Este lunes el presidente Andrés Manuel López Obrador dio otro paso hacia la militarización de la seguridad pública en México, al emitir un acuerdo en el que ordena el despliegue militar en el país para realizar funciones policiales hasta marzo de 2024. El acuerdo es una carta en blanco para las fuerzas armadas (FFAA), ya que les permite detener personas, ejecutar órdenes de aprehensión, asegurar bienes y realizar prácticamente cualquier otra labor de seguridad pública en todo el territorio nacional, sin controles efectivos sobre su actuación.
Este es el último paso en un largo proceso de militarización de nuestra vida pública y, si nuestras autoridades no rectifican, podría ser el más grave hasta ahora. El acuerdo del presidente es inconstitucional y debería ser impugnado por varias vías.
Una “carta en blanco” contra los fundamentos de la Constitución
La mayoría de nuestros políticos sostiene fervientemente estar en contra de la militarización del país, pero solo mientras está en la oposición. Ese fue el caso del ahora presidente López Obrador, quien prometió regresar a los militares a sus cuarteles pero que, como hemos visto, ha aumentado su presencia como ningún gobernante previo. La incongruencia también es de los legisladores que aprobaron la reforma constitucional con la que se creó a la Guardia Nacional.
La reforma, que entró en vigor el 27 de marzo de 2019, dispuso en su quinto artículo transitorio que “el Presidente de la República podrá disponer de la Fuerza Armada permanente en tareas de seguridad pública de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria” por cinco años, mientras la Guardia Nacional termina de ser creada y desplegada en el país. Como se ve, dicho despliegue está limitado por varios parámetros: debe ser extraordinario, regulado, fiscalizado, subordinado y complementario. Sin embargo, los legisladores le dieron una carta en blanco al presidente, al permitir que él pudiera decidir por sí mismo la forma de cumplir dichos criterios.
Hoy, mientras la opinión pública estaba concentrada en la discusión de la inconstitucionalidad de la Ley Bonilla en la SCJN, y además en plena pandemia, el presidente López Obrador aprovechó la legislación deficiente y ordenó el despliegue de los militares en labores de seguridad pública a partir del 12 de mayo, “de manera extraordinaria, regulada, fiscalizada, subordinada y complementaria con la Guardia Nacional”.
Las bancadas de los partidos minoritarios en el senado (PAN, PRI, MC y PRD), que hoy se oponen a este acuerdo, permitieron que esto sucediera al aprobar dicha reforma.
((Con 99.2% de los votos a favor en la Cámara de Senadores y 92.6% en la Cámara de Diputados.
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Sus críticas son correctas, pero deben recordar que ellos también son responsables de lo que critican.
Paradójicamente, al transcribir en su acuerdo los límites que le impone la Constitución, el presidente fue capaz de saltarlos para fines prácticos, al dejar completamente indefinida la forma en que cumplirá con ellos, pero reiterando que lo hará. Por ello, el acuerdo es inconstitucional y puede ser impugnado a través de diversas formas.
En primer lugar, el acuerdo ordena el despliegue de las FFAA desde el día de hoy hasta el 12 de marzo de 2024, y faculta a los militares para mantener el orden en zonas federales y fronterizas, pero también “en todo el territorio nacional, en el ámbito de su competencia”.
((El acuerdo otorga a las FFAA la facultad prevista en el artículo 9, fracción II de la Ley de la Guardia Nacional, el cual prevé, en lo que nos concierne, lo siguiente:
“Artículo 9. La Guardia Nacional tendrá las atribuciones y obligaciones siguientes:
(…)
II. Salvaguardar la integridad de las personas y de su patrimonio; garantizar, mantener y restablecer el orden y la paz social, así como prevenir la comisión de delitos en:
a) Las zonas fronterizas y en la tierra firme de los litorales, la parte perteneciente al país de los pasos y puentes limítrofes, aduanas, recintos fiscales, con excepción de los marítimos, secciones aduaneras, garitas, puntos de revisión aduaneros, los centros de supervisión y control migratorio, las carreteras federales, las vías férreas, los aeropuertos, el espacio aéreo y los medios de transporte que operen en las vías generales de comunicación, así como sus servicios auxiliares;
(…)
f) En todo el territorio nacional, en el ámbito de su competencia; en las zonas turísticas deberán establecerse protocolos especializados para su actuación (…)”.
