En ese libro formidable que es The philosophy of modern song, Bob Dylan comenta de manera personalísima 66 canciones de la historia de la música pop, pasando con destreza de la narración en segunda persona que nos sumerge en el tema de cada una de ellas a la meditación bien informada sobre su autor o su género. Incluye el genio de Duluth “Ball of Confusion (That’s What the World Is Today”), un tema de The Temptations que se publica como single en los Estados Unidos en mayo de 1970. Se trata de un hit que poco tiene que ver con el estilo que llevó al éxito a la banda a principios de los sesenta, cuando sus armonías vocales producían éxitos con la facilidad propia de la Motown; en este periodo es palpable la influencia de Sly & the Family Stone, hasta el punto de que este “desfile de confusión” debe considerarse pop psicodélico con ramalazos de proto-rap.
¿Y de qué va la canción? Sus versos son elocuentes: “Fear in the air, tension everywhere / Unemployment rising fast / The Beatles’ new record’s a gas / And the only safe place to live is on an Indian reservation”. Luego: “Eve of destruction, tax deduction / City inspector, bill collectors /Mod clothes in demand, population out of hand / Suicide, too many bills”. Y finalmente: “Segregation, determination, demonstration, integration / Aggravation, humiliation, obligation to our nation”. En una palabra, The Temptations describen aquí el caos reinante en la sociedad estadounidense cuando termina la década de los sesenta y empieza la de los setenta. Dylan lo resume así: “Es la jungla ahí fuera, y las cosas se están volviendo irreconocibles”. Cuando pasa a la tercera persona, destaca el contraste entre las dos etapas de la banda y subraya la dificultad de escribir una canción como esta sin que resulte ridícula ni pase de moda; a su juicio, el compositor Norman Whitfield logró con Ball of Confusion “una de las pocas canciones sociales que no producen vergüenza ajena”. Y encima, concluye, Stevie Wonder toca la armónica.
Para el oyente de ahora mismo, una canción así tiene la virtud –digamos epistémica– de recordarnos cuán turbulento fue en los Estados Unidos el periodo que media entre el estallido de los disturbios raciales en el barrio de Watts, Los Ángeles, en agosto de 1965, y la llegada al poder de Ronald Reagan en 1980, culminación de la exitosa contrarrevolución conservadora. De un lado hay protestas raciales, movilización contra la guerra de Vietnam, acciones terroristas de la izquierda radical, disolución de la cultura hippie; del otro, la contundente respuesta de la “mayoría silenciosa” con la elección de Nixon y la represión policial de la contracultura. Para quien quiera más detalles, Rick Perlstein en Nixonland y Bryan Burrough en Days of rage han documentado con rigor esta fascinante etapa de la intensa historia norteamericana. Pero tenemos a nuestra disposición asimismo decenas de novelas y películas: de DeLillo a Doctorow, de Easy Rider a JFK. Por cierto, la muerte de Robert Redford ha servido como recordatorio de la pujanza que tuvo en su día el subgénero del thriller conspirativo, que no solo es reacción al Watergate sino también estudio del deep state y de su papel en la restauración del orden público.
Y es interesante que Los tres días del cóndor –firmada por el voluntarioso Sidney Pollack y protagonizada por un Redford que nunca vistió mejor– termine con el alegato de un miembro de la CIA en el que se justifica la opacidad estatal por la necesidad de hacer planes que permitan prevenir la hambruna que asoma en el horizonte: cuando ese momento llegue, dice el personaje al que interpreta Cliff Robertson, los estadounidenses pedirán ayuda a su gobierno y no podrá decírseles que nadie ha hecho nada al respecto. Queda claro que la década de los setenta fue también la del miedo a la distopía medioambiental: las advertencias neomalthusianas sobre la “bomba demográfica” se vieron agravadas con la crisis del petróleo y la estanflación subsiguiente, hasta el punto de que una parte no desdeñable del pensamiento ecologista sostuvo entonces que solo un gobierno autoritario dirigido por expertos podía librar al mundo de la catástrofe inminente.
Por su parte, quien desee encontrar un precedente para las tendencias magnicidas de nuestros últimos años –que culminan en el asesinato de Charlie Kirk y dejan por el camino atentados contra figuras de la derecha y la izquierda norteamericanas– no tiene más que retrotraerse a aquellas décadas: que ese trastornado veterano de guerra que es el Travis Bickle de Taxi Driver planee atentar contra un candidato presidencial de discurso rutinariamente populista no es casualidad. Tampoco es que fuera de los Estados Unidos reinase la paz: baste decir que entre 1968 y 1977 se contabilizaron cada año hasta 41 secuestros de vuelos comerciales alrededor del globo. Y dado que este blog se publica en la web de una revista hispanomexicana, recordemos que estos dos países vivían entonces bajo sendas dictaduras y que la resistencia contra ellas adoptó también ocasionalmente una forma violenta… a la que el Estado contestó a su vez empleando una fuerza que carecía de cualquier legitimidad democrática. Mientras que trescientas personas fueron acribilladas en la Plaza de las Tres Culturas de la Ciudad de México en octubre de 1968, la sociedad española sufría atentados constantes de la banda terrorista ETA y era frecuente el uso represivo del aparato estatal; solo a mitad de la década siguiente comenzaría una transición pacífica a la democracia que –según algunos descubren ahora– conoció numerosos episodios de violencia de filiación nacionalista, revolucionaria y reaccionaria.
