Entrevista con Fernando Vallespín: “La cultura de la cancelación no va a ser buena para los objetivos por los que lucha”

En esta entrevista hablamos de sus dos libros más recientes: un ensayo sobre el Leviatán de Hobbes y una reflexión sobre la intolerancia en la sociedad contemporánea.
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Fernando Vallespín es catedrático de ciencia política en la Universidad Autónoma de Madrid. Editó una Historia de las ideas políticas (Alianza) y es autor de libros como La mentira os hará libres (Galaxia Gutenberg). En esta entrevista hablamos de sus dos libros más recientes: un ensayo sobre el Leviatán de Hobbes y una reflexión sobre la intolerancia en la sociedad contemporánea.

Has sacado dos libros a la vez. Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes es un producto de mucho tiempo de trabajo y La sociedad de la intolerancia es más de urgencia. 

La sociedad de la intolerancia es un intento por levantar acta de lo que está pasando en la esfera de la política, en un momento particularmente extraño para la democracia, cuando se siente por primera vez, al menos desde hace 40 años en los países donde supuestamente estaba más asentada, como pueden ser los anglosajones, en particular en Reino Unido y Estados Unidos, pero también con repercusiones muy claras en otros, como Francia o en la misma España. El de Hobbes es un libro sobre un clásico político, pero aquello que elegí de la obra de Hobbes tiene mucho que ver con algunos de los síntomas con los que nos encontramos hoy: qué ocurre cuando no nos entendemos es, en definitiva, el problema que se plantea Hobbes, y cómo los conflictos derivan, fundamentalmente, de nuestra propia incomunicación, cuando no existe una instancia racional que tiene la capacidad para encauzarlos.

Dos formas de acercarse a la comunicación y el lenguaje.

El lenguaje ha dejado de cumplir su función. No sirve para alcanzar el entendimiento sino que fomenta la disensión y sobre todo, y este es un punto muy importante porque enlaza con el populismo actual, la vida política está en manos de demagogos.

Hobbes denuncia lo que hacen los populistas: aprovechar lo que en el fondo son significantes vacíos, que son los grandes conceptos políticos, para ocuparlos y satisfacer sus propios fines políticos, es decir, valerte del lenguaje para aprovechar su ambigüedad, instrumentalizarlo para tu propio partidismo.

E indudablemente la época de Hobbes tiene también algo que nos recuerda a la nuestra y es el hecho de que es un momento en el que aparece de verdad la esfera pública de la política, no en la Ilustración, donde la ubica Habermas, por ejemplo. Aparece toda la panfletística. Hay un antecedente, pero es casi simultáneo al de la obra de Hobbes: el protestantismo. Sin la imprenta, Lutero no hubiera tenido el más mínimo impacto. El lenguaje cobra una importancia de la que hasta entonces carecía y curiosamente, en nuestra época también hay una revolución en marcha en la comunicación, que es internet. Sobre todo la comunicación política a través de las redes sociales. Me pareció que era interesante y lo trato en los dos libros de forma diferenciada. Cada uno tiene  su momento histórico y sus particularidades, pero los dos van de lenguaje y política y tratan de lo que ocurre cuando no nos entendemos. Es ese el problema sobre el que gira, yo creo, nuestra convivencia política hoy en día. Y es donde se produjo realmente la auténtica quiebra.

Señalas la relación entre comunicación y comunidad.

Ese es un tema que desarrolla sobre todo Montaigne. Habla de comunidad/comunicación, señala que tienen la misma raíz. Es lo común: es lo que compartimos. Compartimos el significado de las palabras. El padre de esta idea es Tucídides y de ahí lo saca claramente Hobbes. Cuando nos falla aquello que sirve para dotar de sentido, lo que nos es común, tenemos un problema en nuestra convivencia. O, lo que es lo mismo, nuestra comunidad deja de ser tal. Entonces aparecen opciones que devienen en antagónicas. Eso se sostiene a través de un uso muy instrumentalizado del lenguaje. Cuando privas al lenguaje de sus significados comunes dejas de utilizarlo para entenderte y lo utilizas para diferenciarte, es entonces cuando realmente sale a la luz lo problemático de nuestra convivencia. Lo vio Montaigne porque su mundo también es el protestantismo, las guerras de religión. Lo que le preocupa, como a Tucídides, es la guerra civil. Ahora estaríamos en una especie de guerra civil, aunque, como dice Hobbes, de las plumas. Y con algo más.

