Casa Rorty XII: Escolio a un texto explícito

La democracia constitucional estará en riesgo allí donde la política ignore las limitaciones que se le imponen en un Estado de Derecho y, emancipándose del imperio de las leyes, apele a la voluntad popular.
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Que hayamos cambiado 2023 por 2024 –accidentes del calendario– difícilmente restará impacto a esa Ley de Amnistía que está aún pendiente de ser aprobada por las Cortes y aún habrá luego de salvar los escollos judiciales correspondientes; seguiremos, pues, hablando de ella. Y así debe ser, por más que sus defensores aleguen que lo importante es tener la nevera llena o que nos atienda un médico cuando caemos enfermos. ¡Como si hubiera relación entre una cosa y la otra! Pero tampoco deben tomarse demasiado en serio estos argumentos, cuyo carácter espurio salta a la vista; otros son más interesantes. Me refiero a aquellos que atañen al núcleo normativo del Estado de Derecho, cuya integridad se ve amenazada por una amnistía que se presenta sin ambages –aunque no en el insólito preámbulo que hemos podido leer en el borrador de ley– como un intercambio de favores: yo te concedo impunidad, tú me haces presidente. Desafortunadamente, la cultura política española es tan singular que esta obscena transacción encuentra en ella innumerables defensores. Y eso lo saben de antemano quienes la protagonizan; por eso la hacen.

Ha quedado ya claro a estas alturas que la amnistía pone de relieve la tensión entre legalidad y legitimidad: quienes la promueven sostienen que el respeto a los procedimientos legales en una democracia otorga legitimidad a las normas, sin que podamos invocar un criterio extrajurídico que permitiese discutir tal carácter “legítimo”. Sus críticos alegan que la legitimidad de una ley aprobada en el marco de la democracia constitucional no puede derivarse únicamente de la legalidad de los procedimientos, sino que sus contenidos materiales deben ser respetuosos con los valores y directrices constitucionales. Para unos, la amnistía será legal y legítima, o legítima a fuer de legal; para otros, la amnistía es legal y sin embargo ilegítima.

De este asunto se ocupó el filósofo José Luis Pardo en una tribuna titulada “El espíritu de las leyes”, publicada en El País del pasado 12 de diciembre. Pardo comienza en ella por señalar que la aprobación de la ley y su posterior refrendo a cargo del Tribunal Constitucional serían una pésima noticia para nuestro país: aunque la legalidad es la máxima instancia de legitimación del poder público en un Estado de Derecho, la separación de poderes es el espíritu de esa legalidad; cuando esa separación de poderes se ve violentada, la legalidad puede ponerse al servicio de fines espurios. Se pueden hacer cosas sorprendentes sin quebrantar la “letra de la ley”, observa Pardo, aunque al mismo tiempo se esté atentando contra su espíritu. Es lo que sucede con la amnistía, así como con el trato de privilegio que se concede a las comunidades autónomas gobernadas por los socios del gobierno: si se respetan los procedimientos fijados en la ley y ningún tribunal declara ilegal esas normas y acuerdos, tendrán apariencia de legitimidad.

En este punto, Pardo emplea un concepto susceptible de generar equívocos: dice que la legalidad de esas decisiones no impide que sean contrarias a “la moralidad pública en la que se encarna el espíritu de las leyes”. Tal moralidad pública remite a “principios colectivamente compartidos de manera tácita e implícitamente presupuestos en las normas de derecho positivo, empezando por la Constitución de la que todas ellas emanan”. Esos principios, sigue Pardo, son los que determinan “los márgenes de plausibilidad de las normas jurídicas y de las decisiones políticas”; por eso considera que quien se sale de esos márgenes está haciendo algo más grave que saltarse una ley. Puede ocurrir que los consensos sociales cambien, faltaría más, pero hay que tener mucho cuidado con ese argumento: populistas y nacionalistas suelen invocar una voluntad popular exterior a las instituciones de las que ellos se erigen como únicos intérpretes y portavoces. Y dado que la voluntad popular solo se expresa de manera empírica a través del voto, los propósitos del bloque de poder formado por la izquierda y los nacionalismos habrían de someter la amnistía al dictado de las urnas. Nadie tiene intención de hacer tal cosa, como es obvio; los dirigentes socialistas negaron enfáticamente antes de las últimas elecciones que la impunidad sobrevenida de los condenados por el procés fuera siquiera concebible.

