La vida después de AMLO

López Obrador se acerca al ocaso de su administración, al inicio del final de su larga carrera política. Deja un consenso político roto y un léxico político empobrecido.
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El presidente López Obrador se acerca al ocaso de su administración. Una larga y exitosa carrera política llega, si no al final, sí al principio del final. A medida que los candidatos comiencen a dominar la agenda mediática y las campañas se calienten, el poder del presidente se irá transfiriendo a otros sectores. Después de cinco intensos años (a los que podríamos sumar una docena más como férreo opositor), nos acercamos a lo inevitable: una vida pública post AMLO. Es momento, entonces, de hacer un balance de su gestión, que arroja resultados mixtos.

El sueño de Andrés

La elección de 2018 fue, para efectos prácticos, un referéndum sobre López Obrador. El electorado se dividió en tres grupos: aquellos que se oponían a él, aquellos que lo apoyaban y un tercer grupo que le dio el beneficio de la duda bajo argumentos como “no podemos estar peor” o “ya le toca”. El resultado fue una avalancha de votos a favor de él y su partido, Morena, y un entusiasmo fervoroso entre el electorado que lo respaldó.

No recuerdo un momento así desde la victoria de Vicente Fox en 2000. El entusiasmo era comprensible al vislumbrarse una nueva etapa de México. Esto se debía no solo a la figura de López Obrador, sino también a que había obtenido mayorías legislativas que le permitirían llevar a cabo su programa, algo no antes visto en veintitantos años de democracia.

¿Cuál era ese programa? Destaco dos aspectos: el práctico y el discursivo. El aspecto práctico prometía reducir los niveles de violencia y lograr un mayor crecimiento económico. El discursivo prometía un modelo alternativo de nación que garantizaría cualquier cosa deseable en este mundo: justicia, dignidad, igualdad, felicidad, fraternidad, e incluso amor. A cinco años de distancia, queda claro que el programa discursivo tuvo preferencia sobre el programa práctico, lo cual va en contra de las expectativas de sus votantes, quienes esperaban resultados y no solo discursos.

Hay dos momentos clave que determinan este orden.

El primer momento fue en octubre de 2018, dos meses antes de asumir el cargo, cuando organizó un referéndum improvisado para justificar su decisión de cancelar el Nuevo Aeropuerto Internacional de México. Yendo incluso contra el consejo de sus propios secretarios, López Obrador decidió desechar el proyecto de infraestructura más grande de Latinoamérica. Me pregunto cuánto habrá influido en su decisión el hecho de que este fuera el proyecto emblemático del gobierno anterior. Cualquiera que sea la respuesta, lo cierto es que en los próximos veinte años los viajeros que lleguen y salgan de la Ciudad de México pagarán por un aeropuerto que nunca se completará.

El segundo momento fue la pandemia, que hizo que sus promesas de campaña fueran inalcanzables. Aunque no se le puede reprochar un evento inesperado como la covid-19, sí se le puede reprochar el manejo errático de la emergencia sanitaria, lo cual contribuyó a que México tuviera uno de los mayores números de muertes por covid y un impacto económico brutal. Amén de su insistencia en una estrategia de seguridad pública que no arrojó los resultados esperados.

Un gobierno de oposición                                                 

La falta de resultados hizo que su administración se percibiera como una larga y tediosa campaña electoral. El problema radica en que las campañas, por su naturaleza, se enfocan en el futuro, mientras que no ocurre así con un gobierno. Los gobiernos están limitados en el tiempo –en el caso de México, no más allá de seis años–, a diferencia de las promesas que pueden perdurar eternamente. Dada la enorme dificultad de gobernar un país como México, y considerando la habilidad y gusto de López Obrador por la retórica, en cierto momento decidió dedicar su tiempo a lo que sabe hacer y le gusta: canalizar emociones. Al hacerlo, dejó de enfocarse en la ardua tarea de gobernar y enfrentarse a la terca realidad.

López Obrador no alcanzó sus objetivos de reducir significativamente la violencia y lograr un mayor crecimiento económico. Sin embargo, logró otra cosa que no carece de mérito: canalizar y representar una profunda insatisfacción con una situación económica y social insostenible. Así como fue el candidato mejor posicionado para representar ese hartazgo, durante los cinco años que ha estado en el poder, continuó representando esa frustración.