Me metí en Hobbes cuando estuve de presidente del CIS porque necesitaba algo antagónico con respecto a lo empírico, a lo cuantitativo. Meterme en una teoría dura como es la suya me pareció muy gratificante o por lo menos me compensaba, de esa otra parte más cuantitativa, más estadística. Desde entonces lo tengo ahí como un autor de cabecera. Lo bueno de estos autores es que siempre encuentras en ellos intuiciones que son fascinantes. Ahora, por ejemplo, con la pandemia: es el problema de seguridad y libertad. O sea, una y otra vez esos grandes problemas, pues salen otra vez a la palestra. O el tema de los límites de la libertad, con John Stuart Mill, y el principio del daño.

Hablas del paso a una sociedad posliberal, que creo que es uno de los temores del libro. Pero también explicas que algunas tendencias han existido siempre. ¿Por qué esta vez es distinto?

Llegué a este libro después de centrarme en analizar la crisis de la democracia, por utilizar un eslogan, y otras predicciones de que si efectivamente la democracia está muriendo, algo bastante tremendista y una reacción frente al populismo. Pero, más que el populismo, el momento populista es representativo de algo que tenemos más o menos cartografiado, porque la crisis es la frustración de expectativas, es la emigración… Bueno, en el fondo es la globalización. La inmigración realmente masiva es producto de la globalización también, como la heterogeneización de nuestras sociedades, el hecho de que ya no nos identificamos con la gente que vemos por la calle y nos sentimos extraños. Quizá el cambio valorativo fue más rápido de lo que algunos sectores sociales estaban dispuestos a aceptar y se produce el backlash. Es el retorno a otro tipo de valores culturales que pensábamos que estaban pasados, pero en realidad siguen vigentes para mucha gente. Creo que es una descripción muy buena para explicar lo que ocurre en Estados Unidos.

Bueno, estaba metido en eso y de repente me di cuenta de que realmente el problema no es el populismo. El populismo es un síntoma de algo más profundo. Y eso más profundo tiene mucho que ver con la pérdida de eficacia de cultura política. ¿Qué es la cultura política liberal? Es la existencia de todo un conjunto de valores que poseían una eficacia para integrar el pluralismo de nuestras sociedades y la diversidad, entendiendo por el pluralismo la pluralidad de concepciones del bien, mientras que diversidad tiene más que ver con aquellos elementos diversos étnica, lingüísticamente, de una manera más sustancial, menos política y quizá más étnico-cultural, cuando uno se enfrenta con universos valorativos radicalmente distintos, como pueden ser los que representa el islam. Tirando de ese hilo me fijé en el concepto de tolerancia, porque cuando uno consume medios de comunicación y sobre todo en redes sociales lo que aprecia realmente es el rechazo del diferente. 

La sensación que he tenido cuando me he visto sujeto a algún tipo de discrepancia es que realmente no era una discrepancia, un rechazo a las ideas que yo sostenía, sino que me recordaban que yo no tenía derecho a tener las ideas que yo emitía. Y yo soy moderado. Pero claro, hemos montado todo este sistema sobre el presupuesto de la necesidad de respetar incluso aquello que nos duele y que nos provoca disgusto. Y cuando uno se desvía mínimamente, porque además son desviaciones que realmente tampoco son tan dramáticas, uno recibe el chaparrón de mierda que dicen los anglosajones.

¿A qué se debe?

Tiene mucho que ver, indudablemente, con los sesgos. Introduce el nuevo sistema de comunicación. Si participamos en una discusión de barra de bar, pues uno también se somete a ese tipo de reacciones. Lo que pasa es que el espacio público tiene esa capacidad de obligarnos a ser educados, a someternos a la serie de reglas. Y eso es lo que se ha liquidado. Lo que ocurre es que a los que no han sido socializados en el mundo anterior, donde se respetaban esas reglas, donde el respeto por las posiciones divergentes del otro formaba parte de las reglas de convivencia les parece normal proceder a esa penalización de quien no opina como ellos. Estamos enfrentando diferentes opiniones de lo político, de la idea de opinión. Y si la democracia es el gobierno de la opinión, que indudablemente lo es, ¿de qué nos sirve tener opiniones diferentes si estas opiniones se presentan como antagónicas, es decir, como incapaces de poder convivir y de poder sujetarse a lo que nosotros pensábamos que se producía en la conversación pública, que es un proceso de purificación, donde se excluyen aquellas opiniones que diríamos que están asentadas sobre la nada, o sobre la ausencia de razonamientos mínimamente serios?

