Casa Rorty LIV: Viejas lecciones de realismo político

El realismo político vuelve en tiempos de guerras, tensiones geopolíticas y desconfianza democrática. No porque prometa soluciones, sino porque recuerda que la política es un terreno de límites, intereses y choques de poder. La nueva edición de los Ricordi de Guicciardini devuelve a primer plano esa tradición escéptica y prudente.
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Son tiempos estimulantes para el realismo político; lo que no quiere decir que corran buenos tiempos. Ocurre más bien lo contrario: giramos hacia el realismo cuando el mundo exhibe su faceta más descarnada. Y la tenemos delante: el optimismo de los años 90 desapareció con la Gran Recesión y sus consecuencias políticas, que van del Brexit a Trump y sus distintos émulos; súmense la invasión rusa de Ucrania o el ascenso de China. Sad! El realista puede contestar que no tiene la culpa de que el mundo sea como es; si solemos olvidarlo, es nuestro problema. Porque una y otra vez confiamos en la perfectibilidad del ser humano y tomamos la apariencia de paz o consenso por la verdadera esencia de la política; cuando el espejismo se disuelve en el aire, el despertar es amargo. Y ahí está el realismo político, recostado en su sillón de siglos, para decirnos que la guerra del Peloponeso no ha terminado nunca.

El regreso del realismo

Hay que entender por realismo político esa larga tradición de pensamiento que arranca más o menos en Tucídides, se desarrolla con Maquiavelo y Hobbes, encuentra continuidad en Nietzsche, Weber o Berlin y, en fin, es adoptada por pensadores como Raymond Geuss, Bernard Williams e incluso John Gray. Tal como puede comprobarse, es una nómina heterogénea; acaso no haya dos realistas iguales. Porque no es lo mismo escribir en la Florencia del Renacimiento que hacerlo en la Europa del positivismo y no digamos en el interior de una academia que abraza en los años 70 el paradigma normativo ideado por John Rawls. Todos los hombres son platónicos o aristotélicos, escribió Borges; acaso todos los teóricos políticos sean normativos o realistas. Será normativo quien apueste por la prescripción de un deber ser; y realista quien atienda a lo que es.

Los realistas han afeado a los idealistas su desatención de las condiciones efectivas en las que se desenvuelve la vida política, que ellos entienden marcada por la lucha de poder y la ausencia de un marco moral digno de tal nombre. Por ello recelan del universalismo: las justificaciones políticas no pueden desvincularse a sus ojos del contexto sociocultural de turno, pues hacerlo sería como hablar una lengua extranjera. O sea: las abstracciones son para los filósofos y las realidades para quienes desean comprender el funcionamiento de la política. Para ello, hay que estudiar el modo en que esta última opera en la práctica y desechar la idea –Geuss insiste en ello– de que la política sea una rama aplicada de la ética. Valga un sencillo ejemplo: cabe postular que el votante debería juzgar con rigor la gestión del gobierno a la hora de elegir papeleta cada vez que se convocan elecciones, ya que de ese modo la democracia funcionaría mejor, pero ello no debe impedirnos constatar que la mayoría de los votantes no hace tal cosa

Ahora bien: igual que los científicos sociales que hacen investigación empírica necesitan de los conceptos que idea la teoría política para dar sentido a sus observaciones, también la política necesita objetivos morales de carácter ideal hacia los que dirigirse. Así nos lo ha recordado Bernard Williams, quien añade que obviamente eso no impide el fracaso reiterado de los ideales o su desdibujamiento en el marco de la lucha por el poder. Y es que conviene tener cuidado con el realismo, ya que la sola apelación a la “realidad de las cosas” parece conferirle superioridad sobre otras escuelas de pensamiento; como si todos aquellos que no lo profesaran fuesen víctimas de una ingenuidad descalificante. Se trata, más bien, de una cuestión de grado. En palabras de Michael Freeden:

una y otra vez surgen discursos y argumentos que dicen revelar la auténtica naturaleza de la política, en lo que constituye un intento –en sí mismo plausible y justificable– por enfrentarse a esas teorías políticas abstractas, seráficas e idealizadas que han dominado muchas ramas de la filosofía política normativa. Y una y otra vez se muestran ellas mismas timoratas, deficientes o desinformadas, incapaces de dar con aquello que se habían comprometido a dar.

