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A propósito de las nacionalidades. Una mirada al recipiente y a sus contenidos

"Nacionalidad" presenta una polisemia beneficiosa desde un punto de vista político: es un recipiente que puede llenarse con casi cualquier contenido. Pero esos contenidos deberían limitarse al terreno de lo simbólico.
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Cuando en las Cortes Constituyentes de 1931 apareció, de la mano de Jiménez de Asúa, aquella expresión del Estado integral, esta fue objeto de crítica por no significar verdaderamente nada y por ser, en consecuencia, un recipiente que podía rellenarse casi con cualquier contenido. Llegado el siguiente momento constituyente de la historia de España –el que alumbraría el texto de 1978– ocurrió algo similar con aquellas nacionalidades que acabarían incorporadas al contenido del artículo segundo. El filósofo y senador por designación real Julián Marías consideraba que se trataba de un término abstracto cuyo significado no era el que se le quería otorgar. Era verdad solo en parte: aunque el Diccionario de la Real Academia Española no contemplaba entonces un significado como el pretendido, esta acepción no era un neologismo estricto. El término –además de aparecer en John Stuart Mill, referencia que Marías sí aportaba– era habitual a la hora de referirse a los comunismos soviético y chino, así como históricamente lo había sido para designar a las distintas unidades que conformaron el Imperio austrohúngaro. Sin necesidad de salir de los estrictos límites españoles, el vocablo poseía una tradición marcada por su presencia en los textos de autores catalanes como Prat de la Riba, vascos como Arana, gallegos como Castelao o aragoneses como Gaspar Torrente o Calvo Alfaro. El Manifiesto Andalucista de Córdoba de 1919 iba en la misma línea. Pero ni siquiera hacía falta echar la vista tan atrás en el tiempo, ya que la utilización de este término había sido moneda corriente en los últimos años del franquismo en el lenguaje político de la oposición, especialmente del PCE, el PSOE y el catalanismo.

La nacionalidad era también ese recipiente que permitía distintos contenidos. Igual que el Estado integral de la República se presentó como un tertium genus entre el Estado unitario y el federal, las nacionalidades parecían ser una suerte de punto intermedio en el camino que iba de las regiones a las naciones. Las nacionalidades serían naciones no denominadas directamente como tales, serían naciones culturales en tanto que no comprenderían en sí el elemento de residencia de la soberanía y emanación de los poderes del Estado que sirven para definir el concepto liberal de nación. A favor de las nacionalidades estuvieron la UCD, el PSOE, el PCE y la minoría catalana. En su contra –y por razones distintas– Alianza Popular, Euskadiko Ezkerra, Esquerra Republicana de Catalunya y, en gran medida, el PNV. Existía asimismo un tercer grupo –relevante por lo que subyacía tras su postura– que era el de aquellas formaciones políticas que no veían con buenos ojos la distinción entre nacionalidades y regiones, por considerar que escondía el germen de futuros agravios y diferenciaciones entre territorios. Fue esta una opinión muy extendida. Pero es importante señalar que la realidad desmintió estos temores. Ni la Constitución definió qué era una nacionalidad, ni pudo recoger ningún catálogo de diferencias entre estas y las regiones. Ni la Constitución ni ninguna otra norma (tampoco los Estatutos de Autonomía que se irían aprobando) establecieron consecuencias derivadas del hecho de ser nacionalidad. Las diferencias que existieron entre comunidades autónomas –sin entrar aquí en la diferencia principal, representada por los regímenes fiscales especiales de País Vasco y Navarra– se debieron a los distintos niveles competenciales, fruto a su vez de las distintas vías utilizadas para crear cada Comunidad. Esa diferencia se fue corrigiendo en los años noventa del siglo XX hasta eliminarse casi por completo. Por otra parte, en lo relativo a la organización de las instituciones autonómicas, la posible distinción que hubiera podido existir nunca se dio en la práctica, presentando desde el comienzo todas las Comunidades un igual esquema institucional básico, formado por Parlamento, Presidente, Consejo de Gobierno y Tribunal Superior de Justicia.

¿Para qué sirvió, entonces, la introducción de la palabra nacionalidades en la Constitución? Pese a todos los problemas que planteaba el término –especialmente, su carga de historicismo y las dificultades para acotar su significado–, su uso fue un acierto en la medida en que logró un amplio e importante consenso, con lo que tuvo de integración de distintos sectores políticos en el pacto constitucional. Cataluña, País Vasco, Galicia, Andalucía y Comunidad Valenciana se definieron como nacionalidades en sus Estatutos. Galicia, concretamente, se definió como nacionalidad histórica. En Aragón existió un importante debate, pero finalmente se optó por no usar ni el término región, ni el término nacionalidad. Aragón adoptó esta denominación en 1996, año en el que también lo hizo Canarias. En la última tanda de reformas estatutarias –ya en el siglo XXI– la Comunidad Valenciana, Andalucía y Aragón pasaron a ser nacionalidades históricas, incorporándose también a este club las Islas Baleares. Castilla y León se definió como comunidad histórica y cultural. Y Cataluña, que mantuvo la definición como nacionalidad, introdujo el conocido debate causado por las referencias a la nación. Como se ve, crecieron las nacionalidades y creció el historicismo, implícito ya de alguna manera en el propio término nacionalidad, sin necesidad de adjetivos. El hasta ahora último capítulo en esta carrera de definiciones lo acaban de protagonizar las Cortes aragonesas, con la aprobación de la Ley de actualización de los derechos históricos de Aragón –una norma cargada de contenidos de dudosa constitucionalidad–, en cuyo artículo primero se define a Aragón como nacionalidad histórica, de naturaleza foral, signifique esto lo que signifique.

Sería muy positivo diferenciar los planos sentimentales e históricos (muchas veces, falsa o interesadamente históricos) de los estrictamente jurídicos, así como que el trayecto hacia una racionalidad federal haría bien en llegar a la ausencia de este tipo de definiciones. Sin embargo, si existen comunidades que quieren acogerse a las mismas porque en ellas encuentran un reconocimiento, que puede ayudar además a la estabilidad y a la integración, como ocurrió en 1978, bienvenidas sean. Al contrario de lo que opina el profesor Pedro Cruz Villalón en un reciente artículo en el diario El País, creo que lo positivo del término es que no puede reservarse solo para ciertos territorios y que nacionalidad, por lo tanto, puede serlo quien así lo considere. Porque, en realidad, la palabra presenta una polisemia beneficiosa desde un punto de vista político. Es ese recipiente –del que hablaba al comienzo– que puede rellenarse casi con cualquier contenido. En todo caso, esos contenidos habrán de moverse siempre en las aguas de lo simbólico, sin pretender extraer de ellos consecuencias jurídicas expresas en materia competencial, institucional o financiera. Tratar de acotar la definición o de asociarle un listado cerrado de sujetos titulares negaría a las nacionalidades la función de válvula de escape que han venido desempeñando. No estoy seguro del futuro que el término pueda tener, ya que dudo que sigan sirviendo los meros reconocimientos simbólicos; o probablemente estos hayan de articularse en torno a otros conceptos y expresiones. Pero esta es ya –o lo será, quizás– otra historia.

 

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(Zaragoza, 1978) es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Zaragoza y escritor. En 2013 publicó Sobre la democracia representativa. Un análisis de sus capacidades e insuficiencias (PUZ).


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