Hemos renunciado a ser una sociedad integradora. Es una sociedad donde lo plural deviene en tribal. La aspiración de muchas de estas guerras culturales realmente es excluir a quien no participa de ellas, cuando realmente nuestra idea era contraria a esta. Se trataba de integrar, se trataba de incorporar a quien disentía, de tal manera que todos pudiéramos compartir una serie de principios. Entre ellos estaban el de la tolerancia, indudablemente, que permitían esa convivencia común. Si eso desaparece, en lo cultural volvemos a una visión muy parecida al diagnóstico del antagonismo de clase de Marx, es decir, que solo puede quedar una visión, en este caso el proletariado, porque además es la que es acorde con la historia, etc. Por tanto, no hay posibilidad de que poco a poco aquellas visiones que tienen mayor capacidad de convicción vayan permaneciendo siempre provisionalmente. De la homofobia hemos pasado a una sociedad donde la homosexualidad es aceptada y se les reconoce derechos a los homosexuales, que hasta ahora no tenían. Es el producto de luchas sociales, pero luchas dialécticas donde aparecía algún tipo de síntesis porque se integraba el contraste, se integraba la antítesis. Ahora no, ahora es o tesis o antítesis; no se aspira a una síntesis, o sea, o vence la posición A o vence la posición B. Y bueno, esto es posiberal. O preliberal: siempre tiene que ganar o una confesión religiosa u otra, pero no pueden convivir. Es la aspiración del liberalismo y por lo que nace realmente el liberalismo. Parece que hemos diluido la idea de que se puede hacer una negociación.

Tiene que ver con una idea de lo sagrado, con la moralización.

La política se ha moralizado y la moralización significa que toda posición política ya no se sostiene sobre opiniones, por tanto, no se sostiene sobre postulados o posturas políticas que requieren una negociación política, sino que se sostiene sobre dogmas morales. Si es una cuestión de principios, indudablemente, ahora tú no negocias con alguien que está radicalmente a favor de algo que tú rechazas moralmente. Tratas de imponer tu posición moral sobre la otra porque consideras que es la correcta y consideras además que debe haber una aspiración a que sea integrada, a que pueda predicarse con carácter universal. Sería un poco la idea. Entonces, claro, ahí es donde está el problema.

Esa cuasi unanimidad que había respecto de cuáles eran los principios fundamentales que sostenían nuestro ordenamiento político se ha perdido, hay una disputa. Era una cultura cuya identidad se extraía no de una uniformización étnica, lingüística o lo que fuere, sino que derivaba precisamente de compartir una serie de presupuestos normativos. Si estos presupuestos normativos se ponen en cuestión, pues ¿qué nos queda como identidad? Ahí es donde estamos. Por eso al final me atrevo a apuntar que estamos ante una situación de crisis de civilización o de agotamiento civilizatorio, de una cierta incapacidad para vernos con la posibilidad de integrar este nuevo conflicto al modo tradicional dentro de nuestra civilización, a partir de ese mínimo de principios compartidos.

Estamos en una situación en la que cada una de las tribus aspira a ser la hegemónica y, por tanto, excluir a las demás. ¿Cómo va a acabar? Realmente no lo sé, ni tampoco tengo muy claro por qué se ha producido. Pero lo que sí tengo claro es que el problema de nuestra civilización es un problema de división interna. Es decir, no es una amenaza externa, sino que es que no hemos sabido interiorizar de una manera eficaz el cambio social o el cambio tecnológico. Estamos ante una serie de fenómenos… Algo que yo vengo observando desde los años 80, por ejemplo, es que tenemos una crisis de futuro. Hay, por tanto, una crisis en un discurso del progreso. Crecemos económicamente, pero no progresamos: esa es la percepción. ¿Qué hace ante eso una civilización que ha hecho de la idea de progreso uno de sus elementos fundamentales?

