Foto: SMG via ZUMA Press Wire

Brian Wilson y el triunfo de la invención

En la historia del rock, pocos ameritan el calificativo de genio como Brian Wilson, fallecido esta semana a los 82 años, autor de experimentos que mezclaron géneros y gamas sonoras, obsesionado por encontrar la nota precisa a cualquier precio.
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Ningún epíteto es tan gratuitamente aplicado como el de “genio”. En la formulación filosófica de Kant, el genio es quien, además de crear obras artísticas, a través de su creación otorga una nueva senda al arte. Más que acatar la tradición precedente y sus normas, como haría cualquier talento mediano, al acometer empresas singulares y titánicas, el genio la transforma.

Ningún ámbito es tan proclive a la categorización de un artista como genial que el rock. Sin embargo, en el curso de la historia del género, entre los pocos que ameritan el calificativo se encuentra Brian Wilson (1942-2025). La dimensión única de su aportación se cristaliza en tres grandes campos. Primero, en la conjunción de ritmos bailables con técnicas vocales. A partir de la estructura clásica del R&B –con el que se familiarizó en su niñez, cuando él y sus hemanos escuchaban la radio nocturna–, y posteriormente del emergente rock ’n’ roll –en particular, del de Chuck Berry, que era ya una mezcla de country con rock– y del surf –al que The Beach Boys añadieron letras, pues hasta entonces era mayoritariamente instrumental–, aprendió a componer melodías más complejas por su afición a los conjuntos de doo-wop, en específico de The Four Freshmen, cuarteto que además de enseñarle a cantar, le descubrió que detrás de un gran tema hay una compleja armonía. Un gran ejemplo de este destilación son “Surfer girl” y “I get around”, donde el ritmo febril se combina con coros de estilo doo-wop.

Dominados los rudimentos de la canción popular –aprendizaje del que hay buena muestra en los primeros álbumes de The Beach Boys–, procedió a interesarse en los arreglos musicales. Aunque la manera de integrar y graduar los distintos timbres de los integrantes del quinteto indican ya su talento, Wilson, quien no tuvo una educación musical formal, en su afán por expandir su horizonte estético incursionó en territorios desconocidos. En su autobiografía I’m Brian Wilson (2016) relata que en su niñez se sintió atraído a las sonoridades novedosas y que, al descubrir que los instrumentos también podían inventarse, se interesó en el teremines, uno de cuyos ejemplares poseía su tío Edward Milton Love, padre de Mike Love, uno de los integrantes de The Beach Boys. Esa curiosidad se advierte no únicamente en las obras canónicas del grupo, Pet Sounds (1966) y el esbozo Smiley Smile (1967),  sino en piezas más insospechadas, por tempranas, como “In my room” o en “Don’t talk (put your head on my shoulder)”.

En tercer término, la incursión en distintos géneros y la gradual familiaridad del compositor con la música clásica, el jazz, el folk y el country le permitieron apreciar otras gamas sonoras. Por ello, comenzó a perseguir soluciones ajenas al rock a través, en principio, de los arreglos orquestales –una solución predecible a la que habían llegado grupos como The Beatles, The Rolling Stones y The Moody Blues–; y posteriormente de las técnicas de grabación que le aportaban efectos y tonalidades imposibles de lograr naturalmente. Es en este aspecto que ubico el carácter genial del legado de Wilson: en la época heroica del rock, su momento modernista, equivalente al periodo apoteósico de la vanguardia artística, descolló como un titán por perseguir un sonido único, la nota precisa –como Flaubert, Maupassant y Henry James habían hecho décadas antes con la palabra–, sin importar si para conseguirla debía pasar decenas de horas en el estudio ni gastar miles de dólares en la producción. Atestiguan dicha obsesión las piezas magistrales de “Good vibrations”, a la que aplicó su concepción de la sinfonía de bolsillo, “God only knows”, “Heroes and villains” y “Our prayer”.

