Dediqué la última entrada de este blog al problema del voto: a responder la pregunta de si tiene sentido decir que puede votarse mal y, por tanto, cabe también hacerlo bien. O si, por el contrario, el voto posee un valor inherente como acto cívico mediante el que se expresa el compromiso del votante con el sistema democrático y, por lo tanto, siempre se vota bien; no se puede votar mal. ¡Ni queriendo! Quien diga lo contrario está faltando al respeto de los votantes: dejemos que cada uno exprese sus preferencias políticas a través de la papeleta sin afearle su decisión.
Mi tesis era –es– que se puede votar bien, igual que se puede votar mal. Y proponía dos criterios que permiten diferenciar el buen voto del mal voto; o, mejor dicho, el buen votar del mal votar. Por un lado, hay un aspecto procedimental que se refiere al trabajo interior del votante: votará bien aquel que medite su voto sin vincularse incondicionalmente a ningunas siglas particulares. El segundo aspecto es sustantivo: vota bien quien pone los intereses generales de su sociedad por delante del éxito coyuntural de un partido o de la realización de fines ideológicos particulares. Quien quiera saber cómo llegué a esa conclusión, no tiene más que consultar la entrada anterior del blog.
En cualquier caso, recibí algunas objeciones que merecen consideración. Y, como estamos a pocas semanas de unas elecciones generales, merece la pena continuar la reflexión abierta hace un mes a fin de responder a esas críticas y, con ello, matizar mis argumentos.
En primer lugar, el aspecto sustantivo del buen votar plantea un problema evidente: ¿qué es eso de los “intereses generales de la sociedad”? ¿Es que existen los “intereses generales”, definidos como aquellos que son comunes a todos y deben anteponerse a los intereses particulares de los miembros de la sociedad? ¿Es que el votante puede aprehender esos “intereses generales” como algo desvinculado de su particular cosmovisión ideológica? Cuidado con los intereses generales; pueden llegar a serlo tanto que terminan por no ser de nadie.
A decir verdad, de los intereses generales de una sociedad puede decirse a la vez que existen y no existen. Por ejemplo: está en el interés de todos que una sociedad sea rica en vez de pobre. Y nadie o casi nadie desearía vivir en una sociedad con un grado extremo de desigualdad, donde no funcionasen los servicios públicos, se encarcelase a los periodistas cuando critican al gobierno o se tolerara la explotación infantil. Por eso decía yo el mes pasado que el grado de cumplimiento de esos intereses generales puede conocerse recurriendo a indicadores objetivos que se derivan del análisis empírico de la realidad: del PIB per cápita al índice de Gini, pasando por el tiempo de espera para visitar al médico especialista o el que tardamos en que se celebre un juicio que nos concierne, sin olvidarnos del grado de respeto a los derechos individuales o la transparencia del gobierno. No creo que sea disparatado afirmar que conviene a casi todos vivir en un país que persigue de manera eficiente su propio bienestar; como conviene a casi todos disfrutar de una democracia respetuosa con sus propios principios organizativos: imperio de la ley, separación de poderes, rendición de cuentas. Digo “casi” porque siempre hay quien saca provecho de las democracias fallidas en las sociedades decadentes.
Sea como fuere, pocos serán los partidos que rechacen esos objetivos genéricos, a los que cualquiera puede adherirse formalmente. Cuando entramos en detalles, por el contrario, todo se complica: surgen conflictos entre bienes incompatibles entre sí, no queda claro cuáles son los medios más adecuados para perseguir cada uno de esos fines, se cuestiona la competencia de la oposición para hacerlo mejor que el gobierno incluso si este no ha brillado en el empeño… Y, por supuesto, habrá votantes que entiendan que solo su partido o su cosmovisión ideológica puede realizar esos intereses generales de una manera “correcta”, vale decir, conforme al “modelo de sociedad” que ambos –partido y votante– abrazan. O sea: un socialdemócrata se negará a votar democristiano y viceversa, por no hablar del nacionalista que solo vota nacionalista. Desde este punto de vista, no habría “intereses generales” a considerar cuando de decidir el voto se trata; el voto siempre responde a un interés particular. Y por eso podemos decir que tales intereses generales existen y no existen a la vez; peculiar situación que un tuitero contemporáneo aprovecharía para sacar a pasear al gato de Schrödinger.