En Hobbes hay cierta idea de limitación: vamos a dejar la religión al margen porque si no nos matamos. Hay cierta idea de escarmiento. Parece que en muchos occidentales en este tiempo ha habido unos conflictos que se han ido reduciendo y eso hace minusvalorar el peligro. Alguien de mi generación, y no digamos si es estadounidense, da por hecha la libertad de expresión, es algo que considera dado y quizá no la valora o tiene problemas para imaginar las consecuencias de perderla.

Es lo que se empezó a hablar cuando se diseñó la teoría de los valores posmaterialistas, es decir, cuando tienes satisfechas tus necesidades económicas básicas, pues aspiras a algo más. Hay mucho de eso, pero el problema está en que ahora somos más sensibles a una dimensión que quizá estaba también obturada por las luchas por la distribución de recursos, que es el reconocimiento. Hemos pasado de una sociedad de la indiferencia a una sociedad del yo, donde todos pudiéramos ser yoes narcisistas, algo a lo que han contribuido las nuevas tecnologías. Y sin embargo nos damos cuenta de que no tenemos el impacto que esperábamos tener, por diferentes razones. En esa sociedad del yo, eso que hacíamos recaer sobre el sujeto el propio sujeto se ve incapaz de desarrollarlo por sí mismo, y entonces se siente obligado a identificarse con algún tipo de comunidad. Es un tipo de comunidad fundamentalmente identitaria, que es lo que tienes más cerca. Es un fracaso del individualismo liberal: es esa otra dimensión, porque es el pluralismo o tribalismo. También está esta otra de autonomía del sujeto frente a identitarismo. Es decir, el sujeto ya no habla por sí mismo, habla como representante de una identidad.

Hablas del culto a las identidades.

Lo que importa no es lo que yo pienso, sino lo que importa es el grupo al que yo me siento adscrito, porque pienso que yo no tengo identidad fuera ya de la identidad que tiene ese grupo y, si ese grupo no es reconocido, entonces yo me encabrono y es cuando realmente se entra en conflicto: un conflicto tribal al final.

Eso también afecta el concepto de tolerancia. Porque el concepto de tolerancia, aunque tiene una dimensión grupal, es decir, la necesidad de proteger, la necesidad de respetar a los grupos por su adscripción étnica. Ahora hemos entrado en tales sutilezas que uno se da cuenta de que, dentro de los grupos que combaten el supremacismo blanco hay todo un archipiélago de identidades que se disputan entre sí la forma en la que todos ellos tienen que presentar sus luchas por el reconocimiento.

Hay una novela que me pareció muy simpática, Identitti, de Mithu Sanyal. Ojalá se traduzca. Explica bien cómo empezó una nueva casuística de guerras culturales, de cómo eso, a su vez, se ha ido pluralizando. La lucha política de estos grupos ha acabado banalizándose, porque el adversario ha actuado siguiendo sus mismas reglas: los viejos hombres blancos occidentales también somos una identidad que se siente amenazada por los otros grupos.

Estamos en un momento gramsciano. La guerra cultural es una guerra por la hegemonía. Si esto fuera un mero juego –puramente superestructural, por utilizar un vocabulario un poco viejo–, sería una característica más de una sociedad, como la antigua Grecia ¿no?, donde les encantaban las disputas y discusiones y especulaban sobre lo divino y lo humano. Pero el problema es que mientras tanto hay que ir gestionando la realidad. Me gustan mucho los términos que utiliza Peter Sloterdijk, que dice que estamos en un estado reparador, es decir, que las instituciones públicas se han convertido en algo así como un taller de reparaciones de lo que ocurre en la sociedad. Esa política que interviene, esa política que a la vez ya tiene que resolver problemas, que igual los genera China o se generan en otro lugar del mundo completamente diferente, pero tenemos que resolver aquí, es completamente ajena a todas esas guerras culturales. Es management en el sentido tradicional, y es un concepto que se ha acoplado muy bien a lo que era el liberalismo en el sentido tradicional y a la socialdemocracia. Los únicos que buscan escaparse de las guerras culturales o que no tienen más remedio también que intervenir se han convertido en los gestores del sistema. Y por tanto están despolitizando el sistema. Pero claro, los otros lo están hiperpolitizando. Entonces hay una especie de contraste fascinante, entre una hiperpolitización, por un lado, a través de las guerras culturales y por otro lado, una despolitización. Ahí es donde se produce en cierto modo ese todo, ese choque.