Estamos peor porque no estamos mejor
Flash forward: más de medio siglo después de la publicación de Ball of confusion, la situación mundial no parece haberse aclarado demasiado. Rusia ha invadido parte de Ucrania, Donald Trump gobierna unos Estados Unidos donde se ha recrudecido la violencia política, el populismo gana votos en un buen número de democracias, China se ha convertido en una gran potencia que presume del éxito de su modelo autoritario, el nacionalismo ha cobrado fuerza en casi todas partes y, en fin, el conflicto palestino-israelí atraviesa una fase desoladora. Dicho esto, ya no se secuestran tantos aviones, ni son tan frecuentes los atentados terroristas en las sociedades liberales; bien es verdad que hizo falta un 11S para que la seguridad aeroportuaria se convirtiese en prioridad pública. Y aunque se han producido avances morales, tampoco faltan los retrocesos; el mayor respeto por las minorías sexuales ha venido acompañado de un creciente rechazo a la inmigración. Irónicamente, nuestra época no solo se parece a la década de los setenta por el hecho de que en ella se ha desplegado un movimiento político cuyos fundamentos doctrinales provienen de la izquierda marcusiana y foucaltiana, o sea esa Teoría Crítica de la Raza que también se denomina simplemente wokismo; también porque el miedo a las consecuencias medioambientales de la superpoblación ha dejado paso al miedo a las consecuencias del cambio climático.
Pero entonces, ¿estamos mejor o estamos peor? Si nos vamos a los datos que miden el bienestar humano agregado, la respuesta es obvia: estamos mejor. Basta comparar la China del Gran Paso Adelante o esa India donde las hambrunas eran frecuentes con la China de Xi o la India de Modi; la globalización ha mitigado la pobreza y creado nuevas clases medias en medio mundo, incluyendo los países bálticos y del este europeo, si bien sigue habiendo sociedades fallidas (Argentina), países en desarrollo que no acaban de desarrollarse (buena parte de Oriente Medio y de África) o dictaduras donde las cosas han ido a peor (Cuba). Si adoptamos una perspectiva hegeliana y tomamos en consideración las expectativas creadas por el colapso del experimento soviético, en cambio, estamos peor. O sea: estamos peor porque no estamos mejor.
Téngase en cuenta que durante toda una década –los optimistas noventa– creímos que el liberalismo político seguiría extendiéndose por el mundo entero, confiamos en la potencialidad de la globalización para facilitar la creación de riqueza y llegamos a pensar –se hablaba de “la Gran Moderación”– que las grandes crisis económicas eran ya cosa del pasado. Solo quedaba profundizar en el bienestarismo estatal, democratizar la democracia y producir sujetos reflexivos dispuestos a ejercitar la tolerancia en un marco cada vez más cosmopolita. ¡Casi nada! Bien sabemos que las cosas no salieron como se esperaba: si el 11S dejó claro que la globalización liberal contaba con la feroz oposición de los partidarios de la teocracia, sus enemigos se multiplicaron con la Gran Recesión –una reacción antiliberal que recuerda la producida en los años treinta del siglo pasado– y al descontento material se ha sumado la zozobra moral en un mundo desordenado donde populistas y extremistas de todas las confesiones hacen su agosto mientras las revoluciones tecnológica y demográfica siguen imperturbables su curso.
