Sigue el link para leer la Parte 1 de las Crónicas de la ocupación.
Para formarse una opinión sobre cualquier cuestión social, uno puede recurrir a varias fuentes de información, pero la relación de los hechos siempre viene en uno de dos formatos, no necesariamente puros ni incompatibles, aunque claramente identificables: las anécdotas personales y los datos estadísticos.
Sobre la delincuencia juvenil en Washington, DC, hay cientos de anécdotas. Por ejemplo, de 2022 a la fecha, adolescentes, generalmente en parejas, han abandonado carros robados en mi cuadra hasta en cuatro ocasiones. La primera vez, apareció muy temprano en la mañana justo frente a mi casa un auto sedán gris mal estacionado y con el motor en marcha. Al revisar la cámara de seguridad, pudimos ver salir del carro en la madrugada a dos hombres jóvenes con el rompeviento cubriéndoles la cabeza. La última vez, paseando a mi perra a media mañana me encontré a dos patrullas a media cuadra. En la parte trasera de una de ellas había dos adolescentes esposados. Uno de los policías me dijo que los ladrones (el carro estaba reportado como robado) ni siquiera se habían tomado la molestia de dejar el carro abandonado y los habían encontrado dormidos en su interior. Al regresar de nuestras vacaciones de invierno, en enero de 2023, vi que mi carro tenía el agujero de un balazo justo encima de la luz frontal derecha. Uno de mis vecinos que pasaba por ahí me dijo que un mes antes, a mediados de diciembre, su esposa había visto a dos chicos de no más de catorce años correteándose a balazos en la dirección de mi casa. Seguramente uno de los tiros le dio a mi carro y por suerte no al otro chico.
Desde el fin de la pandemia se reciclan imágenes de jóvenes saqueando farmacias de la cadena CVS y tiendas de ropa en el elegante barrio de Georgetown, o de enjambres de adolescentes corriendo en estampida en las grandes explanadas de Navy Yard, una vieja zona de almacenes e instalaciones militares rehabilitada con la construcción de los estadios de béisbol y futbol y decenas de condominios de lujo. Incidentes aislados cuya repetición ad nauseam busca pintar un panorama de caos.
Con base en las anécdotas personales, como las mías, se pueden construir relatos sobre una supuesta anarquía juvenil, pero ello requiere hacer una elección explícita. Lo cierto es que mis hijas adolescentes llevan años trasladándose solas en el transporte colectivo de la ciudad, asistiendo a fiestas nocturnas, algunas de ellas en espacios abiertos, y navegando la vida pública de su ciudad con las precauciones de sentido común que les dan sus padres, exactamente igual que la gran mayoría de sus amigas y amigos.
Porque al lado de la anécdota siempre existe también el dato estadístico. Y los datos, sistemáticos y comparados, nos dicen que los delitos violentos van a la baja en Washington, DC, después de haber alcanzado una cima en 2023, y el índice delictivo en la ciudad es el más bajo de los últimos 30 años, lo cual ciertamente incluye el año de 2012, cuando mi esposa y no nos mudamos a la ciudad, atraídos, aparte de los empleos, por la alta calidad de vida para las familias con hijos pequeños.
Relatos periodísticos y reportes preliminares dictan que la pandemia de covid-19 tuvo un efecto negativo importante sobre el desarrollo de los niños y adolescentes, sobre todo en su capacidad de socialización e inserción en la comunidad. Algunos estudios parecen coincidir con la premisa, aunque su principal foco no son los actos que pueden constituir delitos, sino los problemas de conducta en general. Pero si aceptamos que las conductas delictivas juveniles son un subconjunto de los problemas de conducta de ese grupo de edad, la curva de delincuencia juvenil, una curva muy corta, con un inicio en 2021 y una tendencia claramente a la baja en 2025, es un fenómeno muy coyuntural, atendido con relativa eficacia y rapidez en Washington, DC.
Por primera vez en la historia reciente de Estados Unidos, la justificación de las decisiones sobre seguridad pública se aparta de toda pretensión de basarse en una sistematicidad estadística y se adhiere de forma abierta a la lógica de la anécdota personal como la entiende el presidente. Es importante detenerse en este punto. No es que hasta antes de las administraciones de Donald Trump las decisiones de política pública fueran siempre y en todo momento un modelo de gestión basada en la evidencia estadística, a salvo de preferencias ideológicas y compromisos políticos. Lo que ocurría es que el lenguaje de las políticas públicas, incluyendo programas extremadamente ideologizados como la llamada “guerra contra las drogas”, era por default el lenguaje de los datos estadísticos. Es solo hasta estos días que la lógica del estereotípico tío necio de la familia, el que cree tener el mayor conocimiento de un tema por su única vivencia personal o porque “algo le dice” que las cosas son de esa manera, es la perspectiva subyacente a la hora de ejercer el poder.
Los resultados son devastadores. No existe la posibilidad de argumentar racionalmente con un poder ejecutivo cerrado de antemano a toda evidencia empírica sistemáticamente analizada. Como muchos ciudadanos de a pie, para quienes el impacto de una imagen no deja espacio para su procesamiento analítico, el presidente carece de todo filtro que mitigue o ralentice la transformación de sus prejuicios, creados por la imagen de hordas de jóvenes negros y latinos saqueando la ciudad, en decisiones de gobierno. Por más que la alcaldesa y los concejales de la ciudad se empeñen en demostrar con datos el relativo éxito de su estrategia de combate al delito, previo a la ocupación militar de la ciudad, el presidente hace oídos sordos.
El resultado es que nuestros hijos, a los que antes impartíamos recomendaciones básicas de sentido común sobre seguridad, ahora tienen que escuchar nuestras prédicas angustiadas sobre qué hacer en caso de encontrarse en un retén policiaco, cómo navegar el confuso toque de queda juvenil, que solía ser a las 12 de la medianoche en fines de semana, pero puede ahora ser desde las 8 de la noche en ciertos barrios, y hasta cómo ejercer la solidaridad inteligentemente, arropando a compañeros que pueden estar en situaciones de mayor riesgo por su condición migratoria, sin incurrir en acciones que les cuelguen el sambenito de amotinados. La guerra del presidente contra la juventud latina y afroamericana en las ciudades ocupadas es real y nos arrastra a los padres de familia, independientemente de que hayamos querido pelearla o no. ~