En la política española lo vemos todo el rato. Y luego también tienes la sensación de que en algunas cosas más importantes no habría grandísimas diferencias porque estás en la caja de Europa, digamos.

Claro. Europa ahora es el gran hermano, el gran hermano reparador. Al final el taller es Europa. Y nosotros tenemos pequeños tallercillos donde uno se dedica a cambiar ruedas o a cambiar el aceite y los frenos. Pero en el fondo, realmente el gran taller reparador es Europa. Lo hemos visto ahora con lo de la pandemia. La pandemia ha sido fascinante porque nos ha sacado a la luz real de que cuando hay un verdadero problema realmente tenemos poca autonomía como Estado. Te sirve de poco cerrar las fronteras. Porque no se trata de que suban o no los contagios, sino de cómo puedes resolver los problemas derivados precisamente de haber cerrado las fronteras y de haber parado la producción.

También tratas la cuestión de la cultura de la cancelación. Cuentas un episodio que te sucedió en clase. Es algo que en España no alcanza las dimensiones que ha alcanzado en Estados Unidos y en Gran Bretaña pero sí que te produce una cierta perplejidad

Otro tema que me parece que es fundamental de la cultura liberal es la libertad de expresión. Y cuando la libertad de expresión se siente amenazada, entonces sí que tenemos un problema. O sea, eso de tener que estar autocensurándote todo el tiempo porque si no te van a machacar, o en la red, e incluso puede existir la posibilidad –que es muy cierta en el Reino y en Estados Unidos– de que puedas perder tu empleo por haber hecho determinadas manifestaciones es una línea roja. Lo podemos llamar libertad de expresión o no pero la sensación es de perder tu libertad. Una cosa es que te adviertan: oiga esto que usted ha dicho no me ha gustado y es más, me he ofendido. Y otra cosa diferente es que te penalicen porque tú hayas cometido una ofensa, sobre todo porque no hay una instancia neutra que permita evaluar la objetividad de la ofensa. Si dejamos que la ofensa sea solamente una percepción subjetiva, estamos perdidos. Es como si las víctimas pudieran poner la pena a los delincuentes. Necesitamos que haya un sistema neutro, que tenga la capacidad de ser quien sanciona ese tipo de conductas. Y ahora lo que nos vienen a decir estos grupos de los que hemos hablado antes, identitarios, es que solamente nosotros tenemos la capacidad para poder manifestar cuándo se nos ofende. Esto es peligroso porque rompe un sistema de reglas que está muy bien tipificado, donde, por ejemplo, quien acaba decidiendo es un juez, pero luego cuando un juez decide y no nos gusta cómo decide, pues se monta otra vez un pollo, etc. Por supuesto que se pueden criticar sentencias pero lo que no puede ser es que cada uno critique las sentencias en función de lo que le va en ello. Además, el propio sistema judicial tiene un mecanismo de recursos que permite que otros jueces puedan enmendar la plana del juez anterior.

Eesto realmente fue lo que me hizo sentarme a escribir, porque muy probablemente hubiera escrito otro tipo de libro si no me hubiera ocurrido esa anécdota que narro porque me sentí claramente indefenso. Y sobre todo sientes una indefensión mezclada con una cierta sensación de absurdo. Porque cuando te dicen que no puedes decir que un autor era homosexual en nombre precisamente a la emancipación de los homosexuales, hay un problema. Imaginemos que hablas del constreñimiento del poder sobre la sexualidad, etcétera, etcétera y por tanto tenemos la emancipación, como puede ser el caso de Foucault. Y entonces te encuentras con que una serie de clichés se imponen sobre una discusión crítica seria; el objeto de estudio aparece al final radicalmente banalizado, y eso para mí es una pérdida.

Acentuar este tipo de cosas es un poco absurdo. Aparte de lo que significa esto, que recuerda un poco de la idea de que a los niños no se les puede frustrar. Oiga, mire, si es que la frustración va de suyo; la vida es frustración. Pero es que no se le puede ofender a nadie, te dicen. Mire, es imposible no ofender a nadie.

