Casa Rorty IX: Rentrée con gran angular (y II)

En el conflicto palestino-israelí se mezclan la religiosidad antigua, los nacionalismos modernos y el ocaso de los imperios. En los grandes problemas de nuestra época convergen distintas temporalidades.
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Ha querido la fatalidad que tras la aparición de la primera entrada de esta breve serie se haya producido un brutal estallido de violencia en Israel –donde los terroristas de Hamás asesinaron a más de mil personas en territorio hebreo y las fuerzas armadas israelíes han venido castigando Gaza desde entonces– que ha puesto al mundo en vilo. La desgraciada reactivación del conflicto palestino-israelí se relaciona no obstante con la pregunta que yo lanzaba hace un mes –¿dónde estamos, cuáles son los contornos de nuestra época, qué periodizaciones ayudan a comprender nuestro presente histórico?– y permite empezar esta continuación mediante una suerte de coda trágica. Veamos.

En una columna periodística, el historiador David Jiménez Torres señalaba que lo ocurrido en Israel podría resultar incomprensible para cualquier persona que desconociera la historia del siglo XX: en su interior tienen lugar los procesos de descolonización y el exterminio nazi, así como la resolución de Naciones Unidas en 1948 que otorga legitimidad al Estado de Israel y las posteriores guerras árabe-israelíes. Dicho de otra manera, el conflicto entre palestinos e israelíes continúa en nuestra época y sin embargo no es específico de ella. Y lo mismo podría decirse, aunque de otra manera, de la invasión rusa de Ucrania: en el siglo pasado habría que buscar las razones de su ocurrencia, que remiten a la descomposición de la URSS y la consiguiente frustración de unas élites rusas privadas de su proyecto imperial. De ahí la conclusión de Jiménez Torres: el siglo XX no se termina nunca.

El ocaso de los imperios

¿Seguimos, entonces, en un larguísimo siglo XX? No exactamente. Aunque la fundación del Estado de Israel tuvo un protagonismo indudable durante el siglo pasado –particularmente en su segunda mitad– y todavía en la tercera década del XXI estamos lidiando con sus consecuencias, los contornos de este fenómeno histórico pueden definirse de maneras distintas. Bien podemos afirmar, por ejemplo, que estamos ante una manifestación del viejísimo contencioso entre las distintas religiones monoteístas: si Palestina no fuese considerada Tierra Santa por parte de árabes y judíos (así como por los cristianos), el problema ni siquiera hubiera llegado a plantearse. Hablamos así de creencias milenarias y odios veterotestamentarios; los mismos que impulsan desde hace siglos el antisemitismo. Pero la conciencia nacional judía, por oposición al sentido de pertenecencia a un pueblo o etnia perseguida o discriminada desde antiguo, nace con el sionismo en el último tercio del siglo XIX; cuando lo hacen también las demás conciencias nacionales en el ocaso de los imperios.

Hablar por ello de la “invención del pueblo judío”, como hace el historiador Shlomo Sland en el libro del mismo título, no es del todo satisfactorio. Ya que una cosa es que se plantease entonces la idea de que existía una nación judía con derecho a un Estado, deseablemente situado en Palestina; y otra bien distinta es que esa apelación se hiciera en el vacío. Etnias como los judíos o los armenios, que por haber sido históricamente señaladas han conservado una notable cohesión interna, se prestan con dificultad al análisis dominante en los estudios sobre el nacionalismo, según el cual el Estado y la modernidad crean las naciones a partir de los elementos culturales preexistentes en un territorio dado. Podríamos decir entonces que el antisemitismo persuade a los judíos de que son un pueblo “elegido” en el sentido negativo del término; el sionismo utiliza esa autoconciencia étnico-religiosa –que algunos judíos rechazan– para crear un nacionalismo hebreo en el que ser “elegido” puede convertirse en una bendición. Y ese nacionalismo hebreo da lugar a su vez, por oposición, a un nacionalismo palestino; desde entonces ambos luchan entre sí en un espacio cerrado.