Acaso por aparecer en un periódico cuya línea editorial es favorable a la amnistía, las críticas contra la tribuna proliferaron en las redes sociales. Los comentaristas más articulados cuestionaban precisamente la apelación a la “moralidad pública”, por considerar que el carácter voluble y heterogéneo de esta última la convierten en un criterio poco fiable de legitimación de las leyes aprobadas por el poder público. Y en una tribuna publicada dos días después en ese mismo diario, la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán respondía al texto de Pardo y cuestionaba abiertamente que los problemas políticos puedan encerrarse en categorías morales; a su juicio, estas últimas solo conducen al maniqueísmo y la exclusión para beneficio de los populistas. Aunque reconoce que las democracias liberales se sostienen sobre principios intangibles, Martínez-Bascuñán alega que su interior se caracteriza por un pluralismo moral que debe ser respetado por los poderes públicos. Decisiones como la amnistía no deben juzgarse con arreglo a un “difuso problema moral”, razona, sino a la vista de sus futuras consecuencias; las reprobaciones morales solo conducen a un callejón sin salida. Pasa lo mismo con el Derecho, que haría bien no metiéndose en política; cada uno tiene su lugar. El siguiente razonamiento remata su tribuna: “el profesor Pardo viene a afirmar que el problema de una ley como la de amnistía es que quebraría la moral pública aunque sea declarada legal por un tribunal. Pero si, como también afirma, el derecho responde a valores morales y la moral pública está recogida en la ley, entonces serán los jueces quienes deberán decidir si tal quiebra moral ha existido”.

Eso convertiría a los jueces en instancias determinantes de lo que deba o no considerarse moralidad pública, convirtiendo el control de legalidad en una suerte de control político que usurparía el papel de los representantes políticos dedicados a la tarea de legislar. A su modo de ver, pues, la amnistía no es un problema moral, sino una decisión política que aborda un conflicto político: no se lo debe moralizar ni tampoco judicializar.

Se constata así que la referencia de Pardo a la moralidad pública es fuente de confusión, ya que parece situar el debate sobre la amnistía en el terreno de la opinión o el sentir popular, que justamente por ser volubles no pueden tomarse como una referencia firme para los debates constitucionales. Naturalmente, la relación entre política y moral no es tan sencilla como pudiera parecer; si detrás de las normas aprobadas en el curso de procesos políticos no hay decisiones morales, ¿qué hay entonces? Asunto distinto es que la política no deba reducirse a la distinción entre buenos y malos, que con tanta facilidad degenera en la contraposición entre amigos y enemigos; su trasfondo moral no puede, sin embargo, descartarse tan alegremente. Sabemos también que la práctica política quiere saber poco de la moral, a la que en todo caso emplea como un disfraz para el engaño de ciudadanos incautos; Maquiavelo fue el primero en enseñarnos que el operador político tiene su propia moral y que esta se reduce a la búsqueda del poder. Pero tampoco esto es algo que deba aplaudirse: más bien nos resignamos a que los seres humanos se conduzcan así, aun cuando les pedimos que al menos finjan lo contrario.

De la misma manera, la heterogeneidad moral de las sociedades liberales provoca inevitables conflictos de valor que no pueden resolverse mediante la apelación a una metafísica compartida, ya que las distintas concepciones del bien son inconmensurables entre sí: el creyente y el ateo no van a ponerse de acuerdo sobre la existencia de Dios. De ahí que John Rawls defendiera —un poco a la manera de John Locke cuando quiso dejar a la religión fuera de la argumentación pública en el marco de las guerras de religión— la conveniencia de dejar fuera del debate público las posiciones morales de raigambre metafísica, que consideramos innegociables por referirse a valores últimos que hacemos nuestros, apostando en cambio por tener discusiones de carácter político. Esto no quiere decir que dejemos toda la moral fuera de la conversación, sino que estamos obligados a dar forma política a nuestra posición moral; negociaremos con nuestros conciudadanos aquello que a todos nos sea posible negociar y dejaremos que cada cual viva su vida a su manera.

Ahora bien: la moralidad pública a la que se refiere Pardo no es la opinión voluble de los ciudadanos, sino que debe identificarse de manera rigurosa con los principios y valores constitucionales. Allí donde hay una constitución democrática en vigor, decir moralidad pública —entiendo— es decir principios constitucionales. Pero es una forma equívoca de decirlo, como ha podido comprobarse, aunque no sea fácil encontrarle un reemplazo; tampoco la referencia al “espíritu de las leyes” soluciona el problema, aunque al menos suprime la conexión con el sentir coyuntural de la comunidad política. Para colmo, aquello que los ciudadanos sienten no es exógeno al sistema político: el discurso de los partidos puede influir notablemente lo que sus votantes creen u opinan.

