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Ambivalencia en el poder

Hasta hace poco, el presidente López Obrador parecía detentar un poder indiscutido. La pandemia del coronavirus ha provocado un cambio en las percepciones.
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López Obrador llegó a la presidencia de México con más poder que ninguno de sus predecesores desde la transición a la democracia. Varios elementos lo permitieron: el bono democrático que le otorgaron 30 millones de votos, o 53% de los votantes; la altísima aprobación con la que empezó, del 83%; el descontento popular hacia la clase política de los últimos años, que restó visibilidad a la oposición; las mayorías legislativas que obtuvo, tanto por el voto directo como por la sobrerrepresentación; y finalmente su estilo personal de gobernar y comunicar, que concentra el poder y la narrativa en su persona.

Por ello, y porque el mundo democrático había favorecido la aparición de “hombres fuertes” que acumulaban todo el poder en detrimento de instituciones y contrapesos, se auguraba un presidente López Obrador omnipotente. Su proyecto parecía ir en contra del federalismo, dando marcha atrás a la descentralización que había avanzado desde el fin de la hegemonía del PRI. López Obrador prometía no sólo volver a recentralizar la política, sino sujetar a los poderes fácticos –gobernadores, empresarios, medios de comunicación y crimen organizado– a las riendas del Estado. La apuesta parecía ser, pues, una suerte de restauración de la presidencia absoluta a cambio de gobernabilidad.

El proyecto empezó en esa tesitura. López Obrador canceló grandes proyectos de inversión (como el NAIM y los contratos petroleros privados) para someter, en sus palabras, “el poder económico al político.” Defenestró a buena parte de la burocracia técnica y especializada, particularmente a mandos medios y operativos, anteponiendo “honestidad sobre capacidad”, lo que muchos leyeron más bien como “lealtad sobre capacidad.” Desarticuló a diversos órganos autónomos como la CRE, la CNDH, la CNH, y el INEE, eliminándolos, reduciéndoles el presupuesto o capturando a sus directivos. Monopolizó la agenda mediática a partir de las conferencias mañaneras. Ha intentado dominar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, designando perfiles leales y saboteando a desleales. Se ganó el beneplácito de los altos mandos de las Fuerzas Armadas, ofreciéndoles jugosos contratos de construcción, desde el nuevo aeropuerto de Santa Lucía hasta las sucursales del llamado Banco del Bienestar. Destruyó la reforma educativa emprendida durante el gobierno de Peña Nieto a cambio de apoyo político de los grupos sindicales. Puso en marcha medidas drásticas de austeridad republicana, que han dejado sin recursos a buena parte de la administración federal, empezando por el sistema de salud. Y finalmente, canalizó importantes recursos a ambiciosos programas sociales cuya eficiencia es una incógnita, y a proyectos de desarrollo, como el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas, que han sido ampliamente discutidos e impugnados.

En su primer año de gobierno, la economía se desplomó 2.5% y la inseguridad aumentó –tan solo los homicidios crecieron 2.48% según el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública–, haciendo de 2019 el año más violento desde que se lleva un registro puntual. La desconfianza de los inversionistas, el desempleo y la inseguridad comenzaron a hacer mella en las perspectivas económicas. Después vino la fallida operación militar para capturar a Ovidio Guzmán en octubre de 2019, la cual puso en evidencia la incapacidad –o la abierta claudicación– del Estado frente al crimen organizado. Luego vinieron la masacre de la familia Lebarón en Sonora, la reactivación del movimiento de Javier Sicilia y la crisis de violencia de género que propició la protesta feminista más grande en la historia de México. Como resultado, la aprobación del presidente pasó de 81% en su punto más alto en febrero del 2019, a 58% hoy, una caída de 23 puntos, según el promedio de encuestas de Oraculus.

A pesar de la adversidad, López Obrador, hasta hace poco, aún parecía detentar un poder indiscutido. La pandemia del Covid-19 ha provocado un cambio en las percepciones. La errática y tardía respuesta de su gobierno –la falta de coordinación central para enfrentar la amenaza, tanto en términos de salud como económicos– hace pensar que acaso ese control era precario. Ya sea por decisión personal o por falta de instrumentos de comunicación a su disposición –producto, también, de sus propias conductas en el pasado– no parece haber una autoridad categórica, con plena credibilidad, en Palacio Nacional.

De ahí que la sociedad civil, el sector privado y numerosos estados de la república hayan tomado sus propias iniciativas, incluso después de que se convocara al Consejo de Salubridad General. Por primera vez en su sexenio, López Obrador ha decidido apartarse como única voz, delegando canales de comunicación primordiales a perfiles técnicos, quienes, si bien pueden solventar las cuestiones prácticas, no logran suplir el liderazgo que la sociedad exige de un Jefe de Estado –y menos de uno con el semblante de López Obrador–, en semejantes momentos. Por ahora, el presidente ha preferido seguir de gira lanzando mensajes secundarios.

Tal vez nada ejemplifica mejor ese vacío de poder que su reciente llamado a una tregua. Quien aspiraba a restaurar la presidencia imperial ahora pide, en un brete de autoridad crepuscular, un cese de las críticas. México espera así una crisis que apenas comienza.

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