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Así, la presencia militar no será extraordinaria en los hechos, ni temporal ni territorialmente, ya que será por un plazo de 1,400 días sin interrupción en todo el territorio nacional.
En segundo lugar, el presidente no reguló la presencia militar, violando el segundo parámetro establecido en nuestra Constitución. Solo señaló qué facultades tendrán los militares desplegados, entre las cuales se encuentran las de detener personas, ejecutar órdenes de aprehensión, asegurar bienes, resguardar y procesar escenas del crimen, entre otras. De manera contraintuitiva, el hecho de que el acuerdo solo les haya otorgado las facultades previstas en 12 de las 44 fracciones del artículo 9 de la Ley de la Guardia Nacional implica que los militares estarán sujetos a menos controles que la misma Guardia Nacional y tendrán menos obligaciones en materia de derechos humanos, como son las de proporcionar atención a víctimas (fracción XXI) o integrar al Sistema Nacional de Información en Seguridad Pública los datos que se recaben para identificar a las personas (fracción XL), lo cual implica menor transparencia y rendición de cuentas.
En tercer lugar, el acuerdo no prevé medios de fiscalización efectivos para las actividades de las FFAA. Señala que estarán vigiladas por el órgano interno de control (OIC) correspondiente, pero esto no es algo nuevo: todas las dependencias y entidades del gobierno federal ya son fiscalizadas por un OIC, dependiente de la Secretaría de la Función Pública. Debieron preverse medios de fiscalización externos y robustos, como el establecimiento de observatorios ciudadanos e internacionales o de programas especiales por parte de comisiones de derechos humanos para vigilar una labor tan delicada como es el incremento de la presencia militar en la vida pública de un país que pretende ser gobernado por autoridades civiles.
En cuarto lugar, como señaló el colectivo ciudadano #SeguridadSinGuerra en su comunicado titulado “Fuera Máscaras”, el acuerdo señala que el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana debe coordinarse con los secretarios de la Defensa Nacional y de la Marina, por lo que “no hay una subordinación a la autoridad civil correspondiente, sino un mecanismo vago de coordinación”. El colectivo enfatiza que el acuerdo “pone en evidencia lo que a lo largo del último año ha sido una realidad: la Guardia Nacional es una etiqueta para disfrazar a las Fuerzas Armadas de cuerpos civiles. Eso, quizá, sea el único cambio: el militarismo salió del closet”.
La militarización de la seguridad pública, hasta el día de hoy, ha sido calderonista, pero también peñista y obradorista. El acuerdo del presidente López Obrador, al igual que la Ley de Seguridad Interior del expresidente Peña Nieto, es contrario a los principios fundamentales y derechos humanos que los mexicanos decidimos proteger en nuestra Constitución. Y al igual que esa ley, el acuerdo debe ser invalidado.
En síntesis, el acuerdo permite múltiples violaciones actuales y potenciales, de manera directa e indirecta, de derechos humanos, como son el derecho a la integridad y a la seguridad personal. Las organizaciones de la sociedad civil y demás personas que han luchado por la desmilitarización de la seguridad pública podrían contar con interés legítimo para impugnar el acuerdo. Por ello, podrían promover juicios de amparo en contra del mismo, así como en su momento se intentó en contra de la Ley de Seguridad Interior. Además, el acuerdo podría ser impugnado por cada uno de los ciudadanos que llegue a ser afectado directamente en el desarrollo de las actividades de los militares en la seguridad pública.
La cúspide de una larga historia de militarización
La militarización de la seguridad pública en México parece no tener partido ni color. O mejor dicho, parece tener varios, al menos desde la “guerra contra el narcotráfico” iniciada en el sexenio del expresidente Felipe Calderón.
((Como bien señalan Alejandro Madrazo Lajous y Antonio Barreto Rozo en su artículo “Los costos constitucionales de la guerra contra las drogas: dos estudios de caso de las transformaciones de las comunidades políticas de las Américas”, algunos de los antecedentes jurídicos de la militarización de la seguridad pública pueden encontrarse en los sexenios de los expresidentes Ernesto Zedillo y Vicente Fox. Sin embargo, subrayan esos mismos autores, dichos cambios son “principalmente el legado del gobierno de Felipe Calderón”.
