La primavera árabe, seis años después

Las revoluciones en el mundo árabe despertaron un gran optimismo, pero han dejado un rastro de involución política, económica y militar. Los países implicados tardarán décadas en recuperarse.
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Estos días se cumplen seis años desde que un joven vendedor ambulante tunecino desencadenara con su suicidio la primavera árabe. Mohamed Bouazizi se quemó a lo bonzo como protesta por los abusos políticos y económicos cometidos por el gobierno de Ben Alí. El suceso desencadenó protestas masivas que desembocaron en la huída del dictador, y que no tardaron en ser imitadas por las sociedades de otros países árabes.

Después de Túnez vendrían Egipto, Bahréin, Libia, Yemen y Siria. Entre las causas destaca la frustración de expectativas de una generación joven muy numerosa y golpeada por la onda expansiva de la crisis económica global. Muchos trabajadores de estos países, que habían emigrado a Europa, perdieron su empleo, con la consiguiente disminución de las remesas de dinero que hacían llegar a sus familias. Para los que se habían quedado en casa, las cosas no eran mejores. Afectados por altas tasas de desempleo juvenil, con el precio del petróleo en caída y el turismo resistiéndose por la incertidumbre económica en Europa, el descontento dio paso a la desesperación.

Coincidió, además, que aquel año 2010 Rusia atravesó la peor ola de incendios de su historia, lo que significó la destrucción de un tercio de su cosecha de trigo y la decisión de Moscú de suspender las exportaciones de cereales, que se encarecieron un 45%. Los países árabes, que se cuentan entre los mayores importadores de cereal del mundo, se vieron profundamente afectados por el incremento de los precios en productos básicos como el pan, pero también la leche, los huevos, el pollo o la carne, habida cuenta de que los cereales también son imprescindibles para alimentar al ganado.

Es cierto que el descontento político y económico no basta para explicar una revolución. No obstante, el hecho de que los gobernantes de los países afectados no tuvieran el reconocimiento de sus gobernados como mandatarios legítimos contribuyó a una salida revolucionaria a la crisis. Si además tenemos en cuenta el crecimiento demográfico experimentado por la región en las últimas décadas, nos encontramos ante una generación de jóvenes muy numerosa, capaz de plantar cara al poder establecido. Por último, la rápida expansión de la alfabetización en el mundo árabe ha abierto una gran brecha educativa entre estos jóvenes y la generación anterior, dando lugar a una contradicción entre conocimiento y poder que supone un reto para los regímenes políticos.

Occidente saludó con simpatía las primeras revueltas pacíficas, pero el optimismo democrático pronto cedería paso a la decepción y la violencia. Seis años después del estallido de la revolución, solo Túnez puede presumir de haber completado la transición democrática. Pero incluso Túnez representa una esperanza precaria. El país mediterráneo no ha sido capaz de recuperarse económicamente de la revolución. La inversión extranjera apenas representa la mitad que en 2010 y el turismo se ha visto muy afectado por la inestabilidad política y la amenaza del terrorismo. Además, a un crecimiento económico precario se suma un creciente endeudamiento y la progresión del déficit público. La situación ha obligado al gobierno a implementar planes de ajuste con políticas de austeridad muy impopulares, que podrían desatar nuevas protestas en los próximos meses.

Con todo, Túnez sigue siendo el faro democrático del mundo árabe. En las otras cinco ocasiones, las revueltas no sirvieron para acercar la democracia. En el caso de Siria, las protestas desembocaron en una cruenta guerra civil que estos días alcanza sus cotas más altas de degradación moral. Y es que el optimismo inicial fue desmesurado. Atendiendo a las condiciones materiales de los estados que protagonizaron la primavera árabe, había razones para albergar dudas sobre las posibilidades de éxito democrático.

En primer lugar porque, como señaló Charles Powell, “la experiencia nos demuestra que la democracia no es el único resultado posible, ni siquiera el más frecuente, de la crisis de un régimen autoritario”. Por otro lado, los países árabes en los que tuvieron lugar las revueltas no habían experimentado los cambios económicos, sociales y culturales que permitieran no solo el advenimiento, sino también (y esta es la clave) la consolidación de la democracia. Se trata de sociedades eminentemente rurales, con una industrialización pendiente, con un desarrollo económico precario y bajo el yugo de unas “élites extractivas”.