Eso no implica que el realismo sea infructuoso; ni mucho menos. El problema está en que a menudo da la impresión de ser una crítica de naturaleza prudencial que por sí misma no conduce a ninguna alternativa coherente; su desnudamiento de las turbias realidades de la política no va acompañado de la oferta de un nuevo guardarropa. Pero ese desnudamiento tiene un valor extraordinario allí donde los practicantes del poder han logrado legitimar su dominio mediante el engaño, así como en los hábitats intelectuales o académicos en los que prima un enfoque normativo indiferente a la viabilidad práctica de los proyectos ideológicos o los mandatos morales. En una palabra: aunque las enseñanzas del realismo sean insuficientes para ordenar una comunidad política o dar sentido a su desenvolvimiento histórico, no podemos prescindir de ellas; si no queremos terminar haciendo literatura moralista, conviene recordarlo de cuando en cuando.

Sucede que estamos de enhorabuena: una edición primorosa de los Ricordi de Francesco Guicciardini, cortesía del profesor Jorge del Palacio, acaba de ser publicada en la venerable colección de bolsillo de Alianza Editorial. Baste decir que Guicciardini es contemporáneo de Maquiavelo y que también él reflexiona sobre la esencia del poder –hasta el punto de legarnos el perdurable concepto de la “razón de Estado”– como habitante de aquella esplendorosa Florencia que pasa de república libre a principado absolutista en una Italia sometida a creciente dominio español. Guicciardini, por cierto, fue embajador ante la corte de Fernando el Católico –a quien admiró– por encomienda del gobierno popular de Piero Soderini, convirtiéndose en funcionario del Estado de la Iglesia tras la restauración de los Medici. Todo lo cual lo convierte, señala Del Palacio, “en protagonista del proceso histórico que llevó a la derrota del modelo político del Renacimiento italiano”. Nótese que la Florencia del Renacimiento comparte con la Atenas clásica la tendencia al cambio de régimen: un destino inevitable de las comunidades políticas de tamaño reducido en un marco geográfico tensionado por las rivalidades imperiales.

Tal como señala el editor, la crisis del Renacimiento italiano desnuda la impotencia de unas repúblicas incapaces de competir con los Estados modernos que empezaban a consolidarse en Inglaterra, Francia o España, poniendo de paso en solfa la entera cosmovisión renacentista. Surge un pensamiento escéptico, cauteloso, descreído: Guicciardini comenta a Maquiavelo y Montaigne lee a Guicciardini. Pero lo que Montaigne lee es su Historia de Italia y el texto que Del Palacio traduce, introduce y comenta con brillantez son unos Ricordi que reúnen pensamientos y reflexiones que el autor se trae de España y reelabora con posterioridad. Del Palacio comenta el texto para que el lector de hoy lo entienda mejor, poniéndolo en relación con su marco histórico-político, con la vida de Guicciardini y con sus demás obras. De lo que se trata es de aproximar el texto a nuestro presente, cosa que paradójicamente se logra cuando se proyecta al lector en la época de su redacción. Y aunque este modo de proceder nos parezca natural, la pregunta sobre cómo enfrentarnos al pensamiento político del pasado no se deja responder sencillamente; digamos una palabra al respecto antes de adentrarnos en los fascinantes Ricordi del venerable Guiciardini.

Cómo leer a los clásicos

Frente a la tradición de raigambre clásica consistente en tomar las obras del pasado como depósitos de ideas atemporales de valor universal, a la manera de un recetario que permanece a disposición de quienes deseen consultarlo sin tomar precauciones de ninguna clase, la llamada Escuela de Cambridge romperá una lanza metodológica revolucionaria –aunque hoy nos parezca mentira– cuando postula la necesidad de comprender históricamente a los pensadores de otras épocas. O sea: los textos deben entenderse en relación con su contexto. Al igual que hacen los practicantes de la historia conceptual fundada por Reinhard Koselleck, las grandes figuras del contextualismo –Skinner, Pocock, Dunn– sostienen que ninguna obra puede leerse de manera aislada, pues todas ellas forman parte de un marco cultural y político que las dota de sentido y al que ellas mismas se refieren. Cuando Hobbes publica el Leviatán y Maquiavelo El príncipe, entre muchos otros, lo hacen con una intención concreta. Y todos se insertan en una tradición, lo que conduce a los contextualistas a rechazar la idea del gran libro excepcional que solo se explica por el genio de su autor. Quien lea estos Ricordi, por ejemplo, rebajará la singularidad de Maquiavelo; igual que Pocock mostró en su día la “normalidad” de Hobbes.

