Ilustración: LL

Consenso político roto en México

En México existen dos visiones políticas divergentes sobre el rumbo a seguir. Nada garantiza que el consenso volverá en el corto plazo.
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La política es conflicto, no consenso. En política siempre hay conflicto. Es iluso e ingenuo exigirles continuamente a los políticos que se pongan de acuerdo, logren amplios consensos, aprueben leyes por unanimidad, etc. Si algo se puede afirmar en política es que la unanimidad tiene un tufo a autoritarismo. Lo natural y lo deseable en nuestra vida pública es que haya desacuerdo, diversidad de voces, y un vibrante y enérgico debate. Todo ello, por supuesto, encauzado en unas instituciones y leyes que sustenten una democracia. El que no alcance a ver esto, o no entiende de democracia, o tiene una visión infantilizada de la política y la historia.

Dicho lo anterior, es posible identificar momentos en que las sociedades logran consensos en temas centrales. Es indispensable además que lo logren. En México esto sucedió en los años 80 y 90, cuando decidimos avanzar hacia la democratización del país. Fue un consenso transversal en donde la oposición, el gobierno, la Iglesia, el Ejército, y hasta la insurgencia se convencieron de que lo mejor para el país era dejar atrás el sistema de partido hegemónico. Bajo ese convencimiento, en esas décadas se sucedieron una serie de reformas electorales una tras otra. Fue un proceso largo, tan largo que la transición parecía que no terminaría nunca.

En términos prácticos, ¿cómo se manifestaba este consenso? Era claro: incrementar la autonomía de las autoridades electorales con respecto al poder ejecutivo. Ello fue porque los actores políticos entendieron que en el México de fin de siglo había una anomalía histórica: el PRI-gobierno era juez y parte en la organización de las elecciones. Incluso el PRI lo entendió de esa forma. Tanto fue así que el priismo nunca presentó en el Congreso una contrarreforma que pusiera a las autoridades electorales de nuevo bajo la órbita de influencia del ejecutivo. Haciendo de la necesidad virtud, el PRI fue partícipe clave de la transición. Una transición que sin lugar a dudas fue exitosa, habiendo permitido que los partidos políticos compitieran en un piso parejo.

Este consenso cristalizó en 1996 con la reforma definitiva que otorgaba total autonomía al Instituto Federal Electoral (IFE, después Instituto Nacional Electoral, INE). Ese fue el camino que nos llevó a la democracia. Pudimos haber tomado otro, pero ese fue el que se nos dio. Sin embargo, el gusto y el consenso de haber llegado hasta allí nos duró muy poco. Ese consenso se rompió abruptamente la noche del 2 de julio de 2006, cuando Andrés Manuel López Obrador no aceptó su derrota en las elecciones presidenciales de ese año.

Desde entonces, el grupo político que lo apoya ha desacreditado constantemente a las autoridades electorales, llegando al punto de negar que México haya transitado a la democracia a fines del siglo pasado. Uno de sus allegados, John Ackerman, lo expone claramente en su libro El mito de la transición democrática (Planeta, 2015). En él, argumenta que México realmente no debería considerarse una democracia por dos razones: primero, porque los grupos económicos establecidos ejercen una influencia desproporcionada en la política; y segundo, porque, en su opinión, las autoridades electorales están sesgadas en contra de los candidatos (léase AMLO) que desafían a esos grupos.

Con esos antecedentes, no sorprende que AMLO y su círculo, ya en el poder, hayan ensanchado la grieta en el consenso político. De hecho, la posición del poder ejecutivo hoy en Mexico es que todavía no hay “democracia verdadera” en el país. Lo dice el mismo AMLO a las claras: “yo llegué a la Presidencia no por el INE, llegué a la presidencia por el pueblo. Cuando fui candidato, nunca me reuní con el INE y siempre procuré tener distancia con ellos y no creerle, porque sabía yo que eran árbitros vendidos”.

De forma tal que hoy en México existen dos visiones políticas divergentes sobre el rumbo a seguir en nuestro desarrollo político. Por un lado, los partidos tradicionales (PAN, PRI, PRD) buscan preservar el espíritu de la transición y proteger su legado. Por el otro lado, Morena y aliados (PT, PVEM, MC) proponen un nuevo orden político todavía sin un contorno definido, pero con AMLO y su entorno al centro. Se oye crudo pero es la verdad. Y más vale decirlo claro para que luego no haya sorprendidos: hoy existe mucha gente que apoya crear un régimen político centralizado en torno a una persona.

¿Qué hacer cuando nuestra casa común está dividida? Por lo pronto admitirlo y no esperar ilusamente una reconciliación nacional. Seguidamente, reconocer que el disenso no solo puede continuar sino profundizarse aún más. Nada garantiza que volveremos a encontrar un consenso en el corto o mediano plazo. En tercer lugar, debemos entender que la atracción por un líder fuerte está viva y coleando en nuestras sociedades latinoamericanas. Y que frente a esa opción, las reglas de la democracia se plantean anodinas y aburguesadas, una forma de cortesía viejuna y demasiado quisquillosa para hombres de acción que ofrecen soluciones rápidas a problemas urgentes.

México enfrenta tiempos difíciles. Incluso si el grupo político de AMLO pierde las elecciones en 2024, la división no terminará ahí. Si el Frente Amplio por México (FAM) cree que, estando en el poder, podría forzar una reconciliación y unir al país, se equivoca. Nuestra vida pública seguirá fracturada mientras la clase política así lo decida. Se necesitan dos para bailar tango. Y si una de las partes obtiene (como ha sido el caso) réditos políticos de la discordia, las cosas seguirán igual de mal. La única solución sería un mandato claro, fuerte y decisivo para una de las partes. Pero no parece que ello vaya a suceder. Nos abocamos pues a otro sexenio de intensa polarización. ~

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es profesor de la Universidad de Toronto, investigador de RIWI Research y senior editor de Global Brief.


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