Por añadidura, la percepción del votante será decisiva. El ciudadano habrá de hacer un esfuerzo para separar el grano de la paja, distinguiendo la propaganda partidista –del gobierno y de la oposición– de los datos fiables que proporcionan un diagnóstico del estado de una sociedad. Solo entonces estará en disposición de incorporar a su reflexión electoral el juicio acerca de la medida en la cual los intereses generales de la sociedad están siendo realizados o desatendidos. Y aunque es difícil fijarlos con exactitud, tampoco es imposible: un país cuyo PIB se estanca durante décadas, donde la deuda pública aumenta sin freno o en el que la prestación de servicios públicos empeora en lugar de mejorar es un país donde se descuidan los intereses generales. Lo mismo vale para el funcionamiento de la democracia constitucional allí donde no se respeta la separación de poderes, se socava el papel del parlamento o las leyes dejan de cumplirse con la debida exactitud.
Mi argumento es que vota mal quien apoya la continuidad en el gobierno de su partido o la realización de su cosmovisión ideológica (la famosa preferencia por un “modelo de sociedad”) pese a que ello suponga objetivamente un deterioro de los intereses generales tal como pueden ser cuantificados mediante indicadores de naturaleza empírica. Aunque quizá todo esto es una forma demasiado elaborada de decir que vota mal quien se adhiere a su partido incluso si su partido gobierna de manera incompetente. Alternativamente: vota mal quien vota en favor de la continuidad de un mal gobierno.
Esto nos lleva a la segunda de las objeciones planteadas al texto original. Fue Jesús Alfaro quien señaló en Twitter que votar bien es “votar popperianamente”, lo que quiere decir votar en contra del gobierno que lo hace mal y a favor del gobierno que lo hace bien. Pero nótese que para que eso suceda es a su vez necesario que el votante cumpla con el requisito procedimental que exige el buen votar: ser capaz de reflexionar de manera autónoma sobre a quién se deba votar. He aquí la paradoja irresoluble del “votante popperiano”: solo el ciudadano que se esfuerza por elegir libremente castigará al mal gobierno y premiará al exitoso. De hecho, no hará falta decírselo: quien así se maneja sabe que eso es lo que tiene que hacer.
Ahora bien: para Popper, lo único decisivo para un régimen político es “la destituibilidad del gobierno sin derramamiento de sangre”; la votación es el mejor método para facilitar esa sustitución. De ahí se sigue, como ha señalado Jorge Urdánoz[1], que los gobiernos posibles son dos: el actual y el de la oposición. Es evidente que Popper está pensando en un régimen presidencialista, que produce un sistema bipartidista perfecto; en una democracia parlamentaria, el votante no tiene manera de saber cuál es el gobierno que saldrá del reparto de escaños, ni qué políticas pactarán los partidos que se coaliguen entre sí en caso de que ninguno tenga mayoría de gobierno. De hecho, Popper no cree demasiado en la representación: dado que el pueblo no gobierna, sus intereses o creencias tampoco están proporcionalmente “representadas” en el parlamento. Quienes mandan son los gobiernos y los burócratas: las élites. La función del electorado es premiar al buen gobierno y castigar al malo; no hay más.
Esta concepción de la democracia tiene una larga historia, que se remonta a los teóricos elitistas e incluye al mismísimo Schumpeter. Para todos ellos, la ventaja del régimen democrático sobre los demás es que permite el reemplazo pacífico de las élites de acuerdo con el juicio de los electores. Hoy esto nos parece poco; durante la primera mitad del siglo XX, no digamos en la segunda posguerra mundial, era mucho. Giovanni Sartori insiste en este punto: los ciudadanos eligen a quienes deciden, pero en modo alguno eligen ellos mismos. Para que así fuera, habríamos de instaurar una democracia directa; una que requiriese de los ciudadanos juicios particulares sobre asuntos concretos de manera frecuente. En ese supuesto, advertía el politólogo italiano, no podría bastarnos que los ciudadanos tengan meras opiniones sobre aquello que se vota, sino que –ahí está el Brexit– sería necesario que atesorasen un verdadero conocimiento sobre cada asunto sometido a consulta. Pero los ciudadanos carecen de ese conocimiento y nadie puede reprochárselo; nuestras democracias tienen buenas razones para ser regímenes representativos.