Pese a sus innegables aciertos, el enfoque contextualista ha sido objeto de algunas críticas razonables. Sobre todo: aplicar un historicismo denso a las obras del pasado termina por enjaularlas en su tiempo y hacérnoslas inútiles a fuer de intraducibles al presente. Este último, por ponernos gadamerianos, constituye nuestro horizonte inevitable: no podemos sino leer desde la posición histórica que ocupamos. Pero si atendemos exclusivamente al contexto en el que se inscriben los clásicos, nos veremos privados de la posibilidad de sacar de su lectura lecciones atemporales dignas de ser atendidas y de apreciar su originalidad o brillantez. Contra la Escuela de Cambridge, Leo Strauss y sus seguidores defienden la posibilidad de extraer significados universalmente válidos de la lectura de los clásicos, rechazando un contextualismo que –a su juicio– desemboca en el relativismo. Y aunque estos últimos proponen una interpretación literal, susceptible de alimentar una “filosofía perenne” que no dependa de sus contextos, no dejan de señalar que quienes escriben bajo regímenes políticos opresivos emplean un lenguaje “esotérico” que solo el filósofo puede desentrañar… hipótesis que no se encuentra tan alejada del mandato contextualista de fijarse en lo que hacen los clásicos cuando escriben su obra.

¿Y entonces? Parece razonable concluir que la virtud se encuentra, aristotélicamente, en algún punto intermedio. Porque no podemos –ni debemos– leer a los clásicos como si sus obras flotasen en un magma atemporal, desentendiéndonos del mundo que habitaban; tampoco podemos –ni debemos– aproximarnos a ellos como si hablasen una lengua extranjera que solo a duras penas pudiéramos descifrar. Al fin y al cabo, ellos también reflexionaban sobre los seres humanos y su organización política; como hacemos nosotros. Nos lo ha recordado Fernando Vallespín en su monografía sobre Judith Shklar, una pensadora que no solo dialogaba constantemente con los clásicos, sino que recurría a las grandes obras de la literatura universal para alimentar su reflexión sobre la moralidad: que seamos capaces de reconocernos en el pasado no supone que podamos sincronizarnos perfectamente con unas obras cuyos significados pueden diferir de los nuestros. ¡Y viceversa!

El mundo de Guicciardini

Dicho esto, volvamos a Guicciardini. Y digamos, para empezar, que no es un émulo de Maquiavelo: este otro florentino es más pesimista y más escéptico. Así como Maquiavelo culpa a la aristocracia del desastre político de su polis, Guicciardini dirige sus críticas contra el pueblo; tal vez por eso haya sido menos leído o siga siendo menos conocido. Porque Guicciardini, como señala John Warner, se desvía de la ortodoxia republicana de su época y demuestra tener menos fe en la capacidad del hombre de letras para comprender la realidad política; su escepticismo no solo es ya moderno, sino que tiene plena vigencia en el mundo posterior a la Gran Recesión y la pandemia. De ahí que pueda hacerse una lectura estrábica de Guicciardini: con un ojo puesto en la Florencia renacentista y otro en la sociedad contemporánea. Para conocer bien la sutileza de sus ideas, hay que hacerse con el libro; quisiera en lo que sigue, sin embargo, señalar sus temas principales.

Guicciardini es, para empezar, un escéptico: su teoría del conocimiento se asienta en la convicción de que existen límites al conocimiento. Porque este mundo no se deja conocer fácilmente y la esfera de la política menos que ninguna. Hemos de ser “discretos”, propone Guicciardini, lo que significa capaces de distinguir lo esencial de lo accesorio; solo así podremos dilucidar cómo hemos de actuar en cada ocasión. Tal como recuerda Del Palacio, Maquiavelo sí cree que es posible aquilatar unas reglas susceptibles de condensar el arte de gobierno; su compatriota discrepa: “Hablar de las cosas del mundo de manera indistinta y absoluta, y por así decir, conforme a regla, es un error”. De ahí que no podamos jamás anticipar lo que va a suceder: “¡Cuánto mayor es la felicidad de los astrólogos que la de los demás hombres!”. Ya que la realidad humana es demasiado mudable y se encuentra sometida a los accidentes de la fortuna; el saber teórico, derivado de la lectura de los clásicos, le parece inferior al saber práctico. “¡Qué distintas la teoría y la práctica!”, exclama. Ya puede verse que la preocupación por el futuro atraviesa las épocas: somos lo que fuimos. Y Guicciardini está de acuerdo, ya que contempla la historia como recurrencia y nos deja sobre ello un aforismo que suena a profecía: “Todo lo que ha sido en el pasado y es en el presente también lo será en el futuro”.