Desacuerdo pacífico y cooperación pacífica
Resulta por ello sintomático que el filósofo político norteamericano John Rawls publicase en 1993 la segunda de sus grandes obras: si en 1971 aparecía Una teoría de la justicia, donde defendía su concepción de la justicia como equidad, dos décadas más tarde procedía en Liberalismo político a refinar su defensa de la “sociedad bien ordenada” incorporando a la misma el “hecho del pluralismo” cuya significación, según sus críticos, había venido minusvalorando. Para Rawls, una sociedad bien ordenada es aquella cuyos miembros aceptan una misma concepción de la justicia, que a su vez regula las instituciones básicas de la sociedad. Es un ideal último, el objetivo hacia el que deberíamos orientarnos; su elucidación nos permite valorar el estado actual de nuestras sociedades. Eso quiere decir que Rawls tiene inicialmente en mente una teoría ideal que deja a un lado las dificultades propias del mundo tal como es. Pero hay método en su abstracción: Rawls se saca de la chistera un recurso brillante con el fin de evitar que nuestras circunstancias, intereses y cualidades condicionen el tipo de sociedad que preferimos. Como es sabido, el pensador de Baltimore sitúa al individuo en una “posición originaria” y detrás un “velo de ignorancia”, de modo que no sabe quién es y optará racionalmente –en esto recuerda al contrato social hobbesiano– por una sociedad donde se nos provea de bienes básicos y se abrace una concepción de la justicia como equidad. De ahí sale algo parecido a una sociedad liberal dotada de un Estado redistributivo: porque nadie quiere quitarse el velo, descubrirse pobre y acabar durmiendo en la calle.
Entre las muchas críticas que se le dirigieron, destaca por su carácter premonitorio aquellas que reprochaban a Rawls inventarse un sujeto desencarnado que carece de identidad: un individuo irreconocible para quienes insisten en la diversidad identitaria y emocional de unas personas que siempre estarían “situadas” en posiciones que condicionan su manera de ver el mundo. Aunque siempre me ha parecido una objeción endeble, el argumento ha tenido mucho éxito y es una de las razones por las cuales Rawls reformula su teoría a comienzos de los noventa; su propósito es acomodar el pluralismo y evitar que este se convierta en un obstáculo para la aceptación de la justicia como equidad. Pasamos así a hablar de condiciones no ideales para la aplicación de la teoría: nos las vemos con las sociedades tal como son. Por eso Rawls parte de la premisa de que nuestras concepciones morales difieren en una sociedad libre; cuando se discuten asuntos públicos que conciernen al poder estatal, a menudo llegamos a respuestas irreconciliables: incluso si quienes debaten lo hacen de buena fe. Ahora bien: el ideal de la sociedad bien ordenada solo puede realizarse si la gente se pone de acuerdo sobre un conjunto de principios morales esenciales. Es lo que Rawls denomina “consenso por solapamiento”; aunque nos adscribamos a etnias, religiones, identidades o ideologías diferentes, mediante ese consenso alcanzamos un acuerdo político sobre cómo vivir juntos de manera cooperativa. De ahí que Rawls formule así su principio liberal de legitimidad:
nuestro ejercicio del poder político es adecuado y está justificado solo cuando es ejercitado de acuerdo con una constitución a fundamentos cabe razonablemente esperar que se adhieran todos los ciudadanos a la luz de principios e ideas que les son aceptables como razonables y racionales.
Nótese que no hablamos de un modus vivendi que se alcanza porque nadie tiene fuerza bastante para imponerse al resto; lo que nuestro filósofo espera es que nos convenzamos de la superioridad normativa de la sociedad bien ordenada. Este tipo de consenso solo puede darse en una sociedad liberal, advierte, porque en ellas tuvieron lugar conflictos religiosos que desembocaron en el principio de tolerancia y condujeron a la consagración de la autonomía moral del individuo: se supone que hemos aprendido a tolerar el desacuerdo moral. Naturalmente, en las sociedades liberales hay personas irrazonables; sus juicios no deberían tenerse en cuenta a la hora de derivar el contenido del consenso filosófico por solapamiento. Rawls es igualmente exigente cuando demanda de los participantes en la esfera pública un uso de la razón basado en estándares comunes a todos y un tipo de argumentación pública en la que no jueguen ningún papel las creencias religiosas o metafísicas; un requisito que los creyentes han considerado inaceptable en muchas ocasiones. Pero lo que me interesa subrayar es que el liberalismo político solo es viable si la mayoría de los miembros de una sociedad se adhieren a visiones morales razonables que hagan posible el desacuerdo pacífico sin impedir la cooperación recíproca.
El réquiem de Rawls y Habermas
Un año antes, el filósofo alemán Jürgen Habermas había reafirmado su fe en la teoría de la comunicación como fundamento de una sociedad democrática. En Facticidad y validez, que aparece en Alemania en 1992, Habermas se pregunta de qué manera podemos combinar la fuerza fáctica de las leyes con su justificación normativa: además de ser coercitivas, las normas han de ser válidas. Y para que sean válidas, o sea para que las percibamos como tales, necesitamos de su legitimación a través del discurso y la argumentación entre ciudadanos libres e iguales. Porque ya no contamos con la tradición ni con el derecho natural de orden religioso como elementos capaces de proporcionar unidad a las sociedades; para Habermas, el derecho en una democracia es el medio a través del cual el poder comunicativo se transforma en poder administrativo. A su juicio, la sociedad civil se encarga de transmitir al espacio público los problemas sociales; la política deliberativa resulta de la interacción entre el complejo parlamentario y la sociedad civil. Y de ahí resulta, al menos idealmente, una norma jurídica legitimada por la deliberación colectiva: incluso quienes se oponen a ella han tenido la oportunidad de contestarla y ahora solo pueden acatarla… si bien el joven Habermas había creído incluso que la fuerza del mejor argumento se impone por sí sola a las conciencias de quienes participan en el debate público.
