El Mayo, el oso y el puercoespín

El mensaje que E.U. manda a México con la detención de Zambada parece claro: no importa que no decidas cooperar, ya no te necesitamos. La paciencia se agotó.
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Apenas el 20 de julio pasado, Jesse Watters, presentador estelar de Fox News, preguntaba en una entrevista a Donald Trump si aún seguía sobre la mesa su propuesta de lanzar misiles a México para golpear a los cárteles de las drogas. Trump contestó con contundencia:

–Absolutamente.
–¿Incluso en contra de nuestro principal socio comercial?, provocó el entrevistador.
–Absolutamente –insistió Trump–. México tendrá que ser firme realmente rápido o la respuesta es, absolutamente.

Una semana después, en El Paso, Texas, Ismael “El Mayo” Zambada, uno de los principales rostros del narcotráfico en México, apareció mágicamente en territorio estadounidense junto a Joaquín Guzmán, hijo del infame “Chapo”, para pasar a custodia del gobierno americano. De las circunstancias exactas de sus detenciones sabemos en realidad poco, solamente lo evidente: que el gobierno mexicano no tuvo ni tiene la menor idea de cómo dos ciudadanos suyos, que estaban en su territorio, terminaron en manos de la justicia de otro país sin su consentimiento.

Existen, al menos, tres hipótesis de lo que llevó al desenlace de estos arrestos. La primera era que El Mayo y Guzmán se habían entregado voluntariamente, algo que ha parecido extraño desde un primer momento, pues en principio los dos criminales mantenían una rivalidad y ambos se han declarado inocentes ante la justicia estadounidense hasta el momento. La segunda es que el icónico líder del Cártel de Sinaloa cayó en una especie de trampa por parte de Guzmán –según han dicho su supuesto abogado y un integrante de su organización criminal–, esto como parte de las pugnas internas entre los antes aliados y de la necesidad de la familia Guzmán por reducir la presión de las autoridades en su contra.

Existe una tercera teoría, menos comentada pero más problemática: esa en la que el gobierno estadounidense, a través de la DEA u otra agencia de seguridad, habría realizado una operación encubierta en territorio mexicano para sustraer a estos criminales de forma ilegal, saltándose así la molestia de convencer a México de detener y luego extraditar a estos criminales.

Más allá de las condiciones de los arrestos, esta es la gran historia de la detención: que, en cualquiera de los escenarios, el gobierno de Estados Unidos actúo a espaldas del gobierno mexicano dejando claro que la confianza y la comunicación está completamente rota. El mensaje parece claro: no importa que no decidas cooperar, ya no te necesitamos. La paciencia se agotó.

La primera consecuencia de esta postura es obvia: la soberanía mexicana ya no solo está siendo disputada al interior de nuestro propio territorio por organizaciones armadas, sino que además se ha puesto en riesgo frente a otro Estado que ve en nuestro país incapacidad o falta de voluntad para cumplir con nuestras responsabilidades hacia la seguridad internacional.

Pero también hay consecuencias de carácter estratégico, acaso más tangibles: los objetivos de Estados Unidos y México, cuando no están alineados, pueden ser contraproducentes. Mientras que para Estados Unidos la prioridad es frenar el tráfico de fentanilo y otras drogas que tienen contra las cuerdas la salud de su población –además del flujo de migrantes–, para el gobierno mexicano el objetivo principal debería ser reducir la violencia y la erosión de su control territorial. Una detención de este calado, cuando no es coordinada, puede servir al primer objetivo, pero no necesariamente al segundo.

El descabezamiento de organizaciones criminales tiene efectos colaterales, al menos en el corto plazo. Genera desequilibrios entre las organizaciones armadas, da pie a la desconfianza y al conflicto, abre espacio para liderazgos y organizaciones oportunistas, y provoca reacciones contra las autoridades gubernamentales y hasta contra la sociedad civil. Por eso es importante decidir cada descabezamiento de forma estratégica, entender con precisión qué consecuencias generará sin que ello afecte el objetivo de largo plazo, que es reducir el conflicto. Y es importante prepararse para los efectos colaterales, proteger a la población. Nada de eso sucedió en este caso. Tan el gobierno mexicano fue tomado por sorpresa que tuvo que reaccionar tardíamente desplegando al Ejército en las zonas de influencia de Zambada y los Guzmán.

Durante décadas, parecía que Estados Unidos y México, el oso y el puercoespín, como alguna vez los llamó el embajador Jeffrey Davidow, avanzaban hacia un mutualismo en su relación bilateral. Ambos países comenzaron a alinear sus intereses para coordinar sus acciones en seguridad, mientras otras agendas como la democratización y la liberalización económica allanaban el camino hacia una alianza integral.  

Esta relación no se dio sin tropiezos o incluso abusos. En 1990 sucedió algo similar a lo que vivimos estas semanas, cuando la DEA secuestró al médico Humberto Álvarez Macháin, a quien acusaban de haber torturado a Kiki Camarena, y lo trasladó en un avión particular a El Paso, Texas. En aquel momento, el gobierno de Carlos Salinas emprendió, incluso de la mano de Canadá, un fuerte reclamo diplomático y judicial que llevó al retorno de Álvarez Machain, esto pese a que la Suprema Corte de Estados Unidos avaló la detención (en un precedente que hoy recobra relevancia).

La diferencia entre entonces y ahora es que el puercoespín tenía algo que ofrecer al oso para que no nos pisara y suficientes espinas para disuadirlo. Las negociaciones del Tratado de Libre Comercio estaban en curso y había mucho que perder frente a un México que parecía tomar su primer gran decisión geopolítica: sumarse al polo del “mundo libre”. Hoy, con un gobierno que lo mismo atenta contra las reglas del libre comercio que se alinea con los peores intereses globales y que no cumple con sus obligaciones de seguridad, simple y sencillamente no tenemos suficientes espinas como para evitar que nos pisen.

Por eso no podemos tomar a la ligera las declaraciones de Donald Trump en su entrevista del 20 de julio. Hay algo más que un diálogo antimexicano entre sus filas; cuadros clave en su eventual aparato de seguridad han hablado en el mismo sentido. Y no solo es un sentimiento entre los republicanos, la preocupación frente a la seguridad y los flujos migratorios existe entre la población en general. Si triunfara la demócrata Kamala Harris, vendrán mayores presiones frente al incómodo vecino del sur.

El entrante gobierno de Claudia Sheinbaum caminará por terrenos peligrosos. López Obrador le hereda un país que ha perdido la credibilidad frente a sus aliados y que proyecta una imagen de anarquía territorial. Si la nueva administración no es capaz de mostrar una mayor voluntad para frenar a las amenazas de seguridad internacional que tienen origen en México y, sobre todo, si no tiene capacidad de ordenar su territorio, enfrentará un frente cada vez más explosivo: el del exterior. De ahí la relevancia de propuestas como la que ha hecho Eduardo Guerrero para adelantarnos y poner sobre la mesa un Tratado de Seguridad para América del Norte. Como él lo dice, no solo se trata de tener una buena estrategia de seguridad, sino de avanzar en el proceso de integración regional. Tener una gran estrategia de lo que queremos ser como Estado en relación con el resto del mundo.

López Obrador, en su muy particular y provinciana forma de entender las relaciones internacionales, ha repetido hasta el cansancio que la mejor política exterior es la buena política interior. Ojalá su sucesora comience con lo más básico, pues la mejor defensa hacia afuera es tener orden interno. ~

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Politólogo por la UNAM. MPA en Seguridad y Resolución de Conflictos por la Universidad de Columbia.


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