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Desde entonces, nuestros gobernantes aumentaron progresivamente la participación de las FFAA en funciones de seguridad pública. Y como la Constitución ordena que la seguridad pública sea civil,
((El párrafo noveno del artículo 21 constitucional establece que “[l]as instituciones de seguridad pública serán de carácter civil, disciplinado y profesional. El Ministerio Público y las instituciones policiales de los tres órdenes de gobierno deberán coordinarse entre sí para cumplir los objetivos de la seguridad pública y conformarán el Sistema Nacional de Seguridad Pública (…)“.
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la militarización de facto tuvo que acompañarse con una militarización de iure, a través de reformas legales y constitucionales, que han intentado regularizar la presencia de las FFAA en las calles y permitir la implementación de medidas de guerra contra ciudadanos mexicanos.
((Las fuerzas armadas en otros países (y en nuestro país antes de la guerra contra el narcotráfico) se encargan de la seguridad nacional, que busca proteger al Estado mexicano en contra de amenazas externas que pongan en peligro su existencia, a diferencia de la seguridad pública, que busca proteger a la sociedad de amenazas externas que no ponen en riesgo la existencia del Estado. Por eso, las medidas a las que hago referencia son medidas de guerra contra los ciudadanos, ya que permiten tratar a delitos internos como se trata a una amenaza externa, es decir, a un invasor o un enemigo.
Como señala Eugenio Zaffaroni en su libro El derecho penal del enemigo, “el tratamiento diferenciado de seres humanos privados del carácter de personas (enemigos de la sociedad) es propio del estado absoluto […] en el plano de la teoría política resulta intolerable la categoría jurídica de enemigo o extraño en el derecho ordinario (penal o de cualquier otra rama) de un estado constitucional de derecho, que sólo puede admitirlo en las previsiones de su derecho de guerra (…)”.
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Por ello, el expresidente priísta Enrique Peña Nieto impulsó la creación de la Ley de Seguridad Interior. Esta ley regularizaba, por fin, la presencia de las fuerzas armadas. Sin embargo, fue invalidada totalmente por la SCJN en noviembre de 2018 debido a que violaba múltiples derechos humanos y principios fundamentales contenidos en nuestra Constitución.
La misma semana en que la Ley de Seguridad Interior fue invalidada, el presidente López Obrador presentó de manera detallada su propuesta de Guardia Nacional (GN), que sería creada por una reforma constitucional. A pesar de que la GN supuestamente es de “carácter civil”
((Según el décimo primer párrafo del artículo 21 constitucional.
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y debería tener un mando civil, su comandante es Luis Rodríguez Bucio, un militar en retiro, y está integrada por elementos de la Policía Federal, el Ejército y la Marina, incluyendo a militares en activo. Con un simple cambio de denominación, los militares que sean parte de la Guardia Nacional podrán participar libremente en funciones de seguridad pública sin que la Suprema Corte pueda impedirlo, ya que así está previsto a nivel constitucional.
A pesar de que la constitucionalización de la Guardia Nacional permitió al presidente López Obrador lograr un grado de militarización mayor al que se le permitió a Peña Nieto o a cualquier otro expresidente, su acuerdo del lunes va más allá. En el peor de los casos, podría consolidar la militarización permanente de nuestra vida pública. Cuando los 1,400 días de presencia militar “extraordinaria” terminen, será más difícil, si no imposible, devolverlos a sus cuarteles, como prometió el presidente López Obrador, pues habrán normalizado su presencia en el territorio nacional, desplazando a las policías locales y federales que deberían ser las únicas encargadas de realizar labores de seguridad pública.
Al formalizar este estado de excepción permanente, el legado de este gobierno podría ser un estado de guerra arraigado en lo más profundo de las instituciones y los equilibrios de poderes en nuestro país. Al final, podríamos no tener ningún Estado de Derecho al cual regresar, sino una comunidad irreconocible, cuyos principios fundamentales sean los de la lucha armada y militar, y no los de la democracia y la civilidad. El gobierno debe rectificar.
Consultor en Derecho Anticorrupción y litigio estratégico.