Betrand Russell

Trincheras digitales

Las redes, y con ellas la discusión, están cada vez más polarizadas. La mejor respuesta ante el fanatismo sigue siendo la "búsqueda tranquila de la verdad".
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Si en este momento en tu muro de Twitter todos se muestran indignados, o si has recibido insultos por expresar lo que piensas, no estás solo. A medida que las audiencias han ido adquiriendo estos patrones, las redes se polarizan cada vez más, y dejamos que nos utilicen demagogos y falsos jueces que reaccionan, indignados, ante otras opiniones, amplificando sus insultos en lugar de exponer sus motivaciones y los argumentos críticos.

Algunos psicólogos sociales como el estadounidense Peter T. Coleman llaman a este fenómeno social un “conflicto intratable”, porque es un estado que podría describirse como una permanente disputa: “En este estado hipervigilante, sentimos una necesidad involuntaria de defender nuestro lado y atacar el otro. Esa ansiedad nos hace inmunes a nueva información”.

Bertrand Russell escribió en 1951 en el New York Times que la mejor respuesta ante este “fanatismo” es una “búsqueda tranquila de la verdad”. Russell defiende la esencia de la perspectiva liberal en la esfera intelectual, que “es la creencia de que la discusión imparcial es una cosa útil y que los hombres deberían ser libres de cuestionar cualquier cosa que puedan apoyar mediante buenos argumentos”. Favorecer el debate basado en argumentos e ideas, porque este tipo de debate enriquece al invitar a la reflexión, y deja a un lado el atrincheramiento y el fanatismo. Crea un decálogo, que deberían leer muchos políticos, periodistas y analistas, en el que recomienda: “Encuentre más placer en la disidencia inteligente que en el acuerdo pasivo, ya que, si valora la inteligencia como debiera, la primera implica un acuerdo más profundo que la última”.

El problema no es que las personas estemos en desacuerdo, sino que hemos dejado de lado el civismo y el análisis, y en este clima “cada vez hay más espacio para la demagogia, la xenofobia, la política del miedo y el nacionalismo”, como advierte Riemen en Para combatir esta era, un libro que analiza la anatomía del fascismo, y explica cómo pervive en nuestras sociedades modernas gracias a la politización de la mentalidad y al fanatismo ideológico.

Debemos tener presente que un lenguaje simplista, apasionado, agresivo, que invita a posicionarse pasivamente en lugar de pensar, y basado en la repetición, es lo más cercano a la propaganda, y deja a un lado la capacidad de crítica y el debate ciudadano que caracteriza a una sociedad abierta y democrática. “Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo el ataque con el ataque. Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”, estos eran los consejos de Joseph Goebbels.

En este punto, cabe preguntarse cuál es la responsabilidad del ciudadano democrático. En Contra la democracia, el filósofo Jason Brennan define el prototipo más común de votante de nuestras democracias modernas, el “hooligan”. Los hooligans son, dice el autor, aquellos hinchas fanáticos de la política que tienen una visión del mundo sólida y muy establecida, y que tienden a buscar información que confirme sus opiniones políticas preexistentes. Sus opiniones políticas forman parte de su identidad y están orgullosos de ser miembros de su partido político. Brennan cree que la democracia solo podría funcionar si el modelo de votante informado fuera del prototipo “vulcaniano”, un ciudadano que piensa en la política de una forma desapasionada, más científica y racional, cuyas opiniones están fundamentadas y argumentadas, y que está bien informado.