Para complicar las cosas, al menos en términos de “pertenencia” histórica, hay que recordar que árabes y judíos conviven allí durante el prolongadísimo dominio turco: el Imperio Otomano controla Palestina durante casi cinco siglos. Aunque lo olvidemos a menudo, el siglo XIX está todavía dominado por la forma política imperial: además de los imperios otomano, ruso y austrohúngaro, el resto de potencias europeas se esfuerzan por conservar aquello que tuvieron en su pasado glorioso –España, Portugal– o desarrollan nuevas ambiciones territoriales en el marco de la colonización de África y Asia. Los movimientos de liberación o unificación nacional van cristalizando en el último tercio del XIX y alcanzarán su apoteosis con el colapso de los imperios otomano y austrohúngaro, la proclamación del derecho de autodeterminación de los pueblos impulsada por el presidente norteamericano Woodrow Wilson en 1918 y, en las décadas siguientes, el a menudo caótico proceso de descolonización de los países asiáticos y africanos. Como muestra, un botón: todavía hoy, aunque los españoles vivamos de espaldas a esa realidad, el castellano es lengua oficial en Guinea Ecuatorial y se calcula que casi nueve de cada diez guineanos saben hablarla. Y sin embargo, el Mandato de la Sociedad de Naciones para el gobierno de Palestina, una vez abandonada por los turcos, recae sobre Gran Bretaña. Esto quiere decir que uno de los imperios más longevos, que arranca a finales del XV y no se disuelve hasta principios del XX, cede el testigo al último de los imperios modernos. Recordemos que el imperio británico nace con la industrialización y colapsa después de la II Guerra Mundial, cuando abandona la India –ahí es nada– por ser ya incapaz de mantenerla tras su ingente esfuerzo bélico; lo mismo sucede con una Palestina que no había hecho más que darle disgustos desde el principio.

Confluencias temporales

De lo anterior se deduce que el conflicto palestino-israelí cobra forma en el siglo XX y se prolonga en el nuestro, pero hunde sus raíces profundas en la religiosidad antigua y tiene su génesis moderna en la formación decimonónica de los nacionalismos y el ocaso de la política imperial. Convergen así en él distintas temporalidades, cosa que naturalmente puede decirse también de la guerra ruso-ucraniana: el mito de la Gran Rusia no nace precisamente ayer, aun cuando el comunismo soviético modificase su aspecto durante el intenso siglo XX. Pero, ya que estamos, quizá la confluencia temporal más espectacular sea la que permite explicar el cambio climático en curso. Tal como ha explicado el historiador indio Dipesh Chakrabarty, la transición –sea eológica o meramente histórica– del Holoceno al Antropoceno, cuya manifestación más llamativa es el calentamiento global pese al mayor riesgo que acaso represente a largo plazo la pérdida de biodiversidad, ha de entenderse como el resultado de la confluencia de dos regímenes temporales, cada uno de ellos ligado a fenómenos particulares: de un lado, el tiempo profundo del planeta, relacionado con sistemas naturales planetarios tales como el clima; del otro, el tiempo histórico de la tardía especie humana. Y aun podemos afinar un poco más, ya que el cambio climático es una consecuencia –sobre todo– de la revolución industrial, que lleva en marcha casi tres siglos y curiosamente puede terminar antes de haberse desarrollado por completo; así como hay países que no se han industrializado todavía o lo han hecho solo parcialmente, como es el caso de la propia China, la potenciación de las energías renovables a nivel global sugiere que la era fósil está llegando a su final; aun cuando este no sea el tipo de final preferido por los enemigos del capitalismo liberal.

Hablar de la industrialización es hacerlo de la modernidad. Y la modernidad es justamente el marco conceptual alternativo al que, como se dijo al final de la entrada anterior de este blog, podemos echar mano cuando los siglos se revelan inservibles o imprecisos. Da igual cómo definamos exactamente la modernidad: lo que está claro es que se trata del primer periodo histórico que se nombra a sí mismo. O sea: los primeros modernos instauran la modernidad. Y lo hacen sobre la convicción de que –como escribiera célebremente Karl Marx, moderno él mismo– el mundo no tiene que ser interpretado sino transformado. Dos siglos más tarde, el también alemán Odo Marquard replicaría que los filósofos harían bien en dejar de transformar el mundo: lo que toca es conservarlo. Lo que hay entre esas dos frases es el claroscuro moderno: un fracaso glorioso o una triste victoria, según se mire o según hacia dónde se dirija la mirada.

