indie, el neogarage de The Strokes y de Interpol… No sorprende, por ello, que entre los mensajes de condolencias que se compartieron a través de las redes sociales tras conocerse la muerte de Johansen, abunden las expresiones de duelo de varios de los artistas más célebres: Morrissey, Paul Stanley de Kiss, Dee Dee Snider, Pearl Jam… En todos ellos, hay una pizca de David.

De vida efímera, esta banda seminal sigue vigente a través de esos rastros de carmín –no casualmente Bob Gruen intituló Lipstick Killers su documental de presentación del quinteto– con que Greil Marcus celebró tantas explosiones de rebelión efímeras en la historia. Larga vida a las muñecas con el rostro lleno de hollín y una reverencia al último hombre de vodevil, David Johansen. ~


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