En un vacío, en abstracto, en una plantilla política completamente limpia, estar en contra de la guerra es lo más noble que hay. Pero en el mundo real, donde tu tuit diciendo “No a la guerra” no importa a nadie, ser antibelicista por defecto es naíf y peligroso. Solo sirve para tener la conciencia tranquila: que haya gente en peligro pidiéndonos ayuda en una parte lejana del mundo es menos importante que mi sueño por las noches.
Tiene sentido este narcisismo. El antibelicismo izquierdista contemporáneo en Europa es una copia del antibelicismo estadounidense y su indignación selectiva: el mundo no existe hasta que aparece EEUU en escena. En Siria no había guerra hasta que EEUU pensó en intervenir, Venezuela era una arcadia pacífica hasta que EEUU decidió sancionar al gobierno de Maduro. Somos una colonia “cognitiva” de Estados Unidos: no nos enteramos de nada hasta que se enteran ellos, y entonces les copiamos.
En el caso de la posible reinvasión de Ucrania por parte de Rusia (en 2014 se anexionó la península de Crimea y la región de Dombás en el este de Ucrania), según esta lógica naíf el conflicto no existía hasta que la OTAN respondió (con retórica), y en España hasta que el gobierno anunció que mandaría una fragata. Una (1). Es entonces cuando la izquierda antibélica, que repite “No a la guerra” como un mantra perezoso, despierta de su ceguera autoimpuesta. Es decir: es la defensa y no el ataque lo que provoca la indignación. Decir solo “No a la guerra” es un meme, es simplemente un acto de exhibicionismo moral. Uno dice “No a la guerra” y ya no tiene ni que leerse la entrada de la Wikipedia sobre Ucrania. Uno dice “No a la guerra” y puede seguir merendando tranquilo.
Hay que decir “No a la guerra”, pero ese imperativo debe dirigirse hacia Putin. Es él quien, en un ensayo publicado el verano pasado, argumentaba sus motivos. El primero es un supuesto odio a lo ruso en Ucrania. Es el argumento del rescate a las minorías oprimidas, con larga historia en Europa, que usó Putin para invadir Crimea y el Dombás en 2014. Y es completamente falso. Como escribe James Meek en London Review of Books, “La principal causa del sentimiento antirruso en Ucrania hoy en día son las invasiones de Putin. Pero incluso esto no es tanto un sentimiento antirruso como anti-Putin. Es más probable que uno reciba hostilidad por hablar inglés en lugar de francés en Montreal que por hablar ruso en lugar de ucraniano en Ucrania, y hay muchos ucranianos étnicamente rusos que aborrecen al líder ruso.”
El segundo es que en Ucrania se produjo un golpe neonazi, otro bulo fácilmente desmontable: según Tim Judah, autor de In wartime. Stories from Ukraine, “En las elecciones generales de octubre de 2014, los partidos de extrema derecha de Ucrania fracasaron. Son insignificantes en comparación con su fuerza en Hungría, Francia o Italia, por ejemplo.” Y el actual presidente de Ucrania es judío. Un problema que sí tiene Ucrania, por ejemplo, es su intolerancia hacia el colectivo LGBT, parecido al de otros países del Este muy conservadores moralmente.
El otro argumento es la cercanía de la OTAN a territorio ruso. Bielorrusia y Ucrania han funcionado durante décadas como una zona buffer. Bielorrusia durante un tiempo jugó a dos bandas, pero tras el intento de revolución el año pasado, su presidente Lukashenko se ha plegado a Putin completamente: en Europa nadie aceptaría la represión brutal que hizo contra su pueblo, pero en Rusia sí. Ucrania intentó jugar a dos bandas durante la presidencia de Yanukóvich, hasta que en 2013 se inclinó hacia el lado ruso y provocó el desencanto de la población ucraniana proeuropea, que desembocó en la Revolución del Maidán (que no fue obviamente una revolución solo pro-UE sino prodemocracia y antioligárquica y contra la corrupción desbocada de Yanukóvich).