Imaginemos que una formación política decide que ha de impulsarse la restauración de la pena de muerte en España y que ese partido no solo tiene mayoría parlamentaria —bien sea en solitario o en coalición— sino que además se las ha apañado para controlar las decisiones del Tribunal Constitucional y gozar del favor de importantes medios de comunicación. Podría sacar adelante una reforma constitucional que modificase el artículo 15 de la CE o promulgar una ley orgánica destinada a producir el mismo efecto; si el Tribunal Constitucional decidiera que nada hay de reprochable en esas normas, recurriendo por ejemplo al llamado “uso alternativo del Derecho”, y si además la opinión pública —por ejemplo después de que un asesino en serie haya sido detenido in fraganti mientras torturaba a alguna de sus víctimas— apoyara las intenciones del gobierno, ¿acaso no podría sostenerse que ese cambio constitucional o legal es también “legítimo”? Y sin embargo, parece evidente que no lo sería en absoluto.

Así que la moralidad pública a la que se refiere Pardo no es una más de las doctrinas morales que coexisten en la sociedad liberal. Porque no es otra moral particular entre muchas, sino que designa al conjunto de valores, instituciones y normas que protegen el pluralismo. Cuando se vulneran principios como la igualdad ante la ley o la separación de poderes, no se está afirmando una moralidad particular susceptible de oponerse a otras. Se está haciendo otra cosa: los intereses políticos de un conjunto de actores son revestidos con la falsa dignidad de una posición moral y empleados como un ariete contra el Estado de Derecho que hace posible el “pluralismo razonable” de que habla John Rawls. Si la imparcialidad de las instituciones democráticas facilita la coexistencia pacífica entre distintas cosmovisiones morales, es porque todas ellas se sujetan a las mismas reglas del juego y renuncian a apropiarse de las leyes para perseguir sus fines particulares. Y al contrario: la democracia constitucional estará en riesgo allí donde la política ignore las limitaciones que se le imponen en un Estado de Derecho y, emancipándose del imperio de las leyes y de su ineludible sujeción a los valores constitucionales, apele a la voluntad popular —o la convivencia o la plurinacionalidad cualquier otra palabra hueca— para perseguir los fines particulares de un puñado de actores conjurados para obtener beneficios de su asociación.

En suma: el respeto al espíritu de las leyes —o moralidad pública en el sentido que le da Pardo— es condición de posibilidad del pluralismo moral en la democracia constitucional. Y quien se asegura el control de las instituciones democráticas —mayoritarias y contramayoritarias— que están encargadas de promulgar leyes y controlar posteriormente su ajuste constitucional no hace sino distorsionar la legitimidad democrática. Porque si esta última depende del respeto a los procedimientos y estos procedimientos son distorsionados por medio del control partidista de los órganos que intervienen en ellos de nada sirve guardar las apariencias o proclamar con voz hueca el compromiso con los valores democráticos: la trampa está a la vista. Tal como ha recordado Elisa de la Nuez, una cosa es respetar el Estado formal de Derecho y otra hacer lo propio con el Estado material de Derecho, que recoge los contenidos materiales que sirven de fundamento al ordenamiento jurídico y constitucional. Pero añadamos que la disyunción entre uno y otro solo será posible allí donde los partidos del gobierno hayan colonizado las instituciones encargadas de hacer de contrapeso del poder político, eliminando o debilitando así el componente liberal de la democracia.

Uno de los grandes estudiosos de la relación entre Estado de Derecho y democracia, el publicista —o sea experto en materias de derecho público— Ernst Wolfgang Böckenförde, ha explorado este problema. En uno de los trabajos recogidos por la editorial Trotta en sus Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Böckenförde razona que la democracia constitucional está sujeta a limitaciones pese a su carácter formal y abierto; en particular, está “vinculada a los principios del Estado de Derecho y del Estado social”. De ahí que algunas constituciones recojan cláusulas de intangibilidad que impiden la reforma de algunos de sus artículos: el objetivo de esas limitaciones es impedir una “revolución legal”, vale decir, “una transformación que destruya por medios legales los fundamentos del orden político y jurídico”. Quien se proponga hacer esa revolución, claro está, dirá que es perfectamente “legítima” y escrupulosa en las formas.

Cuando José Luis Pardo señala en su tribuna que el abandono de la moralidad pública puede tener consecuencias de la mayor gravedad en una sociedad democrática, está pensando lo mismo que Böckenförde cuando apunta que la sola existencia de cláusulas de intangibilidad constitucional son “signo de que una comunidad política ha perdido la confianza en sí misma” y no sabe ya lo que un día será capaz de hacer. Aunque la constitución española no contiene tales cláusulas, exige mayorías reforzadas para su propia reforma; de ahí que los actores políticos empeñados hoy en reescribir la constitución con arreglo a sus intereses—la izquierda y los nacionalismos— busquen caminos alternativos: no sea que la voluntad popular de la que tanto presumen se revele como un siniestro trampantojo.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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