Tal descripción de la democracia contrasta, no obstante, con la justificación ideológica de la misma: su legitimación popular deriva en buena medida de la convicción –o aspiración– de que la democracia es el “gobierno del pueblo”. Esa creencia alimenta el discurso populista; el ideal que dibuja moviliza la energía de quienes defienden modelos participativos de democracia. No es así de extrañar que haya aguafiestas dedicados a reiterar la vigencia de la hipótesis pluralista-competitiva. Es el caso del último libro del economista conservador Randall Holcombe, comentado aquí[2] por Kevin Corcoran. Holcombe rechaza la idea de que una democracia funcione de tal manera que los votantes expresan sus preferencias mediante el voto y, a continuación, su agregación produce una suerte de “decisión social” que los gobernantes convierten en políticas públicas con el fin de reflejar la “voluntad popular”. Esta sencilla trayectoria –casi una fábula– resulta inverosímil por distintas razones. Una de ellas es que los votantes no tienen preferencias autónomas sobre los complejos asuntos sociales acerca de los cuales versa la acción del gobierno. Lo que sucede es más bien que el ciudadano se “ancla” en una identidad política y de ahí –partido político y medios de comunicación afines mediante– deriva sus preferencias. Por otro lado, la negociación y el diseño de políticas públicas tiene lugar necesariamente entre los miembros de la élite; los ciudadanos no pueden participar en ese proceso, menos aún establecer negociaciones entre sí, debido a la enormidad de los costes de transacción que eso conllevaría. De hecho, los programas electorales que las élites presentan a los electores son paquetes de políticas públicas que se aceptan o rechazan en bloque. Y como los votantes tienden a actuar de manera expresiva (o ideológica) más que instrumental (o pragmática), puede concluirse que son las élites –no los ciudadanos– quienes llevan la voz cantante en una democracia representativa.
Aunque los problemas de escala en la sociedad moderna son irresolubles, pues convierten la democracia asamblearia o directa o deliberativa en una fantasía para académicos soñadores, el argumento de Holcombe conecta con los hallazgos de la psicología política de las últimas décadas y destaca que el ciudadano no vota bien… si por votar bien entendemos hacerlo tras un proceso de deliberación interior de carácter autónomo. En la práctica, el ciudadano medio forma sus preferencias a partir de los mensajes que emiten partidos políticos y medios de comunicación, adhiriéndose a unos u otros en función de su identificación partidista o ideológica. Eso no quiere decir que seamos todos víctimas de la manipulación de las élites: ni todos los ciudadanos votan lo mismo, ni los cambios de papeleta son imposibles. Hay factores como la socialización familiar, los rasgos de carácter o el deseo de conformidad con el entorno que seguramente tienen más importancia que los mensajes de partidos y medios; estos últimos, no obstante, proporcionan al votante que tiene una vinculación ideológico-emocional con una cosmovisión ideológica y/o un partido los argumentos que necesita para justificar y defender sus creencias.
Solo aquellos votantes que carecen de vínculos emocionales con partidos o bloques ideológicos concretos podrán entonces votar “popperianamente”, siempre y cuando quieran dedicar su tiempo a recabar la información necesaria para ello. La mayoría de los votantes considera que el esfuerzo no merece la pena y votará expresivamente, manifestando su adhesión al partido o líder que asocian con una orientación ideológica (progresista, conservadora, nacionalista) particular. En suma, las preferencias de los ciudadanos son menos autónomas que heterónomas: el votante pragmático es una rareza; justamente por eso puede ser decisivo a la hora de decidir el signo de unas elecciones.