Pasados treinta años, se tiene la impresión de que estos grandes aparatos teóricos se han desmoronado como castillos de naipes una vez que el viento de la historia ha vuelto a soplar con fuerza: nuestras democracias son más agonistas que deliberativas, el consenso social acerca de la dimensión liberal de la democracia se ha debilitado y el número de quienes impondrían su visión moral al conjunto de la sociedad parece incrementarse por momentos. Tampoco las democracias se caracterizan por su buena salud institucional; aunque no todas son iguales, ya son demasiadas las que han pasado a un estadio iliberal que denota el impacto del discurso político populista. En cuanto a la deliberación racional, basta echar un vistazo a las redes sociales; de la conducta de los partidos políticos, mejor ni hablar.
Leer hoy a Rawls y Habermas es así como escuchar un réquiem por la sociedad bien ordenada: el contraste entre el ideal y la realidad desalienta al más pintado. Tampoco el pragmatismo de un Richard Rorty habría salido del todo bien parado, ya que no parece que los miembros de las sociedades liberales hayan ganado reflexividad moral en las últimas décadas: en lugar de hacerse conscientes de la contingencia de nuestras creencias privadas, son muchos quienes desean usar el poder estatal para imponérselas a los demás. Se trata de fenómenos ambiguos: la doctrina woke persigue incrementar la justicia, incurriendo sin embargo por el camino en un dogmatismo ideológico que termina por ser contraproducente. Y resulta curioso –astucia de la sinrazón– que muchos de quienes hoy militan contra el ideal de la sociedad bien ordenada enarbolen principios democráticos para justificar sus acciones, ya sea de manera puramente cínica o como resultado de la distorsión populista de aquellos. Por otro lado, repárese en el problema con el que se enfrentan Habermas y demás partidarios de la democratización radical cuando el “pueblo” a quien tenía que dársele voz para que triunfase la justicia pasa a defender posiciones conservadoras o reaccionarias.
La flecha de la historia
No conviene, sin embargo, caer en la desesperación. Ya se ha visto que las décadas de los sesenta y los setenta fueron extraordinariamente turbulentas, tanto dentro de las democracias como fuera de ellas; y no digamos los años treinta. Si hoy nos desaniman la intensificación de la violencia política, el incremento del desacuerdo y el socavamiento iliberal del Estado de Derecho, es porque habíamos llegado a creer que no volveríamos a las andadas. Nos faltó escepticismo; nos sobró entusiasmo. Olvidamos que la historia no es una flecha que vuela en línea recta hacia un horizonte utópico, sino que sigue un sinuoso camino que quizá ni siquiera sea un camino. Pero tampoco debe caerse en una teología negativa que solo ve regresiones allí donde mira; la realidad social es mucho más intrincada que eso y nunca hubo mayor sensibilidad hacia la discriminación sexual o el sufrimiento de los animales.
Puede que Albert Hirschmann acertase cuando señalaba en Shifting involvements –publicado en 1982– que las sociedades pasan de periodos en los que el interés privado es predominante a otros donde la acción pública gana adeptos… antes de que la decepción con los resultados de esta última nos devuelva, impotentes y decepcionados, a la esfera privada. Si bien se mira, resulta natural que el incremento del compromiso público genere dogmatismo ideológico y desorden político: quienes se lanzan a defender lo que creen justo o correcto suelen olvidar que no todo el mundo estará de acuerdo con ellos. Y si a eso se suma la sensación de verse desclasado, como aprendimos en el periodo de entreguerras, la democracia liberal puede sufrir una crisis de legitimidad que deriva en el apoyo mayoritario al líder fuerte que promete arreglarlo todo a golpe de decisionismo.
Sería por ello natural que se acusase a la teoría política de trabajar con una venda delante de los ojos: nadie parece haber sabido vaticinar lo que hoy nos está sucediendo y la sociedad bien ordenada solo era un sueño que se sueña en la torre de marfil donde habitan los académicos. Puede ser. Sin embargo, eso no significa que el ideal propuesto por John Rawls –entre otros haya de ser descartado: por más lejos que nos encontremos de su materialización y más decepciones que acumulemos, conviene preguntarse si tenemos alguno mejor. Y que la respuesta, por volver a Dylan, no está en el viento.