Hace tres años escribí acerca de algunos usos de la teoría del sociólogo francés Pierre Bourdieu sobre el “capital simbólico”. La premisa general es que cuando movimientos y organizaciones son estructuralmente débiles, deben llevar la lucha al terreno de los recursos intangibles, apelando a un orden ético superior, simbólico, como el de la justicia social.
Stephen Lerner, una de las mentes tácticas más brillantes del sindicalismo estadounidense y un amigo cercano, inició hace treinta años la aplicación a gran escala de este modelo, a través de la campaña Justice for Janitors. Como los trabajadores de limpieza de los grandes rascacielos de Los Ángeles tenían pocos recursos estructurales –debido a su vulnerabilidad económica, la apatía sindical, la existencia de leyes restrictivas del derecho de huelga y a su condición de inmigrantes indocumentados–, para negociar mejores condiciones laborales frente a la patronal llevaron la batalla al terreno simbólico. Apelaron a la noción de la dignidad inherente de todo trabajador, defendieron su derecho a alcanzar el “sueño americano”, salieron en masa de la oscuridad de las oficinas para tomar las calles y plazas de la ciudad. Sus aliados en la academia y la prensa publicaron una serie de reportajes sobre su situación de explotación; organizaciones comunitarias, iglesias progresistas y personalidades públicas hicieron eco de su lucha. La campaña fue un éxito rotundo y se empezó a replicar en otras ciudades.
Hace unos diez años, el modelo Justice for Janitors llegó a México y fracasó por varias razones, entre ellas esta: en México, donde casi la mitad de la población trabaja en la economía informal y los bajos salarios y nulas prestaciones son la norma, a nadie conmovió la denuncia de la situación de los empleados de limpieza, y casi ninguna organización social acompañó sus demandas de mejores condiciones laborales. En nuestro país, el marco ético necesario para que opere el capital simbólico, por lo menos en el terreno laboral, simplemente no existía.
La caravana migrante que marcha desde la frontera sur de México es un estudio de caso sobre las oportunidades y limitaciones del capital simbólico. Aunque, debido a la naturaleza espontánea de la caravana, es casi seguro que no exista una coordinación táctica central, no cabe duda de que los migrantes, en su gran mayoría hondureños, asumen que visibilizar dramáticamente la situación de extrema pobreza y violencia desbordada que padecen en sus comunidades incrementa sus posibilidades de alcanzar algún tipo de alivio a través de la condición legal de refugiados en México o Estados Unidos.
El éxodo de los migrantes es una forma de escenificar la catástrofe humanitaria actual, producto de décadas de malas políticas económicas y de seguridad en Centroamérica, en la que los gobiernos de la región y las administraciones republicanas y demócratas de Estados Unidos comparten la responsabilidad por partes iguales. Pero la caravana es también una poderosa denuncia de la violencia y corrupción de las autoridades migratorias mexicanas, así como de la carnicería humana del crimen organizado contra los migrantes. El drama centroamericano nos mira a todos directo a los ojos, sin embargo, nunca había habido tantos alicientes para voltear hacia otro lado.
En primer lugar, porque el mexicano promedio lleva años observando los flujos de refugiados del Medio Oriente hacia Europa, de Venezuela a sus países vecinos, y de varias comunidades de su propio país hacia Estados Unidos. La migración masiva forma, pues, parte del panorama presente. En segundo lugar, la sobreexposición a casos espeluznantes, como el secuestro y masacre de 72 migrantes centroamericanos en Tamaulipas, debe haber contribuido a cierto entumecimiento moral en la opinión pública nacional, que no reacciona a la violencia con la indignación que debería.
Pero si en México el simbolismo de la caravana migrante puede caer en oídos sordos y en una indiferencia generalizada que le permita a los gobiernos entrante y saliente responder con medidas puramente policiacas, en Estados Unidos el peligro es que la caravana termine por servir a un marco simbólico de signo completamente opuesto al esperado: la paranoia xenofóbica que se ha desplazado de los márgenes al centro de la vida pública estadounidense.
Hay que decir esto con todas sus letras. La caravana migrante es un regalo del cielo para Donald Trump, en medio de un proceso electoral en que su partido puede perder la mayoría en la Cámara de Representantes y en el que se ha hecho evidente que la única manera de movilizar a la base republicana es a través de un discurso de odio. Nada mejor para atizar el fuego del racismo y el nativismo de las huestes trumpistas que una dosis diaria, a través de la jeringa junkie de Fox News, de imágenes de la caravana acercándose lentamente a la frontera sur.
Es evidente que un padre de familia que busca salvar la vida de sus hijos escapando con lo que llevan encima, que trata de llamar la atención hacia su fuga desesperada, no tiene por qué detenerse a analizar las implicaciones de su éxodo en el proceso electoral estadounidense. Lo que no sabe ese refugiado, ni la gran mayoría de sus acompañantes, es que su aliado natural, el movimiento en favor de los derechos de los inmigrantes en Estados Unidos, no tiene la capacidad de contrarrestar la propaganda virulenta y cobarde del mandatario estadounidense. Este movimiento, que ha librado cientos de batallas en las plazas públicas, en los órganos legislativos y de gobierno y en la soledad de los tribunales de migración, no puede en este momento convertir las imágenes del éxodo migrante en símbolos de solidaridad y soluciones humanas a la crisis centroamericana. Los símbolos que dominan la arena pública en Estados Unidos son los de “hordas bárbaras” que desbordan las fronteras, los “mareros” tatuados de la MS-13 y demás tropos que atizan las fantasías esquizoides de una parte del electorado estadounidense, que bien podría responder al llamado de su presidente en las urnas.
Por su parte, la indignación de una parte de la sociedad mexicana por la reacción de su gobierno hacia el pedido de Trump de detener la caravana pasa por alto un punto fundamental: aun sin la exigencia del mandatario, el Estado mexicano, ya sea con Enrique Peña Nieto o con Andrés Manuel López Obrador a la cabeza, no puede permitirse el simbolismo de la pérdida de control sobre sus fronteras. El gobierno entrante no querrá, con toda justicia, iniciar su gestión con una frontera norte todavía más militarizada y una espada comercial sobre el cuello. El activismo social mexicano debería dirigirse, pues, a construir una amplia respuesta de solidaridad y apoyo para los migrantes desde la sociedad civil, y a exigirle al gobierno un trato digno, humano y apegado a derecho, así como soluciones creativas que les permitan a nuestros hermanos centroamericanos tener un respiro y empezar a reconstruir sus vidas en nuestro país, que también debería ser el suyo.
Es muy posible que, para traducir su capital simbólico en soluciones concretas para sus integrantes, la caravana deba cambiar de táctica y aceptar que la representación del dolor, por medio de una larga y compacta marcha a través de las fronteras, puede ser un obstáculo infranqueable para entrar en los Estados Unidos. La sociedad y el gobierno de México podrán entonces responder, permitiéndoles integrarse al país, ya no como un símbolo externo y ajeno, sino como compañeros de camino.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.