Precisamente por eso nos hemos creado una dinámica donde las reglas ya no son claras y donde un lugar como la universidad que debe ser un sitio donde lo que se debe fomentar es precisamente lo contrario: la libertad para poder expresarte, la libertad para poder intercambiar opiniones, libertad para discutir estas cosas, pero no a partir de tabús, sino a partir precisamente de la misma discusión. Eso no apunta a nada bueno. Creo que va a ser temporal, pero bueno, mientras esté aquí, pues nos va a crear problemas. Se ha logrado mucho. Es decir, el lenguaje no sexista, por ejemplo, es ya absolutamente habitual en todas nuestras universidades. Por poner un ejemplo, incluso la forma en que los alumnos que no son heterosexuales se manifiestan también ha cambiado. O sea que aquello que se buscaba se ha conseguido, se está consiguiendo de una manera muy eficaz. No podemos romper con otras cosas que no son incompatibles con esto y que se están viendo erosionadas en nombre de aquello que la mayoría de los casos se ha conseguido efectivamente.

Es curioso cómo se mezcla esa obsesión por la sensibilidad con una visión implacable. Y además, la transgresión se produce aunque tú no tengas intención de ofender o lo que sea. Te conviertes en una especie de símbolo.

Si o eres parte del patriarcado o eres parte de la cultura superior o eres parte la heterosexualidad. Y ahí me parece que estamos perdiendo fluidez, curiosamente además quienes afirman eso son precisamente aquellos que acentúan, por otro lado, la fluidez entre los sexos. Hay una contradicción entre afirmar eso por un lado y por otro lado decir que atentas contra ellos. Creo en la igualdad de derechos y, por tanto, a mí me parece que lo ideal es que si alguien es de color, no heterosexual, etcétera, el logro es verlos como iguales en último término, a aquellos que forman parte de aquello que se combate. Pero desde el momento se te presentan como diferentes, es inevitable que tú al final no puedes considerarles iguales porque tienes que atender a eso. Ahí está la gran contradicción. Es decir, ellos hacen su lucha por la igualdad, pero utilizando unos medios que impiden que al final esa igualdad se produzca.

Digo todo esto siendo muy consciente de que existen abusos y muchos otros problemas. Pero me preocupa porque creo que la cultura de la cancelación no va a ser buena para los objetivos por los que lucha, sino todo lo contrario, ni la consecución de la igualdad va a poder producirse a partir de la acentuación de las diferencias.

Ocurre algo parecido con la libertad de expresión y los debates. Pasamos, parece, de la idea de Mill a la de Marcuse: de una idea de una lucha de argumentos a una idea donde lo que cuenta son las posiciones de poder.

La tolerancia es una virtud que nadie sabe realmente lo que es porque la gente piensa que tolerancia es aceptación o indiferencia. Es muy importante recordar dos cosas: que la tolerancia es aceptación, pero de lo que no te gusta e incluso de cosas que eventualmente te pueden molestar. Y luego que también hay límites a la tolerancia. Es decir, que no todo es tolerable y que, por tanto, hay que ser muy cauteloso a la hora de trazar ese perímetro de lo tolerable y lo intolerable. Ahora estamos restringiendo el perímetro de lo tolerable: es interesante pero muy peligroso. Cuando en Francia se prohíbe el burkini, tenemos un problema. Pero cuando no puedes criticar el burkini también tenemos un problema. Entonces yo creo que estamos en ambas cosas. Y por eso somos intolerantes.

Podemos ir a la gran cantidad de ejemplos. Pablo Iglesias decía que le parecía muy bien que Pablo Hàsel dijera lo que quisiera. Y sin embargo quería prohibir a Vox. ¿Por qué Vox no puede decir lo que dice de que no haya partidos independentistas, por ejemplo, que se les ilegalice, y el otro puede decir que es que hay que clavar un piolet a Bono?

Hablas de la carta de Harper’s contra la cancelación. Recuerdo que Tyler Cowen hacía una crítica “straussiana” del documento. Decía: protestan ahora cuando afecta a gente más o menos próxima pero quizá esa exclusión ya sucedía con otros y no les molestaba. La carta iba, digamos, de Chomsky a David Frum, que trabajaba en la administración Bush, pero no iba más allá. Es como si en España dijeras: está Zarzalejos, pero no está Jiménez Losantos.