A despecho de ser una personalidad atormentada, víctima del abuso de su padre y posteriormente de quienes asumieron roles paternales –como el infame psicólogo Eugene Landy, quien lo aisló del mundo y lo sometió a un régimen tiránico–, Wilson persiguió siempre el amor. A pesar de la ingenuidad de sus conceptos intelectuales –no confundirlos con los estéticos, que considero deslumbrantes pues fueron ideas suyas, no tomadas de lecturas ni de teorías–, consolidó en sus mejores álbumes, entre ellos el que se convertiría en su canto de cisne, Brian Wilson presents Smile, una visión única basada en la utopía natural, en el triunfo del amor sobre el caos y en una personal espiritualidad, todo lo cual se expresa en la belleza de sus melodías.

Epopeya adolescente y polifonía

Solía decirse que si te acordabas de lo que había pasado en esa década es porque no la habías vivido. Asombrosamente, Wilson, tras recuperarse de la depresión, librarse de su celador mental y limpiarse de sus adicciones, recuperó la memoria musical y logró concluir una versión de aquel Smile que nunca se publicó en su momento. En 1988 había retomado su carrera con el disco Brian Wilson y en las postrimerías de los noventa conformó una agrupación de acompañamiento, los fieles The Wondermints, para regresar a los escenarios. Después de rendir homenaje a sus clásicos –entre ellos a Phil Spector, autor de la excelente “Be my baby”, la cual tocó en su presentación en el Roxy  (Live at the Roxy Theatre, 2000)– y recrear Pet Sounds en vivo (Brian Wilson Presents Pet Sounds Live, 2002), por instigación del ambicioso “secretario musical”, como se definió a sí mismo Darian Sahanaja, vocalista y tecladista líder de la banda de acompañamiento, comenzó a mirar hacia donde menos quería: a Smile, la prueba fehaciente de su genialidad, pero también de la herida nunca cerrada de su derrumbe creativo. Finalmente, restañó sus telarañas y pergeñó una versión que interpretó en el Royal Festival en febrero de 2004.

Empeñado en el reto, Wilson emprendió la reconstrucción en estudio de la obra postergada, con el apoyo de las cintas existentes –grabadas en más de 85 sesiones– y de los datos, registros y anotaciones que atestiguan el proyecto. Así como había reaprendido a tocar sus antiguas canciones como Beach Boy, ahora, como un musicólogo, penetraba en las bóvedas secretas de su mente y recuperaba melodías de las cuales no existía registro o articulaba fragmentos.

Publicado en septiembre de 2004, Brian Wilson presents Smile demuestra que el músico fue no solo un maestro de la armonía, sino también de la combinación de timbres y ritmos –lo que llamamos sinfonía–, como ya atestiguaba Pet Sounds, que transformó a la clásica agrupación de rock en un cuarteto de cámara que extraía sonoridades sutiles a los instrumentos electrónicos, además de incorporar instrumentos tan exóticos al pop, como el acordeón o el kazoo; y sonidos tan insólitos como los de una bicicleta –como acotaría Queen en su célebre “Bycicle race– o los ladridos de un perro. Mientras The Beatles recurrían a la orquesta de cámara y a las enseñanzas en el arte de la fuga de Martin, Wilson escuchaba la voz íntima de la electrónica. Sin su privilegiado oído para extraer tramas barrocas de la altisonancia, grupos como R. E. M. o Scott Walker no habrían existido. La importancia de Brian Wilson presents Smile entonces no reside en las composiciones, ya escuchadas en mayor o menor grado en versión de los Beach Boys y en las tomas de estudio difundidas en 1993 en la caja de discos Good vibrations: thirty years of The Beach Boys, sino en su coherencia. Triunfo de la armonía a través de la electrónica, mediante la contraposición de belleza y caos, enuncia una visión cíclica de la existencia –la triada de hombre, mundo e historia– y el poder genésico de la creación; de ahí su elemento utópico y fundacional.

