“Yo no soy mujer, así que no tengo días malos”, dijo Vladimir Putin al cineasta Oliver Stone en 2017. El presidente ruso explicaba al cineasta que él siempre está en su mejor momento porque es hombre y las cosas como son. A mí se me pararon los pelos de punta, pero esa escandalosa declaración no fue motivo de vergüenza para la Embajada rusa en México que de inmediato retuiteó una de las notas que hacía eco de la frase. En la embajada están orgullosos de tener un líder fuerte.
Donald Trump, el presidente de Estados Unidos, tiene muchas frases misóginas en su costal de declaraciones torpes, pero ahora aludo a una relacionada con la caída de las bolsas: “¡No sean débiles! ¡No sean estúpidos!… Sean fuertes, valientes y pacientes, ¡y la grandeza será el resultado!”
En la web pueden encontrarse frases similares o ideas afines en otros líderes autoritarios o populistas, tanto de derecha como de izquierda. Pululan, están de vuelta y no solo son votados, sino que son admirados. La fuerza, el control, la dureza emocional, la misoginia, la verticalidad y otras versiones caricaturescas de la masculinidad son encarnadas por los autócratas contemporáneos.
Escribí masculinidad pero debo adjetivar: la masculinidad tradicional o, como la definió R. W. Connell en 1995 en Masculinities –hay una versión revisada y ampliada de 2005–, la masculinidad hegemónica. Ese término es más práctico, pues aunque hay distintas formas de ser hombre, hay una que sirve al modelo de dominación que conocemos. Esa masculinidad es una construcción que goza de autoridad, que es exaltada culturalmente y que define el ideal de varón, no solo como el que no es mujer, sino también como el que no es sensible, homosexual, intelectual. Según Connell no se nace masculino, se aprende a serlo porque las prácticas sociales lo exaltan y lo requieren en un modelo que busca competir contra todos, pelear a mordidas y ganar con la fuerza. En este modelo no solo hay varones: las integrantes del gabinete de Donald Trump son una pequeña muestra contemporánea del apoyo de mujeres a los autócratas o, mejor dicho, al modelo de masculinidad hegemónica. La historia está llena de estas mujeres: algunas incluso al frente de ejércitos, monarquías o presidencias.
La masculinidad hegemónica tiene una función simbólica poderosa: promete orden, claridad, firmeza, resolución, eficacia. Que prometa no significa que entregue, pero en contextos de transformación como el actual, esa promesa basta. Si la economía es volátil, si las mujeres ganan visibilidad, si las familias cambian, si la tecnología y los valores desubican roles, si el mundo político parece caótico, las promesas de la masculinidad hegemónica son un refugio. La jerarquía parece dar certidumbre. La testosterona parece ser la herramienta para restablecer un orden claro.
En otras palabras: cuando el mundo se vuelve líquido, lo masculino vuelve a parecer sólido. Lo vemos en el ascenso de líderes políticos que encarnan esa dureza: no solo Trump o Putin, también Bolsonaro, Erdogan, Milei. Son figuras que no prometen soluciones complejas, sino decisiones simples. Su promesa es afectiva: seguridad, orden, recuperación de identidad.
En este punto, el populismo y la masculinidad hegemónica se encuentran. Sabemos ya que el populismo no es una ideología, sino un estilo de construcción política que simplifica o amplifica o construye un conflicto social entre el pueblo y los que no lo son: una élite, la mafia del poder o algún sector que encarne a “los otros”. Este conflicto necesita una figura que actúe como el pueblo, pero más fuerte. Un líder populista encarna la emocionalidad de ese pueblo (el bueno, claro), canaliza sus pasiones y lo representa en la lucha (contra “los otros”, los que no son como él o como el pueblo).
Así, el macho autoritario se vuelve una solución política que ofrece una narrativa consoladora, una ilusión de control.