Brennan concluye que estamos inmersos en un clima de polarización, de posicionamiento ideológico y posturas firmes, en parte por la simplicidad y subjetividad del arquetipo de votante hooligan. Esta referencia a la subjetividad del arquetipo de votante común es una constante en The Righteous Mind, del psicólogo social Jonathan Haidt, que explica cómo funciona nuestro cerebro en el ámbito de la política. Haidt sostiene que los juicios sociales y políticos son particularmente intuitivos, las personas reaccionamos intuitivamente, y lo hacemos de forma automática. Este mecanismo viene a funcionar así: 1) nuestros cerebros evalúan constantemente en términos de amenaza/beneficio y 2) ajustan su comportamiento para obtener un mayor “beneficio”. El autor cita asimismo el concepto de “sesgo de confirmación” de Peter Wason, que explica nuestra tendencia a interpretar los hechos de forma que confirmen nuestras creencias previas, y no al contrario. En resumen, de forma automática seleccionamos aquello que nos “beneficia” en términos de autoafirmación de nuestras creencias y valores.

El problema es que este comportamiento no enriquece el debate público, sino que perpetúa e intensifica el posicionamiento pasivo y la tendencia de atacar al contrario por el mero hecho de “oponerse a mi opinión, a mis valores”. Hay en este comportamiento un elemento identitario; el individuo se ha identificado con ciertas ideas, creencias y valores en los que se reafirma constantemente… y las asocia (erróneamente) con su identidad personal, tomando las críticas por un ataque a su persona. Este es un elemento fundamental de las políticas identitarias que estudian en la actualidad autores como Mark Lilla o David Brooks. Ambos analizan cómo las políticas identitarias van conformando una sociedad individualista y egocéntrica, una mentalidad de cruzada y un clima de indignación. La identificación del individuo con un partido político o una ideología determinada hace que lo que pudiera ser un debate constructivo o una disputa razonable con “los otros”, acabe en una batalla entre las fuerzas del bien y del mal.

Al mismo tiempo, los medios apuestan por posicionarse, y parece que cada vez más se emplea esta fórmula. Según una encuesta reciente de Pew Research Centre, las publicaciones que se enfocan en criticar personajes públicos expresan oposición o rechazo y comentarios políticos cargados de indignación generan mayor interacción y más visitas.

Periodistas y analistas deben buscar nuevas fórmulas de informar a las audiencias y a los consumidores de información, fomentando el análisis y a la reflexión. Deben invitar a las audiencias a dejar sus trincheras ideológicas y políticas y crear un análisis más objetivo, razonado y argumentado, menos sensacionalista. El periodismo debería poder mostrar una crítica objetiva, desinteresada, un espacio de reflexión fuera de la onda expansiva del sensacionalismo.

En un ensayo reciente, Amanda Ripley analiza la polarización en el ámbito de los medios y propone contar historias que nos inviten a salir de esquemas mentales cerrados, en lugar de reforzar nuestras certezas. Ripley apuesta por la complejidad para reducir la simplicidad de la mentalidad binaria, donde la discusión ciudadana es un juego de suma cero. ¿Podría esa complejidad ser inducida artificialmente? ¿Es posible cultivar otro clima en la conversación social? Ripley recomienda amplificar contradicciones y ampliar las lentes, hacer preguntas que motiven, escuchar más y mejor, exponer a las personas a la otra tribu y contrarrestar el sesgo de confirmación. “Tenemos la responsabilidad de utilizar todas las herramientas que podamos encontrar, incluidas las lecciones de psicología”, dice Ripley.

Complicar las narrativas y fomentar un debate social respetuoso contribuyen al intercambio de ideas y a la reflexión. En el ámbito político, muchas veces, los espacios reservados para este ejercicio, como el Congreso de los Diputados, muestran espectáculos bochornosos, de continuo ataque y desprestigio del adversario político.

Las ideologías funcionan como espacios donde acoger a los cruzados, que llevados por la euforia, se afanan en atacar al contrario y se olvidan de ejercer la persuasión mediante argumentos razonados. Es lo que algunos autores han denominado “la futbolización de la política”.

Se requiere un debate más pausado, desde el escepticismo natural de la moderación. El objeto de este debate público no sería exponer una posición ideológica, sino perseguir una búsqueda desinteresada de la verdad. O desligarnos de la posverdad: “una aprehensión subjetiva de la realidad donde los hechos importan menos que nuestras emociones”.

 

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