Concebida como “una sinfonía adolescente a Dios”, cuyo comienzo es un auténtico responsorio (“Our prayer”), y su conclusión, un himno (“Good vibrations”), Brian Wilson presents Smile suena asombrosamente contemporáneo, precisamente porque el concepto del álbum como suite sinfónica está desfasado. Solo merced al anacronismo del revival, parece tan insólito como debió serlo en el momento de su gestación. Y al mismo tiempo, entraña una suerte de écfrasis, de imagen distorsionada y latente del porvenir que representaba Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band; basta con escuchar los sonidos de la granja y las referencias animales, el tono entre fársico y feria-de-atracciones, además de cierto humor absurdo, presente en ambos discos. Al respecto, mientras The Beatles partían del music-hall como unidad conceptualdel Sgt. Pepper’s, Wilson retomaba las bromas de las comedias radiofónicas (“¡Está usted arrestado!”, se le escucha decir en una de las antiguas versiones de la canción) y planteaba una parodia de las baladas del Oeste, “Heroes and villains” (Van Dyke Parks, quien escribió las letras del disco, tomó la inspiración de “El Paso” de Marty Robbins) como el inicio de su epopeya.

A diferencia de otros álbumes conceptuales del rock de esa época –Sgt. Pepper’s, Tommy, Dark side of the Moon–, para urdir su obra inconclusa Wilson no eligió la construcción perifrástica, sino la secuencia dialéctica, que engloba tanto la estructura musical como el desarrollo temático, en el que la historia americana –el tema de la frontera, que diría Scott Fitzgerald–, del desembarco y colonización de los paisajes nativos (“Roll Pymouth Rock”) hasta la exploración de Hawai (“In blue Hawai”) se imbrica con los ciclos vitales del hombre y de la tierra. Esa era la interpretación del mito de Wilson: Estados Unidos como la culminación de la evolución humana y el territorio de la reconciliación.

Brian Wilson presents Smile no es un “álbum”, una suma de piezas, sino una totalidad lograda a través de la conjunción de sus partes, al estilo de los maestros de la polifonía. Por ello debe escucharse del mismo modo que una composición de Monteverdi o Palestrina. Solo así podemos aprehender, desde la coherencia de división triádica (“Americana”, “Cycle of life” y “The elements”), que entrevera las ya expresadas tematizaciones hombre/mundo/historia estadounidense, hasta la sutil urdimbre de las orquestaciones con las capas de sonido, la sutileza de las variaciones y el flujo, que como una de las corrientes que baña las costas estadounidenses, discurre desde “Our prayer” hasta confluir en “Good vibrations”. Quien escuche, oirá, asordinada, una panorámica de la música occidental; del canto llano gregoriano a las lecciones contrapuntísticas, incluyendo esas perversiones del madrigal presentes en “Roll Pymouth Rock” o del canto gregoriano en “Wind chimes”. Wilson estaba consciente de ello, por eso en sus memorias aclara que si se había disgustado porque algunas canciones aparecieran en Smiley Smile era porque “debían publicarse como parte de una totalidad. El álbum original era una gran idea sobre América y el mito”.

Rayano en la pomposidad, Wilson, creador de la hoy olvidada wave of sound, respuesta al wall of sound de Phil Spector, aplica sus conocimientos para brindar una auténtica sinfonía, lejos del facilismo pop que prefería atender el progreso narrativo (Tommy) mientras soslayaba el cromatismo musical. El compositor articuló preludios, puentes que permiten la transición entre los que podrían llamarse motivos, y combinó diestramente los más disímiles instrumentos –metales, cuerdas, banjo –y tradiciones que van del folk al jazz, del musical al cabaret, del rock al surf, para retornar a su fuente: la armonía vocal, mediante un método entonces revolucionario: empalmar diversas tomas, un poco como William Burroughs construía sus narraciones; un mucho como Glenn Gould, otro genio paranoico, en su interpretación de las Variaciones Goldberg.

Brillante y luminoso, como los rayos solares a través de los vitrales de una catedral gótica, Brian Wilson presents Smile que soslayó los registros del pasado y fue directamente reconstruido por él y sus colaboradores, es un himno, una celebración del poder de la creación. Un regalo de la elusiva divinidad; una obra maestra que le tomó una vida a Wilson concluir. ~


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