¿Cómo sancionar a un político o a un partido que falta a su deber? En México se ha puesto de moda sugerir el voto nulo como escarmiento. Aunque entiendo el origen de la iniciativa, no la comparto. Al menos en México, no salen las cuentas, al menos no como método de coerción política. Las leyes mexicanas impiden que el voto nulo sacuda al sistema de manera efectiva. Tampoco me convencen aquellos que sugieren que un alto porcentaje de votos nulos sería interpretado como un mensaje de hartazgo social, una suerte de bofetada llena de indignación, un amargo despertar para la clase política. No conoce a nuestros políticos quien crea que les importa un bledo la reprobación en abstracto. “Qué impresionante el voto nulo. Me parece que debemos reconsiderar nuestros métodos”, dijo un político nunca.
Prefiero, en cambio, atenerme a la esencia misma de la democracia y recurrir al voto de castigo. En el fondo, la democracia es simple: la ciudadanía recompensa a quien hace bien las cosas y reprueba a quien las hace mal; quien las hace bien tiene futuro como servidor público, y viceversa. Ese es el poder básico —y quizá único— del sufragio: el engranaje mismo de la rendición de cuentas. Entiendo que en México también se ha puesto de moda decir que votar no tiene caso porque “todos son iguales”. El argumento es falso y denota pereza. Pero incluso si las diferencias de proyecto de quien contiende de verdad fueran mínimas, el voto seguiría importando. Después de todo, la democracia es un ejercicio de apuesta prospectiva pero también de evaluación retrospectiva. Es importante votar por quien nos entusiasma, pero también en contra de quien nos ha fallado.
En esa lógica, por ejemplo, uno supondría que la elección de 2015 debería ser, antes que nada, un referendo sobre Enrique Peña Nieto y el PRI. La elección de mitad de sexenio en México es la primera gran oportunidad para evaluar el proyecto de nación que defiende el partido en el poder. En los últimos veinte años, el electorado ha castigado al gobierno a mitad de camino. La severidad del votante ha sido una buena noticia. En democracia es mejor pasarse de exigente que hacerlo de laxo. Por eso, y sobre todo después de estos meses llenos de tropiezos y tropelías, la reacción natural del electorado debería ser castigar al PRI y a sus aliados no anulando voto alguno, sino negándoselo al partido que gobierna.
La auténtica lección de los últimos meses, sobre todo para las generaciones más jóvenes, es la persistencia de la amarga naturaleza del PRI. El factor común de los escándalos que comenzaron con la casa blanca es el despliegue del modus operandi del priísmo: una mezcla de cinismo, soberbia y una asombrosa capacidad para exprimir el sistema, encontrar los atajos más inauditos para defender lo indefendible.
La esperanza (si es que la hubo) era que, tras perder el poder en 2000, el priísmo entraría en un periodo de introspección y purga (y cuando hablo del PRI hablo también de sus subsidiarias color verde tucán). Ocurrió lo contrario y ahora lo que queda es un partido aferrado a sus formas, la mayoría torcidas. Eso es lo que han descubierto por vez primera los más jóvenes entre nosotros, esos que en 2000 eran sólo unos niños y no tienen recuerdo de la sangre, las crisis, el descaro y las lágrimas que nos legó el PRI a nosotros, los cuarentones, y a nuestros padres y abuelos. Ahora, en tan sólo tres años, los jóvenes se han topado con la versión más venenosa del priísmo: las fortunas hechas desde el poder, la defensa del hueso por encima de todo, hasta de la dignidad; el descaro del vivales que abusa de la ley, la ostentación aberrante de la aristocracia política (relojes, casas, viajes, carros, departamentos), los pactos con aquellos a los que poco importa el “bienestar” de México, pero mucho su propia supervivencia dentro del presupuesto: primero el partido, después el país (¿hay algún ejemplo más aberrante de esta lógica que la cancelación de las evaluaciones magisteriales?). En suma, la gran familia priísta, el PRI y sus rémoras, todos comprometidos con la endogamia, sujetos a la vieja omertá. En democracia, la indignación se canaliza a través del ejercicio razonado y valiente del voto. La única manera de castigar a quien ha faltado al deber de gobernar es negarle las riendas y entregarlas a otro. En el fondo, la clase política sólo le teme a la pérdida del poder. Es la única lección que sirve.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.