Para Putin, el deseo estratégico de no tener un país cercano a la OTAN en sus fronteras se mezcla con su supremacismo ruso: Ucrania es la “pequeña Rusia” o “Rusia menor”. Es una visión imperialista y condescendiente. Como dicen en Ucrania, un liberal-demócrata ruso deja de ser liberal-demócrata cuando le sacas la cuestión de Ucrania. Como Putin sabe que la población ucraniana se siente ucraniana, y sabe que votó a favor de la independencia de Ucrania de la URSS en 1991, solo le queda la agresión militar mezclada con la guerra psicológica y la propaganda desestabilizadora: si no podemos recuperar Ucrania, al menos intentemos que sea un Estado fallido.
El 24 de agosto de 1991, el parlamento ucraniano (todavía era el Sóviet Supremo de la República Socialista Soviética de Ucrania) votó a favor de la independencia: 346 diputados votaron a favor, cinco se abstuvieron y solo dos votaron que no. En diciembre, se celebró un referéndum en todo el país. Como escribe Serhii Plokhy en The gates of Europe. A history of Ukraine,
Los resultados fueron alucinantes incluso para los defensores más optimistas de la independencia. La participación alcanzó el 84%, con más del 90% de los votantes apoyando la independencia. El oeste de Ucrania lideró la votación, con un 99% a favor en el óblast de Ternopil, en Galicia. Pero el centro, el sur e incluso el este no se quedaron atrás. En Vinnytsia, en el centro de Ucrania, el 95% votó por la independencia; en Odesa, en el sur, el 85%; y en la región de Donetsk, en el este, el 83%. Incluso en Crimea, más de la mitad de los votantes apoyaron la independencia: El 57% en Sebastopol y el 54% en toda la península. (En aquel momento, los rusos constituían el 66% de la población de Crimea, los ucranianos el 25% y los tártaros de Crimea, que acababan de empezar a regresar a su tierra ancestral, solo el 1,5%).
Decir que Ucrania es Rusia es pensar que el país sigue en 1918 y no es una democracia. Es una visión tan anacrónica que ni siquiera pertenece a la Guerra Fría, un periodo histórico que por otra parte sigue presente en la mayoría de análisis sobre la cuestión: la nostalgia de los Grandes Poderes. La visión de Putin es la reaccionaria y nacionalista de quienes creen que importa más un acuerdo arbitrario de hace mil años que uno democrático de hace treinta. En su largo ensayo, Putin dice que “La elección espiritual de San Vladimir, que fue a la vez Príncipe de Nóvgorod y Gran Príncipe de Kiev, sigue determinando en gran medida nuestra afinidad actual”. Los ucranianos prefieren vivir en una democracia moderna en vez de afiliarse a un pacto milenario y romántico con una potencia que quiere anularlos política y culturalmente.
Y claro que hay nacionalismo ucraniano, y ultranacionalismo, ¡y neonazis! Como hay en España y en Estados Unidos y en Suecia y en Alemania. Y es verdad que muchos ucranianos encuentran la legitimidad de Ucrania en obras antiguas como Historias de los Rus y en poetas como Tarás Shevechenko; y claro que los ucranianos dicen que Europa empieza en los Cárpatos y son a menudo románticos y nacionalistas. Pero lo importante es que han ratificado la existencia de su Estado de manera democrática y libre a lo largo de los años. La Ucrania moderna no busca su legitimación en una mística del pasado sino en un “plebiscito diario”, construyendo poco a poco una democracia sobre las ruinas de varios imperios autocráticos.
Quedarse en el “No a la guerra” es admitir que uno no quiere involucrarse en la realidad, solo en sus intereses más cercanos e inmediatos. El “No a la guerra” debería ir dirigido a Putin, pero es mucho menos divertido: si no puedo exhibir mi pureza y penitencia (es decir, la de Occidente), no me interesa. Esto, como dicen Avishai Margalit y Ian Buruma en Occidentalismo, “es precisamente una forma orientalista de condescendencia, como si solo los occidentales fueran lo bastante adultos como para ser moralmente responsables de lo que hagan.” La raíz de todos vuestros males soy yo. Por favor, no dejéis de hablar de mí. ¡Escuchádme! Soy peor que vosotros, y al admitir esto me convierto, obviamente, en alguien mejor que vosotros.