Sí, eso es verdad. Pero yo creo que hay ahí una incompatibilidad muchas veces personal. La izquierda interpretó mal la carta de Harper’s porque fue ad personam. Es decir, “estos son los privilegiados”. Pero claro, los privilegiados eran los que firmaban para que tuvieran impacto. Yo, al principio, la verdad es que tuve mi reticencia con lo de la carta porque salió en un momento en el que tampoco teníamos tanto conocimiento de lo que estaba pasando. Después me di cuenta de que era más serio de lo que había pensado en un principio. Al principio pensabas: que haya cuatro casos aislados. Pero luego me di cuenta y vamos… Un artículo de Anne Applebaum en The Atlantic de hace poco era apabullante. Los casos que pone son verdaderamente increíbles.

Otra idea que me gusta del libro, que tiene que ver un poco con el de Cómo mueren las democracias, es la idea de conservar el armazón o las instituciones liberales, pero pervertidas. Lo vemos en España.

La instrumentalización partidista de las instituciones es uno de los grandes problemas que tienen las instituciones y provoca la pérdida de confianza de las mismas y en la política general. Es el mayor problema que tenemos con la democracia ahora mismo. Le veo muy mala solución. Quizá debamos, después de todo, atrevernos a dar la vuelta a una reforma en serio de los sistemas parlamentarios. Estamos siguiendo un modelo que en lo esencial fue diseñado a finales del XIX y comienzos del siglo XX. Y ahora estamos en un mundo tan radicalmente diferente…

Cuando uno ve cómo funciona el Parlamento, pues ahí también te echas a temblar. Tampoco es que haya una alternativa mejor, porque yo no la veo, sinceramente. Que haya representación por sorteo o ese tipo de cosas… creo que las consecuencias serían peores todavía de lo que tenemos. Hay que reformarlo con mucho cuidado, pero me parece que es necesario. Tampoco habíamos previsto que la opinión pública fuera a degenerar en lo que estamos viendo en las redes sociales… El funcionamiento de la división de poderes, por ejemplo

En La sociedad decadente dice Douthat: vivimos en una sociedad en la que podemos colocar un hombre en la luna, pero somos incapaces de aprobar un presupuesto. Somos incapaces de aprobar un presupuesto porque no somos capaces de entendernos en algo que debería ser sencillísimo. Y eso tiene mucho que ver con todo el sistema de vetos. Pero, claro, el modelo del populista –resolver eso diciendo: Bueno, no hay que poner ningún límite, ninguna cortapisa a la decisión de la mayoría– es peor. Con lo cual estamos siempre teniendo que balancear entre estos dos males.

He pensado más en la parte más cultural, más de valores, y menos en la parte más pragmática, que es cómo traducimos esos valores después en instituciones. Y ahí sí que hay mucha complejidad. Es muy difícil resolverlo, pero por ejemplo, la Unión Europea, que empezó siendo una institución exclusivamente organizada a través de los Estados, está dando paso a otra cosa diferente. Y eso gracias a que nos atrevimos a ser más audaces. Igual deberíamos empezar a tomarnos en serio eso, pero sin vulnerar los principios básicos del liberalismo, como el control del poder, por ejemplo. Es algo que trata de eliminar el populismo. Deberíamos avanzar en alguna solución, un poco imaginativa y a la vez eficaz, claro. Deberíamos empezar poco a poco. Una cosa un poco parecida a lo que hicieron en Irlanda, buscando esa especie de convención de ciudadanos para la reforma constitucional, deliberativa. Empezar a ensayar con ese tipo de cosas y ver cómo funcionan.

Hablabas de La sociedad decadente de Douthat y creo que la decadencia es un tema sobre el que estás escribiendo.