Razón y progreso

Desde que los seres humanos –o algunos de ellos– decidieran tomar las riendas de su destino, ha sucedido verdaderamente de todo: revoluciones, migraciones, tiranías, democratizaciones, guerras, innovaciones tecnológicas, genocidios, procesos de inmunización e higienización, aumento de la esperanza de vida y de la riqueza per cápita, terciarización de la economía y urbanización de la existencia, valorización del individuo, rupturas estéticas, devastaciones ecológicas… ¡Vertiginoso aleph moderno! No todo ello es un producto deliberado de la voluntad humana; aunque la modernidad tiene como premisa la idea de que la razón puede ser empleada por fin –tras siglos de superstición y mitología– para dar forma a sociedades más prósperas, justas y libres, buena parte de lo que sucede durante la modernidad es un efecto indeseado de la misma o el resultado de sus excesos y fracasos. De ahí que hoy apenas creamos ya que el mejoramiento racional de la sociedad sea factible; en el mejor de los casos, somos cautos a la hora de evaluar nuestras posibilidades de éxito: demasiada gente ha muerto o sufrido calamidades por el camino. Y no pocos de ellos, en nombre del mismo ideal que prometía emanciparlos. ¿Acaso no se colonizaba al africano o se mandaba al disidente al gulag en nombre de la razón universal? Y aunque el nazismo era más primitivo, echó mano de los instrumentos de la modernidad –racionalidad burocrática, métodos industriales– para acelerar el exterminio de los judíos europeos. Anthony Giddens habló del “Juggernaut de la modernidad”: siempre hacia delante, caiga quien caiga, manejable hasta cierto punto y con frecuencia fuera de nuestro control.

Decíamos que es hasta cierto punto indiferente cómo definamos la modernidad, porque casi todos tenemos una idea aproximada de lo que el termino designa sea cual sea la valoración que hagamos sobre su deseabilidad; los románticos ya se quejaron y no digamos los conservadores. ¡Aunque no se conoce a ninguno de ellos que haya preferido operarse sin ayuda de la anestesia! Tal como señala Hans Gumbrecht en su disquisición sobre el término, realizada para la conocida historia conceptual impulsada por Reinhart Koselleck junto a Werner Konze y Otto Bruner, es a partir de finales del siglo XVII cuando el término “moderno” empieza a penetrar en el lenguaje europeo. Durante veinte años, la Académie Française discute la Querelle des Ancienes et des Modernes y abre con ello un nuevo horizonte semántico: la posibilidad de que lo moderno se considere superior a lo antiguo. No es un juicio unánime: fue más difícil de aceptar allí donde, como en España, se tenía como referente histórico cercano un Siglo de Oro; muchos replicaron que las artes no admiten ese tipo de juicios de superioridad; y el mismo Rousseau abjuraba de las instituciones políticas de la modernidad –la odiosa figura del representante– para defender la vieja cohesión asamblearia. Pero los distintos significados de “moderno” fueron aglutinándose de tal forma que lo presente se opuso a lo anterior, lo nuevo a lo viejo y, en fin, la propia actualidad se consideró pasajera en el sentido de constituirse en el pasado del futuro: la propia época pasa a considerarse una preparación para el porvenir. El idealismo alemán, con sus filosofías de la historia, completará este cambio de régimen temporal: el uso de la razón nos asegura un progreso permanente hacia lo mejor, que solo el futuro será capaz de reconocer cabalmente.

Son así elementos indispensables para dar cuenta del desarrollo de la modernidad la creencia racional en el progreso, la confianza en la ciencia y la tecnología, el liberalismo político y el constitucionalismo democrático, la preferencia por el individuo y el ideal emancipatorio, el empleo del poder público para la realización de fines colectivos, la combinación del ideal cosmopolita con la organización política nacional, y así sucesivamente. Pero el comunismo soviético, industrialista y proclive a las justificaciones “científicas”, también es moderno. El efecto combinado de todo lo anterior, como ya se ha dicho, es formidable: para bien y para mal. Nuestras sociedades son más ricas, más justas, más longevas. Pero no todas lo son en la misma medida, ni la historia de ese progreso accidentado está libre de horrores e injusticias. La pregunta interesante, sin embargo, concierne a la vigencia de la modernidad: ¿seguimos siendo modernos? O bien: ¿seguimos queriendo serlo? Si no es el caso, de nuevo, ¿dónde estamos?

El futuro ya no es lo que era

Es evidente que la creencia en el ideal moderno se ha debilitado, si bien sería conveniente recordar que el llanto va por barrios: las sociedades que por fin se desarrollan son más optimistas que aquellas que ahora se sienten estancadas. De manera que no es lo mismo ser chino o australiano, que ser español o británico. En buena medida, estamos ante una cuestión de expectativas; se ha prometido tanto que resulta imposible cumplir. Y se ha prometido mucho porque los Estados que aplican –o aplicaban– políticas modernizadoras siempre han necesitado legitimarse, recurriendo a relatos embellecedores donde se habla de pleno empleo, inclusión social o prosperidad material. Pero las décadas van pasando: incluso si uno se las ha apañado para olvidar dos guerras mundiales y poner en el debe de los totalitarismos las formas más espeluznantes de la violencia estatal, se nos hace evidente que el presente no acaba de encajar con lo que se dijo de él. O, peor aun, el futuro no es ya creíble como el lugar donde se realizarían las esperanzas utópicas formuladas en el ingenuo siglo XIX. No es que el “espíritu positivo” al que apelaba Auguste Comte haya resultado ser un fraude; sería irrazonable dar valor de ley a los eslóganes –No Future– de la juventud descontenta de todas las épocas. Sin embargo, nada es más natural para muchos occidentales que experimentar hoy un sentimiento de privación.

