© SF/Marco Borrelli

Lecciones salzburguesas I: espacio y tiempo en la música

El filósofo Nelson Goodman asegura que el placer obtenido de una obra de arte se deriva del uso del entendimiento al que esa obra nos obliga. Siguiendo esa idea, este texto ofrece lecciones obtenidas de escuchar piezas de Ligeti y Strauss en un festival de música.
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El filósofo estadounidense Nelson Goodman sostenía que entre el arte y la ciencia había más similitudes que diferencias. Ambos funcionan cognitivamente, dice Goodman, y el placer que uno obtiene de una obra de arte se deriva del uso del entendimiento al que esa obra nos obliga, como se deriva cierto placer de la realización de un acertijo matemático o un sudoku. Si el arte solo se redujera al placer, dice también Goodman, sería más práctico reemplazarlo por un baño caliente.

Recientemente pasé poco más de una semana en el Festival de Salzburgo, vi nueve funciones entre óperas y conciertos y, siguiendo la máxima de Goodman, de cada una aprendí algo, o al menos lo intenté. Algunos de esos aprendizajes tienen como objeto algo muy concreto y algunos son mucho más abstractos. En estas serie de dos crónicas intentaré presentar aquellas lecciones que crea que pueden ser de mayor interés para los queridos lectores.

Vi tres conciertos orquestales y seis óperas. El primero de esos conciertos tuvo lugar el domingo 20 de agosto y se trató de la Filarmónica de Viena dirigida por Daniel Harding haciendo dos obras de György Ligeti (como parte del ciclo Zeit mit Ligeti, “tiempo con Ligeti”, que se repartió durante las cinco semanas que dura el festival), Atmosphères y Lontano, y dos obras de Richard Strauss, Así habló Zaratustra y Metamorfosis (para 23 cuerdas solistas).

El programa del concierto podría haber sido elegido por Stanley Kubrick. Tanto Lontano como Así habló Zaratustra forman parte destacada de la banda sonora de 2001: Odisea del espacio. La música de Ligeti es particularmente afín a las imágenes con las que Kubrick retrata el espacio exterior –como serían las imágenes de Barry Lyndon en la indetenible marcha de su protagonista a la perdición afines al movimiento lento del trío de Franz Schubert en mi bemol mayor–. El propio Ligeti dijo sobre su música: “Una de mis intenciones compositivas es la creación de un espacio musical ilusorio, en el cual lo que originalmente estaba en movimiento y en el tiempo se presenta como algo inmóvil y fuera del tiempo”. Es casi inevitable asociar ese espacio musical ilusorio con el espacio exterior. Lo primero que Ligeti nos puede enseñar, entonces, es cómo puede ser la experiencia de estar flotando en el éter. Pero creo que de esa enseñanza puntual se puede derivar un método general para vincularse con cierta parte del repertorio de la música contemporánea. Me explico.

Entre 1750 y 1900 –más o menos–, sobre todo debido al empleo generalizado de la forma sonata, aun las obras musicales más abstractas (como un movimiento de una sonata de Beethoven) nos habían contado una historia, una suerte de drama sin personajes, instrumentado enteramente en los términos de la armonía. Con el avance del siglo XX, muchas obras dejaron de seguir estos principios ordenadores y luego abandonaron la armonía tradicional en su conjunto. El minimalismo de la década de 1960 pretendió hacer una música que no refiriera a nada fuera de sí misma. Otros estilos de mediados del siglo XX no pretendieron exactamente lo mismo pero, para los oídos habituados a la música tonal que se había compuesto durante los siglos anteriores, el resultado era parecido: en estas músicas no había nada para entender y todo para escuchar.

El método al que me refiero, entonces, es el de escuchar estas obras como si estuviéramos en otro planeta o en otra galaxia y ese fuera el sonido ambiente de ese lugar. Como si en alguna galaxia muy, muy lejana, cuando uno estuviera caminando por la superficie de un mundo desconocido, esos fueran los sonidos que se oyeran, en lugar de aquellos a los que el planeta Tierra, ya sea en medio de la selva o en la gran ciudad, nos tiene habituados. De este modo, traicionando sin dudas a sus autores, logramos restituir cierta dimensión, aunque ya no narrativa, al menos referencial en la experiencia musical. Esto, paradójicamente, permite pensar menos y oír  más.

El método galáctico, por llamarlo de algún modo, quizá sea especialmente oportuno en el caso de la música de Ligeti, por las razones de orden espacial expuestas más arriba, pero estimo que también funcionará a la perfección con obras de John Cage, Karlheinz Stockhausen y Iannis Xenakis, entre muchos otros. Una restricción es que deben ser obras orquestales o con sonidos sintetizados (por ejemplo, Kontakte de Stockhausen). No me imagino un planeta, por extraño o lejano que pueda ser, en que el sonido ambiente sea el de un piano. Cuando las interpretaciones de estas obras son al mismo tiempo fieles a la partitura y creativas, como fue el caso de la Filarmónica de Viena con Daniel Harding, la ilusión galáctica se ve favorecida, porque aparecen sonidos (por ejemplo, en los violines) que en las orquestas normales del planeta Tierra haciendo obras normales no estamos acostumbrados a oír.

