Tal vez la muerte de Antonio “Toni” Negri (1 de agosto de 1933 – 16 de diciembre de 2023) represente la postrera despedida del siglo XX y de sus revolucionarias ilusiones y desilusiones; así lo ha sido para mí, al menos, dado que nací y me crie, unos cuarenta años después, a pocas cuadras de la casa en la que creció el adalid del obrerismo militante. Cuando era niño, las paredes de las calles de mi barrio florecían bajo las consignas de la Autonomía Obrera, cuyo máximo inspirador era el mismo Negri, al punto que en una ocasión llegué incluso a vislumbrar a un joven “autónomo” exhibiendo su pistola en el puente peatonal de la estación de ferrocarriles de mi ciudad, durante una marcha improvisada.
El filósofo paduano encarnó de manera en parte ejemplar y en parte inédita la figura del intelectual marxista de la segunda mitad del siglo XX, pues fue contemporáneamente un prestigioso académico y un destacado líder político: fundador de la organización extraparlamentaria Poder Obrero y animador de las principales revistas del área obrerista (Quaderni Rossi, Classe Operaia y Rosso), ejerció una influencia muy relevante sobre los jóvenes militantes de la época, al alentar –desde la “ética de la convicción” de su cátedra universitaria y de sus incendiarios textos insurgentes– la inútil espiral de violencia callejera, de amenazas y de “expolios proletarios” orientados a la histórica busca de la “necesidad del comunismo”. Hay que reconocer que él mismo quiso participar, de vez en cuando, en tales actos, lo que le acarreó múltiples problemas judiciales, en cuanto autor –y/o autor intelectual, nunca mejor dicho– de ellos.
Hombre dotado de una inteligencia deslumbrante y, quizás, algo luciferina (fue el más joven catedrático de Filosofía del Derecho en la historia de la universidad italiana), Antonio Negri fue realmente un “cattivo maestro”, según la certera definición del gran periodista conservador Indro Montanelli, es decir, un “maestro malvado”, capaz de encaminar a multitudes de estudiantes hacia la nada o el spleen de una revuelta destinada a terminar en la cárcel, en la soledad y en la desesperanza de una entera generación.
En las últimas semanas, al pasear por el centro histórico de Padua, tan pulcro y pijo, me di cuenta de que Toni Negri y sus seguidores han perdido todas las batallas libradas a lo largo de décadas. No puedo sino lamentarlo, desde luego, porque fueron también mis batallas, pero hoy día las escudriño desde la atalaya de una distancia insalvable, que me proporciona a la vez lucidez y desasosiego. Intentaré explicarme a través de una anécdota un poco tragicómica: precisamente ayer, durante una llamada telefónica, mi querido amigo Claudio –quien me lleva diez años– me recordó que el mayor éxito patavino del movimiento estudiantil de la Pantera (1990) estribó en el hecho de que los cabecillas de la facultad de Letras lograran forzar la puerta del despacho del director a fin de acceder al único teléfono habilitado para el extranjero y pudieran comunicarse con Toni, quien todavía vivía “exiliado” en París.
No sé cuál verdad sapiencial les reveló a mis antiguos camaradas, pero creo que cualquiera la podría encontrar en los apodados “libros de la hoguera”, es decir, en la imparable, fertilísima sucesión de panfletos subversivos que el catedrático de Doctrina del Estado entregaba en los años setenta con excesiva puntualidad editorial, escritos –según mi maestro Silvio Lanaro, quien lo trató– “empleando ahora un estilo profesoral, ahora una prosa de revista para señoritas”: Crisi dello Stato-piano; Partito operaio contro il lavoro; Proletari e Stato; Per la critica della costituzione materiale. Si me obligaran a releer hoy La forma stato. Per la critica dell’economia politica della Costituzione (1977), me enfrentaría, posiblemente, al riesgo de un derrame cerebral…
Tales circunstancias no merman al fantasma que sigue recorriendo Europa, sino que ponen en perspectiva los legados encontrados de un intelectual que tuvo una suerte muy distinta en su patria y afuera: las ridiculeces del “teorema Calogero” (1979) –así llamado por el nombre del obcecado ministerio público Pietro Calogero–, según el cual Toni Negri era el “Gran viejo” del terrorismo italiano, solo sirvieron para construir la mitología, tan querida por los afrancesados, del maître à penser perseguido por una justicia injusta. Las acusaciones iban desde la más creíble “pertenencia a banda armada” hasta la fantasiosa “responsabilidad objetiva” en el secuestro y asesinato del estadista democristiano Aldo Moro (llevados a cabo, sin lugar a duda, por las Brigadas Rojas, cuya ideología, claramente estalinista, era del todo incompatible con el pensamiento de Negri).
Sus auténticas responsabilidades, en realidad, fueron otras: elegido como diputado en las filas del Partido Radical (con el compromiso de luchar por la libertad de sus compañeros), en 1983 salió de prisión y huyó a París, así que, mientras sus discípulos se pudrían en la cárcel, él daba clases en la Escuela Normal Superior, añorando los tiempos gloriosos en que al calarse el pasamontañas se “estremecía de emoción” (Il dominio e il sabotaggio, 1978), faltaría más.
La segunda juventud del marxiano libertino empezó tras la opereta (si la comparamos con sus anteriores ambiciones) de Seattle –y no hubiera podido acontecer de otra manera, naturalmente–, cuando un académico estadounidense de cuyo nombre no quiero acordarme lo invitó a participar en una última aventura escolástica, dedicada a la celebración de esa poco memorable reyerta, caracterizada por una irremediable fecha de caducidad. Me refiero a las protestas en contra de la Organización Mundial del Comercio acaecidas en esa ciudad en 1999, que generaron demasiadas quimeras entre nosotros y dieron vida, en cambio, al más exitoso y menos argumentado de los libros de Toni Negri (Imperio, 2000).
Su nombre siempre estará ligado a algunas de las peores vicisitudes de nuestra ciudad, y de nuestra historia; ojalá, algún día, trascienda también el finísimo intérprete de Spinoza. Cuando menos, sus chistes eran mejores que los de Žižek, y su sentido del humor más arriesgado, si pensamos que en la cárcel especial de Palmi se atrevió a decirles a los impresentables asesinos de las Brigadas Rojas “que tenían el cerebro poco articulado”. ~
(Padua, 1974) es ensayista y editor italiano residente en México.