Y como muestra, un botón: estos días se ha dado publicidad a un trabajo académico que confirma –por si hacía falta– el peso que tienen las identificaciones partidistas a la hora de modelar nuestra percepción de la realidad política. Diego Reinero et al.[3] han estudiado el efecto que poseen las correcciones de errores factuales –el llamado fact checking– sobre los ciudadanos que albergan creencias falsas; entre sus propósitos estaba comprobar si, como venía pensándose, puede ocurrir que estas correcciones refuercen la falsa creencia en lugar de eliminarla (el llamado backfire effect). El resultado del experimento sugiere que las correcciones de errores factuales tienen mayor probabilidad de fracasar cuando las realiza el miembro de un grupo rival. Así, eso que los autores denominan “congruencia partidista” posee un efecto hasta cinco veces más potente que el de la corrección factual. En otras palabras: entre la verdad factual y las creencias partidistas, escogemos estas últimas. Y si la corrección factual proviene de alguien a quien percibimos como “enemigo”, sus posibilidades de éxito son remotas. La identidad partidista, concluyen los autores, puede motivar la “actualización irracional” de nuestras creencias políticas e ideológicas.
Se alegará que no hace falta ningún experimento para confirmar esa tesis: las redes sociales nos enseñan a diario cómo funciona este sencillo mecanismo adaptativo. Cuando un partido cambia de manera significativa su posición acerca de un asunto público, la mayoría de los votantes lo sigue sin rechistar y enuncia como si fueran suyos los argumentos que el partido –así como el periódico o la radio de turno– pone a su disposición. El votante ideológico recuerda al feligrés calvinista: cree ser libre y, sin embargo, está predestinado.
Por este camino, llegamos a una conclusión elemental: el principio según el cual debe “votarse popperianamente” tiene un carácter normativo y no descriptivo. No es que el ciudadano tienda a votar popperianamente, sino que creemos que debería hacerlo. O sea: una democracia funcionará mejor si sus votantes son más pragmáticos que ideológicos (aunque habrá quien lo discuta). Bien, pero ¿qué pasa si los votantes no son así? De hecho, no lo son. Ya que el ciudadano dispuesto a votar popperianamente no abunda en la práctica. Y ese es el problema; si no, no estaríamos hablando de esto. Sucede algo parecido con el buen votante que he bosquejado aquí: las condiciones del buen votar dibujan una propuesta ideal que plantea una conducta deseable en lugar de describir una realidad sociológica. Pero hay buenos votantes ahí fuera, por escasos que sean; lo que quiere decir que votar mal no es un destino inevitable, pese a que sin duda es la conducta ordinaria de la mayoría de votantes.
Así las cosas, ¿hay alguna diferencia entre el “votante popperiano” y mi “buen votante”? Me parece que sí. Sobre todo, este último incorpora una conciencia reflexiva de sus propios sesgos; se obliga a consumir información plural para evitar que su percepción de la realidad política recoja un único relato de los hechos relevantes y de su significado político. Por otro lado, el buen votante asumirá la dificultad que comporta formar gobiernos en las democracias parlamentarias, ya que, cuando se haga necesario forjar coaliciones multipartidistas, el resultado de la elección podrá resultarle decepcionante. Así que votar bien supone hacerse cargo de la complejidad de la política democrática y preferir la melancolía a la indignación; salvo en aquellos supuestos en los que el daño a los intereses generales –en sus dimensiones material o institucional– resulte insoslayable.
En suma, votar bien puede resultar extenuante; por eso solemos votar mal o, cuando menos, regular. Pero la indulgencia que pueda merecernos el mal votante no es óbice para reconocer su existencia; los ciudadanos de una democracia pueden equivocarse, aunque la discusión sobre cuándo lo hacen –votando a quién– difícilmente podrá conducirse pacíficamente ni terminará jamás en un acuerdo completo. Y es que si así fuera, ni siquiera necesitaríamos gobiernos: seríamos ángeles que sobrevuelan las pasiones políticas sin llegar a padecerlas. No es el caso.
[1] https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6828682
[2] https://www.econlib.org/following-their-leaders-democracy-in-theory-and-practice/
[3] https://psyarxiv.com/z4df3
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).