Además, una modernización incipiente tampoco tiene por qué acercar necesariamente los estados a la democracia. Como escribió Huntington, el progreso económico, militar y político puede promover la confianza y la afirmación cultural de estas sociedades, al mismo tiempo que, en el plano individual, modifica las relaciones sociales y los lazos tradicionales, produciendo anomia y crisis de identidad. El llamado Resurgimiento islámico tiene mucho que ver con ello y constituye un ejemplo de cómo modernización y democracia no siempre van de la mano.

Por otro lado, nos encontramos ante sociedades con una ausencia de clases medias fuertes y bien educadas, lo cual, como demostró Barrington Moore, dificulta el arraigo democrático. No es casualidad que, de todos los países que ensayaron la primavera árabe, la democracia prendiera en Túnez, aquel con una mayor tradición laica, con una mayor influencia europea y una clase media más robusta y formada.

Además, a los primeros manifestantes les faltó organización y previsión. El carácter espontáneo de las protestas permitió grandes demostraciones de fuerza y oposición. Sin embargo, la capacidad de resistencia no es suficiente para hacer una transición democrática. Hace falta tener un plan de actuación para evitar el vacío de poder que suceda al derrocamiento de los dictadores, así como la capacidad de establecer un control territorial e institucional. De otro modo, el poder será ocupado por los grupos que estén mejor posicionados para ello, que suelen ser organizaciones religiosas y militares. Se trata de lo que Robert Michels denominó “Ley de hierro de la oligarquía”: llegado el momento de organizarse, todo movimiento tenderá a ser capitalizado por una élite capaz de aglutinar mayor poder político, recursos económicos y tiempo disponible.

Además, como señaló Huntington: “La oposición laica es mucho más vulnerable a la represión que la oposición religiosa. Esta puede operar dentro y detrás de una red de mezquitas, organizaciones benéficas, fundaciones y otras instituciones musulmanas que el Gobierno cree que no puede suprimir. Los demócratas liberales no tienen tal cobertura y, por tanto, son más fácilmente controlados o eliminados por el Gobierno”.

Pero no solo eso. El poder opositor de los grupos religiosos ha contado tradicionalmente con un doble respaldo social e institucional. Estas organizaciones gozan de una alta aprobación popular por cuanto prestan una asistencia sanitaria, educativa y económica en lugares deprimidos donde el Estado no es capaz de proveer tales servicios. Al mismo tiempo, ya desde la guerra fría, muchos gobiernos árabes apoyaron a los islamistas por mostrarse contrarios a los movimientos comunistas o nacionalistas que les eran hostiles. Si a ello le añadimos que las autoridades estatales tendieron a eliminar sistemáticamente toda oposición laica, no nos es difícil explicar que el poder religioso se posicionara rápidamente como la única alternativa viable de oposición.

Por último, la fuerte presencia de facciones políticas y militares de carácter religioso tiene que ver con la gran transformación pendiente en el mundo árabe: la secularización. La región sigue esperando su propia paz de Westfalia, que separe el plano político del religioso. Mientras este hecho no se produzca, será muy difícil que se respete el pluralismo que es consustancial a la democracia. Y no parece que esa transformación vaya a tener lugar en el medio plazo, máxime si tenemos en cuenta que las luchas por la hegemonía regional se construyen sobre antagonismos y alianzas con una fuerte justificación sectaria.

La primavera árabe ha pasado dejando un rastro de involución política, económica y militar. Los países implicados tardarán décadas en recuperarse de la revolución. Túnez es el faro precario que aguanta el embate de las olas. Con todo, las sociedades árabes siempre pueden extraer una gran lección. En España, la transición fue posible porque en el recuerdo de los ciudadanos estaba el fracaso democrático del 36 y el horror de la guerra. La memoria es el mejor aliado de los países. Que la primavera árabe no haya sido en vano.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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