Este fenómeno no es exclusivo ni de los hombres ni de la derecha. Algunos populismos progresistas y me atrevo a escribir, feministas, pueden caer en lógicas verticales, por las cuales una figura carismática encarna al pueblo y combate a una élite malvada. Aunque el discurso sea progresista y el jefe sea jefa, la estructura emocional puede repetirse: la búsqueda de seguridad, la promesa de claridad, el orden como anhelo. No es imposible que la mujer encarne a este líder, aunque es improbable si es feminista. ¿Por qué improbable? Porque la política feminista no promete estabilidad en el modelo, sino transformación y eso genera más temor que adhesión en tiempos inciertos.
Por eso hablaré del hombre como sujeto, por practicidad. Aunque no todos los hombres –ni solo los hombres– encarnen esta masculinidad que pretende imponer orden y ofrecer consuelo. En los autócratas contemporáneos ese intento ha resultado, además, infructuoso.
Pero lo interesante es que su ineficacia no los debilita. Al contrario: los refuerza. El fracaso de las promesas solo alimenta el deseo social de más firmeza, más control, más orden, más Erdogan, más Trump, más Putin, por favor. Es una espiral que se alimenta del miedo y de la frustración. La masculinidad hegemónica no es racional, sino reactiva y al parecer funciona como estructura emocional. Qué paradoja: la vulnerabilidad emocional genera al personaje del macho sin debilidades. Susan Faludi lo explica muy bien para el caso estadounidense en Stiffed: The betrayal of the American man (1999). Su argumento es que una generación completa fue criada en la posguerra con la promesa de que lideraría el mundo y ganaría la carrera espacial, solo para encontrarse atrapada en un paisaje de expectativas incumplidas, despojada de su rol omnipotente en una cultura que ya no necesita su antigua noción de poder ni en la familia, ni en el trabajo, ni en la política. Ese vacío es terreno fértil para el retorno de un machismo violento o para la recuperación de un discurso identitario.
Por supuesto, estoy haciendo generalizaciones y hay que tener cuidado. No estoy hablando de los hombres, sino de una construcción social que es la masculinidad hegemónica encarnada por los autócratas. Además, no todos los hombres se sienten representados por el modelo hegemónico. En muchos contextos, lo que se ve es una fragmentación del modelo masculino dominante, con memes y videos que lo parodian, lo tensan o con figuras que lo habitan con incomodidad. La pluralización de las masculinidades no desaparece: convive con la nostalgia del orden perdido. El problema es que la masculinidad hegemónica, la que busca respeto y no soluciones, es la que está consiguiendo los votos. Y es un problema, no solo porque no se adapta ya al presente tecnológico, económico y global de cooperación sino porque nunca fue eficiente.
Los nostálgicos idealizan el pasado y suponen que en algún momento existió un orden masculino justo, estable y seguro. Ese orden no era ni justo ni estable ni seguro, pero además, estaba construido sobre la exclusión y la guerra. Sobre el sometimiento del extranjero, lo femenino, lo queer, lo racializado, lo pobre, lo indígena, las discapacidades, las vulnerabilidades. La masculinidad hegemónica ha sido siempre jerárquica pero también violenta y desigual. Su retorno es, mucho ojo, el retorno de esas lógicas de exclusión.
Por otro lado, me pregunto si la nostalgia por el orden masculino es tan profunda como me parece a simple vista. ¿Es la emergencia de la “verdadera” identidad social? O, con mirada optimista, ¿podría ser una reacción superficial, inmediata, defensiva y efímera? Lo ignoro. Espero que sea lo segundo.
Quizá lo importante sea reconocer que la sociedad busca consuelo pero que está produciendo nuevos y viejos problemas al creer que lo encuentra en un hombre fuerte como símbolo de orden. Claramente no necesitamos más testosterona para poner orden, sino menos. Otras masculinidades, otros órdenes. Es cierto que el escenario es líquido, cambiante, aparentemente caótico, pero es imposible regresar al orden humano del pasado y, además, recordémoslo, ni estaba tan bueno.