Lo que sí cambió fue el adversario: si en 2018 fueron los partidos tradicionales (PRI, PAN, PRD), ya en el gobierno fueron los órganos autónomos (INE, INAI, Banxico) y, en fechas recientes, el poder judicial. Todas estas instituciones son clave para la vida democrática, pero López Obrador y sus seguidores las caracterizaron como resquicios donde el adversario se había enquistado y había en consecuencia que “obradorizar”.

López Obrador recurrió a su sensibilidad popular al captar y capitalizar la relación sui géneris con la autoridad que existe en México: se sufre por su ausencia y al mismo tiempo se le desprecia. López Obrador fue capaz de absorber ese sentimiento contradictorio y presentarse como la cabeza de un “gobierno de oposición”, suspicaz del resto de la clase política y la burocracia. Lo vimos en sus políticas sociales, donde el Estado parecía sobrar y podía ser reemplazado por la familia como institución o por una transferencia bancaria. El ideal libertario.

¿Qué sí consiguió López Obrador? Hizo cosas que nadie le pidió que hiciera y no hizo las que se le pidieron. Nunca se le pidió atacar al INE o a la SCJN, pero lo hizo. Se le pidió un mayor crecimiento económico, pero tomó medidas que no favorecieron la inversión. Y a pesar de sus declaraciones sobre el “fin del neoliberalismo”, después de estos años queda claro que hay un consenso económico en México. La economía mexicana sigue en líneas generales la misma trayectoria desde 1994: la integración con Norteamérica. López Obrador tuvo la oportunidad de elegir otro camino durante la renegociación del T-MEC, pero decidió firmar la propuesta estadounidense, consciente de que no tenía muchas cartas para negociar. Por otro lado, su gobierno no impulsó una reforma fiscal que pudiera fortalecer al Estado y sentar las bases de una mejor distribución del ingreso.

Consenso político roto

Este es quizá su legado más importante y visible. Realmente empezó esta ruptura la noche del 2 de julio de 2006, cuando se negó a aceptar su derrota frente a Felipe Calderón y lanzó acusaciones contra el Instituto Federal Electoral, acusándolo de complicidad en un fraude imaginario. Hasta esa noche, el consenso político entre la clase política consistía en avanzar y consolidar la democracia que había cristalizado en 1996 con la reforma electoral “definitiva”, que otorgó total autonomía al IFE con respecto al poder ejecutivo. Fue un proceso complicado, que se originó en la reforma política de 1977, que promulgó la Ley de Organizaciones y Procedimientos Electorales, otorgó reconocimiento legal a los partidos de oposición y garantías mínimas dentro de un sistema de partido hegemónico, en el cual “se permite que existan otros partidos, pero como partidos de segunda clase, tolerados; porque no se les permite competir con el partido hegemónico en términos antagónicos y en igualdad de condiciones” (Giovanni Sartori, Parties and party Systems: A framework of analysis).

El consenso democrático en México estaba en línea con lo que ocurría en otros países iberoamericanos, que también experimentaron transiciones democráticas en las décadas de los setenta, ochenta y noventa del siglo pasado.

De acuerdo con el politólogo polaco-estadounidense Adam Przeworski, una de las condiciones para que la democracia sobreviva es que los perdedores acepten sus derrotas. Nada de eso ocurrió en 2006 ni en 2012, cuando López Obrador perdió frente a Enrique Peña Nieto y volvió a presentarse como víctima de un fraude. Lo que Przeworski no anticipó es que los malos perdedores pueden seguir compitiendo en democracia, beneficiarse de las garantías que ofrece y convertirse en formidables opositores no solo contra un gobierno, sino contra el régimen democrático. Esto sucedió en México. En lugar de retirarse a su finca en Tabasco, López Obrador supo recuperarse de sus derrotas y reinventarse como un luchador social víctima de las élites económicas, políticas e intelectuales del país que le cerraron el paso a la mala. Todo esto frente a un INE cómplice y negligente. Esta es la historia oficial que promueve el oficialismo.