Huelga decir que no es un sentimiento nuevo, sino uno cuyo origen –impacto anímico de las guerras mundiales al margen– seguramente pueda encontrarse en la década de los setenta del pasado siglo. Fue entonces cuando el largo crecimiento económico de la segunda posguerra se vio detenido en seco: la crisis del petróleo hizo aflorar las contradicciones inherentes al modelo bienestarista de corte neokeynesiano y puso fin al espejismo de un trayecto sin baches por la senda del progreso. También por aquellas fechas surgieron los movimientos contraculturales, una historia que se ha contado muchas veces y que termina bien (sus valores se van incorporando al mainstream) o mal (sus valores son fagocitados por el mainstream) dependiendo de a quién se pregunte. Es revelador que buena parte del pensamiento contemporáneo manifieste una inconmovible nostalgia por aquellos Trente Glorieouses que se querrían recuperar: de nuevo un Estado fuerte, capaz de remediar las injusticias y de proporcionar a cada individuo un salario y una vivienda, poniendo coto a la avaricia empresarial y solucionando de paso el problema del calentamiento global. El subtexto es que aquellas décadas majestuosas terminaron por culpa de una conspiración neoliberal y no porque su modelo tuviese fecha de caducidad o sea hoy ya irreproducible en una economía globalizada a la que se han incorporado los países que entonces eran socialistas y han pasado a competir con el resto.

Así razonan los partidarios de la hauntología que rastrean en el presente las huellas de los pasados que se frustraron y desde entonces nos persiguen como si viviéramos en una casa encantada; una figura retórica cuyo empleo inaugura Derrida cuando vuelve a Marx y que Mark Fisher desarrollará en el marco de sus razonamientos sobre el “realismo capitalista”. También el pensamiento decolonial mira más al pasado que al futuro, en su caso desenterrando los cadáveres del colonialismo occidental para exponerlos en la plaza pública; se piden así cuentas a una modernidad que ha resultado ser mucho menos “racional” de lo que anunciaban sus pioneros. A la sensación de que nos encontramos en un callejón sin salida contribuye la falta de imaginarios sociales alternativos capaces de movilizar el apoyo de las mayorías. Naturalmente, hay algunas ideas: los decrecentistas aseguran que el problema está en el crecimiento económico indefinido y proponen reducir la escala social para vivir existencias más auténticas en comunidades autárquicas de nuevo cuño. Pero no parece que semejante programa de transformación social, capaz de aglutinar por el camino los restos del socialismo (Koehi Saito habla de “decrecentismo comunista”), tenga visos de triunfar.

Tampoco será fácil levantar un nuevo “sistema global de gobernanza” parecido al propuesto por el politólogo Jan Zielonka como remedio para recuperar el “futuro perdido”, si bien la ambición de su empeño es típicamente moderna. En el plano ideológico, solo el ecologismo político tiene el potencial para convertirse en una ideología transversal con el alcance suficiente para influir en las políticas públicas del nuevo siglo; el feminismo ha alcanzado sus objetivos esenciales en las sociedades liberales y su alcance es, pese a su auge reciente, más limitado. Algo parecido sucede con la democracia misma, forma política característica de la modernidad –occidental– cuyos rasgos esenciales quedan establecidos en el curso del siglo XIX; por más que abundan las quejas acerca de sus limitaciones para el gobierno de las sociedades complejas, nadie tiene una alternativa realista que ofrecer más allá de algunos experimentos dirigidos a crear la impresión de que el pueblo soberano puede ser mejor escuchado –minipúblicos, asambleas ciudadanas– por las élites que toman las decisiones. Es así irónico que uno de los movimientos políticos triunfantes de nuestro tiempo sea aquel que propone la simplificación de los procedimientos democráticos: el populismo sostiene que solo hay un buen pueblo esperando a ser gobernado por un líder providencial.