Se sigue de ahí que las cosas del mundo han de ser juzgadas y resueltas “al día”, dándose por cierto la posibilidad de que su accidentalidad venga en nuestro socorro: la fortuna puede también ayudarnos cuando más desesperados estamos. Corolario: mejor no desesperarse. El mundo está desordenado y es imperfecto; planificar en exceso –recado que Guicciardini mete en la botella de su obra para los racionalistas del porvenir– supone una falta de prudencia. Ni siquiera existe una distinción clara entre bienes y males: “Gran desgracia es no poder alcanzar el bien, sin que le acompañe también el mal”. Toca pues recurrir a la sabiduría práctica que derivamos de la experiencia, pues esta última llega –paso del tiempo mediante– donde no lo hace la inteligencia natural ni alcanza la teoría que sacamos de los libros.

Enseñanzas para hoy

De su propia experiencia deriva Guicciardini las máximas sobre la vida política que llenan las páginas de los Ricordi. Nos recuerdan a Maquiavelo; a veces, los dos florentinos dicen cosas parecidas. A veces, son de difícil aplicación en la política democrática: aunque recomienda al príncipe usar la escasez antes que la abundancia, sabemos que la promesa de gasto recaba muchos más votos que cualquier llamada a apretarse el cinturón. Otras son máximas atemporales:

Las conjuras que no pueden llevarse a cabo sin el concurso de otros son peligrosísimas. Pues siendo la mayoría de los hombres imprudentes o malvados, se corre mucho peligro acompañándose de personas de tal suerte».

¡Que se lo pregunten a Ábalos y Cerdán! Igualmente aplicable a nuestra coyuntura política es el consejo que da Guicciardini ofrece al príncipe cuando es pillado con las manos en la masa, ya se trate de un latrocinio o una mentira:

Niega siempre aquello que no quieres que se sepa, o afirma aquello que quieres que se crea, porque, a pesar de que haya muchas pruebas en contra, incluso certezas, afirmar o negar algo con firmeza siembra la duda en quien te escucha.

Y aun creemos haber inventado algo. En otro pasaje, Guicciardini parece estar hablando de Donald Trump o de nuestro Pedro Sánchez: “A pesar de la fama de simulador o impostor que uno tenga, se ve que aun así sus engaños encuentran crédito de vez en cuando”. Su pesimismo antropológico, que comparte con Maquiavelo, no deja lugar a dudas: no hay bondad ni fidelidad entre los hombres; quienes predican la libertad con pasión solo persiguen intereses particulares. Por eso advierte que «no se puede hacer nada para que los ministros no roben»; ni entonces, ni ahora.

Guicciardini descree así por completo de la sabiduría del pueblo, al que considera un “fundamento peligroso” para la legitimidad y desempeño del gobierno. Ni los hombres ni los pueblos, afirma el florentino, son capaces de entender cuál es la causa de sus males y por eso perseveran en el error; entre el palacio y la plaza, escribe, se alza una espesa niebla que impide a los hombres conocer las razones del gobernante. Sus palabras no dejan lugar a la duda:

Quien dijo pueblo dijo realmente animal demente, lleno de mil errores, de mil confusiones, sin gusto, sin discernimiento, sin estabilidad.

Se deduce de ahí un recelo hacia la forma democrática de gobierno, ya que Guicciardini apuesta por lo que Del Palacio llama “elitismo epistemológico” que atribuye a una minoría bien formada y experimentada la función de dirigir el timón del Estado. Es el suyo un gobierno mixto que persigue sortear los peligros de las formas “puras” que representan la oligarquía o la democracia; el autogobierno colectivo de índole participativa le interesa menos que una libertad ejercitada en el marco de la legalidad. También esta forma de gobierno es insatisfactoria: Guicciardini se alinea con Maquiavelo en su rechazo hacia cualquier forma de utopismo y entiende que debemos moderar nuestras expectativas políticas. La razón es sencilla: “el mundo y los príncipes no son como deberían ser, sino como son”. Si le hubiesen hablado del “hombre nuevo” del socialismo, Guicciardini habría arqueado una ceja.
Ya se ve que el realismo político tiene todavía mucho que decirnos: la lectura de estos apasionantes Ricordi lo deja bien claro. Quien los lea comprobará que hay una diferencia sustancial entre su tiempo y el nuestro: el arbitrio del príncipe ha sido reemplazado por el imperio de la ley. De nosotros, ciudadanos, depende que su vigencia se mantenga.


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