No lo tengo pensado todavía como un libro porque además no tengo claro el tipo de libro que es y me temo que tiene que ser más denso, más cultural. Lo que me fascina de la modernidad es que desde que aparece está en decadencia. ¿Qué pasa con un modelo, que desde que nace todas las generaciones piensan que estamos con problemas? Fíjate, el periodo de entreguerras, La montaña mágica… Lo venimos hablando desde hace tanto tiempo… Pero yo creo que ahora es diferente. La doble amenaza del desarrollo tecnológico por un lado y el cambio climático por otro significa un salto cualitativo. Igual que hablábamos de si vamos a tener que reajustar nuestro sistema institucional a todos los cambios producidos, quizá necesitamos también organizar nuestro sistema cultural ante esos cambios. El sociólogo alemán Hartmut Rosa señala que el dispositivo del que nos hemos valido siempre ha sido el crecimiento, el incremento de todas las cosas, la velocidad. Y de repente imaginarnos un mundo donde tenemos que desacelerar, que buscar el decrecimiento de muchas cosas, rompe con nuestra identidad como seres que participaban del mundo moderno. O el hecho de tener que delegar funciones en máquinas. O tener que estar sujetos a una supervisión permanente. ¿Eso cómo nos va a afectar desde la perspectiva de lo que es nuestra identidad cultural? Y como profesor maduro, cercano a la jubilación, puedo permitirme esos lujos, saltar a obras literarias.

Estabas trabajando sobre las distopías.

Me he dado cuenta que deberíamos hacer menos caso a la literatura distópica. Es la reacción histérica a lo que nos está pasando. Es más interesante una reacción menos hiperbólica y que apenas nos llega, pero que está ahí y describe una nueva alienación, que presta atención a la vida cotidiana.

Escribes sobre Hobbes. Ahora parece que hay también esa sensación de que las humanidades no importan o de de que están orilladas. Y sin embargo, este es uno de esos libros donde reivindicas el valor que tiene a veces buscar ahí.

Esto también es un síntoma de crisis de civilización, cuando perdemos el interés por nuestra propia herencia. Porque nosotros nos alimentamos de todo este conjunto de historias, de obras literarias. Y claro, imaginarse una sociedad donde eso ya no se discute… ¿Sobre qué vamos a discutir? La educación humanística parte de la idea de que tú solamente puedes aprender a pensar realmente si te ofrecen materias donde puedes sacar a la luz la creatividad y un tipo de discusión que es imposible allí donde lo que se te presenta son fórmulas matemáticas o datos. Te presentan como una objetividad que tienes que conocer y, por tanto, una fórmula química. Pues la fórmula química no se piensa, se aprende. Tú puedes organizar tu mente para ver cómo das con esa fórmula, y eso es una actividad intelectual imprescindible, igual que hacer una ecuación matemática. Pero para lo que supuestamente sirve la educación es para construirnos a nosotros mismos a través de nuestra propia experiencia humana, tomar conciencia de que formamos parte de una cadena que ha ido desarrollándose a lo largo de la historia. Y si nos cortan eso, yo creo que nos encontraremos todavía más solos, todavía más aislados y todavía más en crisis.

Por esta cientificación de las ciencias sociales tendemos a cuantificarlo todo. Tendemos a ofrecer una enorme cantidad de datos. Pero la mayoría de las preguntas no tienen una respuesta científica, y son las que tienen que ver con el ser humano. Lo que hacemos en las ciencias sociales es formular preguntas que puedan presentarse de forma científica o pseudocientífica, que admiten un tratamiento estadístico, por ejemplo. Podemos cuantificar cómo de desigual es nuestra sociedad, pero no podemos saber cuál es el nivel ideal de desigualdad. Para eso tienes que meterte en una discusión con John Rawls y toda la gente que se ha ocupado de ese tipo de cuestiones, que son cuestiones normativas en última instancia. O cómo hemos de tratar a quienes no son como nosotros. Podemos cuantificar el número de inmigrantes que están con nosotros, su procedencia, etc., pero alguien tiene que diseñar una teoría para ver cómo podemos convivir juntos.

Si vamos arrinconando a aquellos que se han especializado en pensar sobre eso o se han especializado en ofrecer macrodiagnósticos, sabremos, como decía Adorno, cada vez más sobre cada vez menos hasta que al final acabemos sabiéndolo todo sobre nada. Esa es un poco la percepción que uno tiene muchas veces cuando se comunica con colegas fuera de su área de especialidad. Tienden a crear sus propias tribus, que excluyen a las otras por no científicas o, al revés, porque son científicas o porque cuantifican de esta manera o utilizan este método en vez de utilizar el otro. También ahí hay un proceso de tribalización que impide la discusión intelectual abierta y constructiva, que es lo que yo creo que en estos momentos más necesitamos.

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