El método galáctico nos hará inmediatamente merecedores de las críticas que otra filósofa estadounidense, Susanne Langer, le dedicó a Johann Wolfgang von Goethe:

Para las personas con un sentido musical limitado, esas ideaciones parecen ser la respuesta más adecuada a la música, el “contenido subjetivo” que debe aportar el oyente. Las personas de esta persuasión suelen admitir que también puede existir una apreciación de los sonidos puramente bellos, que “nos dan placer”, pero que podemos entender mejor la música cuando transmite un contenido poético. Goethe, por ejemplo, que no era músico (a pesar de su interés por el arte como producto cultural), cuenta cómo, al escuchar un nuevo cuarteto para piano, no pudo encontrar sentido a ninguna parte, salvo a un allegro al que logró interpretar como el Sabbat de las brujas en el Blockberg, “de modo que, después de todo, encontré una concepción que podía subyacer a esta música peculiar”.

Las obras de Ligeti me llevaron a reflexionar acerca del espacio, pero las obras de Strauss, y las Metamorfosis en particular, me llevaron a reflexionar más bien acerca del tiempo, por distintas razones. Si para Ligeti sus obras buscan crear la ilusión de un espacio musical, para Langer la esencia de la música es “la creación de un tiempo virtual”. Los dispositivos de los que se vale la música para establecer esta ilusión son muchos, dice la filósofa. El más importante es el de las relaciones entre los sonidos y nuestro reconocimiento de esas relaciones. En particular, la nota fundamental y sus armónicos y por derivación todo el sistema armónico en su conjunto son según Langer el principio estructural más poderoso que jamás se haya empleado en la música.

Hace unas semanas escuché las Metamorfosis en otro teatro de otra ciudad, a cargo de otra filarmónica perteneciente a la capital de otro país. La versión fue muy inferior a la de la Filarmónica de Viena. No solo por cuestiones interpretativas que pueden depender sobre todo de la visión (y las capacidades) del director, sino por algo mucho más elemental: la afinación. Hay instrumentos en los que desafinar es imposible (el piano) y otros en los que la desafinación es la opción más probable. Entre estos instrumentos se encuentran todos los de cuerda. En efecto, resulta increíble que un violinista sepa dónde poner el dedo exactamente para que suene la nota que tiene que sonar y ninguna otra, si se tiene en cuenta que un movimiento de milímetros afecta inevitablemente el resultado y que no hay ninguna marca en el instrumento que indique dónde ubicar el dedo para obtener cada una de las notas. Así y todo, los músicos buenos y las orquestas buenas suenan afinados, cosa que no pasa en las orquestas no tan buenas.

Cuando escuché las Metamorfosis a cargo de esa otra orquesta no tan buena, no pude evitar aburrirme. Al terminar la obra le dije a mi compañero de asiento: “No sé si a esta obra le sobran diez minutos de por sí o si esta versión la hizo diez minutos más larga de lo que debería haber sido”. Por supuesto no me refería al tiempo del mundo, al tiempo objetivo: la obra duró más o menos lo mismo que siempre dura. Me refería a mi propia percepción del correr del tiempo, al tiempo ilusorio creado por la obra y su interpretación. En cambio, cuando el otro día escuché las Metamorfosis por la Filarmónica de Viena, no sentí en absoluto que “sobraran diez minutos” y de hecho creo que la obra podría haber durado todavía más sin perder nada de su tensión.

Daniel Harding logró que ninguna de las apariciones del tema de la marcha fúnebre de Beethoven que Strauss cita una y otra vez fuera exactamente igual que la anterior, y consiguió que, jalonada por esas apariciones, la obra fuera creciendo cada vez más. Pero las razones por las que el tiempo vivido fue más corto y, por lo tanto, la experiencia más concentrada son mucho más elementales. Los músicos tocaron las notas que tenían que tocar. En una obra tonal, que tiene una introducción, un desarrollo y un retorno, aun cuando como en este caso no siga los lineamientos de la forma sonata, se está presentando una historia o un recorrido, por abstracto que pueda ser, basado enteramente en la existencia de situaciones auditivas de tensión y de reposo. Pero la idea misma de tensión y de reposo depende de que las notas que se están tocando sean las que el compositor puso en la partitura. Aunque no sepamos nada de armonía, si las notas son otras (o si no son ninguna nota en particular, algo que, por ejemplo, no llega a ser un mi bemol pero tampoco es un re ni un mi natural), no podremos percibir nada de la cuidadosa edificación que el compositor tenía en mente. Las personas que creen no darse cuenta de que una orquesta desafina se ven tan afectadas por este fenómeno como el más sofisticado de los musicólogos. Su experiencia del tiempo vivido será otra, y será peor, si la orquesta no afina.

Dicho de otra manera: me resultó increíble comprobar el otro día que una obra tocada sin afinar se volverá indefectiblemente más larga que esa misma obra tocada correctamente, aun sin considerar las elecciones interpretativas de los músicos y del director. ~

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(Buenos Aires, 1985) es licenciado en filosofía por la Universidad de Buenos Aires y tiene un máster en educación por la Universidad de Harvard. Escribió, junto a Helena Rovner, el libro La mala educación (Sudamericana, 2017). Da cursos de historia de la música y apreciación musical y escribe a menudo sobre música, política y educación en medios argentinos y extranjeros. Vive en Estados Unidos.


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