Como en 1984 de George Orwell, parece que se intenta borrar el pasado. En efecto, si nos atenemos a los mensajes que emiten los voceros oficiales, el país nunca transitó a la democracia. Nunca hubo reformas electorales en los años 1986, 1989–1990, 1993, 1994, y 1996, y si las hubo, fueron meras simulaciones. Tampoco existieron partidos de oposición como el PMS o el PAN. Todos estos partidos habrían sido marionetas del poder económico y mediático. Tampoco habrían existido figuras como Carlos Castillo Peraza, Heberto Castillo, Jesús Reyes-Heroles o Cuauhtémoc Cárdenas, y nada se dice sobre sus esfuerzos para construir instituciones democráticas como el INE o el TEPJF, que ahora serían, contra toda lógica, reductos autoritarios. Es el propio López Obrador quien lo dice: “El INE y el TEPJF fueron creados para que no hubiera democracia”. En México se ha roto el consenso político.

Orwell en México

El legado material de López Obrador es, siendo generosos, de claroscuros. No logró acabar con la violencia ni tuvo un impacto económico significativo. Deja las finanzas públicas bajo presión. Para ser un hombre que dice despreciar el dinero, gastó el ajeno sin darle mucha consideración al día de mañana. En este sentido, sus grandes logros son más bien simbólicos y retóricos. No dudo que haya mucha gente que siga su conferencia diaria y se emocione al escuchar los grandes éxitos del presidente: “Primero los pobres”, “Amor con amor se paga”, “Abrazos, no balazos”, “Yo tengo otros datos”, “Prensa vendida”, “No somos iguales”, etc.

Sin embargo, este “logro” de López Obrador ha tenido un costo muy alto: el léxico de la política en México se empobreció. Este no es un tema meramente estilístico ni banal. El estilo de comunicación de López Obrador ha tenido consecuencias en el cuerpo político del país. El lenguaje es un instrumento político, y la locuacidad de López Obrador cumple dos objetivos clave. En primer lugar, impide un debate técnico, razonable y fundamentado en datos y argumentos sobre las políticas públicas. Este deterioro de nuestro léxico político lo vemos claramente también en los subalternos del presidente que aspiran a sucederle: Marcelo Ebrard, Adán Augusto y Claudia Sheinbaum. A pesar de tener trayectorias profesionales y académicas destacadas, se limitan a repetir las frases hechas del presidente. Al verlos, uno se pregunta dónde quedó su individualidad.

El segundo objetivo que cumplió la locuacidad de López Obrador fue estar presente en los hogares de los mexicanos y ahogar otras voces. Es una especie de Gran Hermano que siempre está ahí y nos habla constantemente. Al igual que en 1984, no importa lo que diga el líder. De hecho, un día puede decir una cosa y al día siguiente decir lo contrario, sin caer en contradicción. Dos y dos pueden ser cuatro, pero también cinco. López Obrador puede estar en contra de Trump y visitarlo en la Casa Blanca. Estar en contra de la militarización y entregar el control de las aduanas al ejército. A favor de las energías renovables e invertir en una refinería. A favor de la democracia y en contra del INE. A favor de la libertad de prensa y en contra de la prensa independiente. No importa la postura que adopte o lo que diga, lo importante es estar presente en los hogares y las pantallas de los mexicanos. Utilizando ondas radiales y satelitales, el público difícilmente puede escapar del enorme altavoz de Presidencia.

No se trata de un sentimentalismo por el buen uso del español. Esto es política pura. “El lenguaje político, y con variaciones esto es cierto para todos los partidos políticos, desde los conservadores hasta los anarquistas, está diseñado para hacer que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al viento” (Politics and the English language, George Orwell.)

Esto tambiéva a pasar

Tarde o temprano las populares expresiones de López Obrador serán olvidadas. Lo mismo sucederá con el emisor. Nada es para siempre. El inmenso poder que López Obrador llegó a amasar se diluirá al final y quizá, muy probablemente, llegue a sentir la cruel ingratitud de tantos individuos que él encumbró y los que ya no tiene nada que ofrecer. Quizá, en ese momento de reflexión, le asalte la duda de si podría haber hecho algo diferente con el poder que ostentó. Algo más que simplemente administrarlo y conservarlo. Resuenan los ecos de la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30). La enorme expectativa y buena voluntad generadas por un cambio de ciclo político no produjeron los resultados esperados. Incluso entre aquellos que simpatizan con Morena, el análisis es más bien sobrio: “No se logró lo esperado, pero al menos se intentó”.

Que sirva de algo esta experiencia. Hago votos para que en nuestra vida pública después de López Obrador se rescate la palabra del monólogo para el diálogo. Para construir y no destruir. Para unir y no separar. Para que el poder sirva para algo. ~

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es profesor de la Universidad de Toronto, investigador de RIWI Research y editor de Global Brief.


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