Modernos viejos

En cualquier caso, la decepción ante los fracasos de la modernidad había sido ya expresada por la filosofía posmoderna que declara el final de los grandes relatos –el progreso entre ellos– y describe una sociedad fragmentada y heterogénea que ya no admite grandes síntesis ideológicas ni puede ser movilizada con el fervor de antaño. Ahora bien, incluso si nos atrevemos a hablar de sociedad posmoderna para describir a nuestras sociedades, tomando algunos de sus rasgos como definitorios de su carácter, estaremos haciendo una definición negativa o autorreferencial: el término señala que ya nos encontramos después de la modernidad, pero eso es lo único que dice. Nadie ha dado aún con un concepto capaz de caracterizar novedosamente a las sociedades humanas andando ya la tercera década del siglo XXI. La razón no está en la insuficiencia del diagnóstico posmoderno, que para muchos suena ya antiguo; por el contrario, hay mucho de valioso en la categoría de la posmodernidad y en los textos de sus pensadores. No: la razón está en que la modernidad no ha sido superada porque es insuperable. Eso no quiere decir que sea inmejorable; solo que no puede ser superada en el sentido dialéctico del término, o sea sustituida por algo completamente distinto. Y eso porque si la modernidad es el periodo histórico definido por la autoconciencia de la humanidad respecto de sí misma, que conduce a la aplicación consciente de medios destinados a mejorar racionalmente las sociedades, entonces “superar” la modernidad equivaldría a perder esa conciencia. Pero no se ve cómo podría suceder tal cosa, salvo que una catástrofe ecológica o tecnológica nos condujese a un mundo posapocalíptico donde solo reinase la fuerza. De hecho, ni siquiera los posmodernos renunciaron al empleo de la razón; simplemente la aplicaron de manera original a la modernidad misma. ¡También los posmodernos son modernos!

De ahí que la categoría más apropiada para definir nuestro tiempo sea la que proporcionan los sociólogos cuando hablan de la modernidad tardía o reflexiva. Es, sobre todo, una escuela alemana: empieza con Ulrich Beck y tiene luego continuidad con Ingolfür Blühdorn, Andreas Reckwitz o Philippe Staab. No todos ellos piensan igual, pero aquí nos interesan menos los matices que las generalidades: la modernidad tardía es una fase de la modernidad caracterizada por su reflexividad, o sea, por el impacto que la modernidad causa sobre sí misma. A eso se refería Beck cuando hablaba de la “sociedad del riesgo”, llamando la atención sobre las amenazas tecnocientíficas creadas por la propia sociedad moderna (la energía nuclear, por ejemplo, pero también el cambio climático); y a eso se refiere Reckwitz cuando habla del “fin de las ilusiones” que habían creado los éxitos inaugurales de la modernidad. Más recientemente, Philippe Staab ha defendido que el rasgo principal de nuestra sociedad es la adopción de una estrategia de adaptación a los desafíos que ella misma ha creado. Y el propio Beck decía que la transformación paulatina de las sociedades modernas –globalización, digitalización, individualización, destradicionalización– no suponía el fin del mundo, sino el fin de las certezas creadas por la primera modernidad; hablaba menos de un declive que de un cambio de valores. Para Ingolfur Blühdorn, estaríamos ya penetrando de hecho en una tercera modernidad –sin salirnos de la tardomodernidad– que se caracteriza por la renuncia a la emancipación que simbolizaron los nuevos movimientos sociales y por el asentamiento de un nuevo pesimismo respecto de las potencialidades de la modernidad. A su juicio, la modernidad tardía es la época en que los relatos, esperanzas, creencias y verdades definitorios del ideal ilustrado son cuestionados a la vista de su insostenibilidad. Este diagnóstico tremendista obedece al hecho de que Blühdorn –quien se sitúa en la estela de la Escuela de Fráncfort– identifica los movimientos de los años sesenta con la última esperanza de la Ilustración y juzga que, a la vista del éxito que las ideologías reaccionarias están cosechando ahora mismo, han terminado por fracasar.

Vamos terminando: no hace falta compartir el pesimismo de Blühdorn para reconocer que la modernidad se encuentra en un impasse que responde al fracaso de las expectativas que había creado sobre su propio desarrollo. Hablar de tardomodernidad parece así la mejor respuesta para la pregunta acerca de dónde estamos: porque seguimos en la modernidad y porque esa modernidad ya no es joven. Cualquier otro prefijo –hipermodernidad, transmodernidad, ultramodernidad– incorpora juicios de valor más discutibles. Tal como se ha señalado en estas dos entradas, hay muchas formas de definir nuestro presente; su genealogía puede trazarse de distintas maneras según cuál sea el aspecto de su historia en que nos fijemos. Pero hablar de modernidad simplifica las cosas, justo antes de complicarlas. En última instancia, somos modernos viejos. Y eso explica muchas cosas.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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