Casa Rorty XXX: Desastres naturales, cambio climático y política democrática

Hacer política climática es contratar un seguro ante el riesgo de que el calentamiento global alcance niveles incompatibles con la estabilidad social y el desarrollo humano.
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Aunque la cifra definitiva de víctimas mortales causada por la gota fría —o DANA en el lenguaje técnico de nuestros días— sufrida por el levante español la semana pasada no se conoce todavía, todo indica que se rondará los 220 o 230 fallecidos; serán así las más funestas desde que, en octubre de 1963, murieran 300 personas en Murcia y Almería. Antes, en 1957, una gran riada produjo en Valencia 81 fallecidos; luego, en 1973, otra se llevó 100 vidas por delante en Lorca y Puerto Lumbreras. Mucho antes, en octubre de 1897, la crecida del río Segura había causado nada menos que 761 muertos a su paso por Murcia, donde además destrozó 24.000 hectáreas de cultivo.

Este breve recuento de los desastres naturales causados por las lluvias torrenciales en la costa mediterránea española, particularmente en Valencia y Murcia, deja bien claro que hablamos de regiones castigadas desde antiguo por una perturbación atmosférica cuyos primeros registros históricos se remontan a comienzos del siglo XVI. Suelen producirse al final del verano y en los primeros meses del otoño, cuando la elevada temperatura del agua calienta las masas de aire frío procedentes del llamado “chorro polar” y los sistemas montañosos impiden su progreso hacia el interior, propiciando su más rápida condensación. Hablamos así de un fenómeno típicamente mediterráneo, cuyos efectos concretos sobre las vidas y haciendas de los habitantes de estas regiones variarán según la gravedad del episodio y las circunstancias en que se produce.

Quiere con ello decirse que al escéptico no le faltarán razones para la sospecha cuando oiga que la DANA de Valencia no tiene precedentes y es consecuencia directa del cambio climático de origen antropogénico. Tal como suele ocurrir con los titulares sensacionalistas, ya sean bienintencionados o lo contrario, las comparaciones históricas suponen un problema: si hay que remontarse hasta 1897 para dar con un desastre similar al que acaba de tener lugar, no se puede sostener que lo sucedido carece de precedentes. Ni siquiera en un país tan poco aficionado a la lectura como el nuestro pasará desapercibida esa aparente incongruencia, que suele ir acompañada del lugar común según el cual el cambio climático de origen antropogénico incrementa el número y la intensidad de los fenómenos meteorológicos extremos. A menudo, cuando lo repetimos en conversaciones privadas, le añadimos un tono ominoso: como si estuviéramos protagonizando esa escena de las películas de terror en la que se anuncia la llegada inevitable de un mal sin nombre.

Bien puede ser, por supuesto; si las gotas frías y los huracanes guardan relación con la temperatura del mar, el aumento de la temperatura media del mar —vinculada a su vez con el aumento de la temperatura media del planeta— podría causar gotas frías y huracanes más frecuentes e intensos. Asunto distinto es que eso ya esté sucediendo, como señalan con seguridad la mayor parte de los medioambientalistas y de los científicos naturales o la mismísima Presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, así como desde luego gran parte de la prensa escrita. Hay que comprenderlo: los desastres naturales representan una inmejorable oportunidad para crear conciencia ecológica y movilizar el apoyo de los votantes a esas políticas medioambientales –señaladamente las climáticas– que parecen requerir el sacrificio de los ciudadanos en su conjunto o de grupos sociales particulares; bien sea pagando más impuestos, encareciendo o limitando el acceso a determinados productos de consumo o dificultando el tránsito urbano a quien tenga un vehículo demasiado viejo.

Viejos fenómenos, nueva intensidad

A pesar del entusiasmo con que algunos defienden la mentira política cuando sirve para realizar los mejores valores, o sea esos que ellos mismos identifican como preferibles al resto, es cuestionable que debamos prescindir de la evaluación desapasionada de los datos empíricos; máxime cuando no hablamos de fenómenos nuevos, sino de la nueva intensidad de viejos fenómenos. El problema es que los datos no existen en bruto; se ha desarrollado todo un campo de los estudios medioambientales –la atribución de episodios extremos– con el propósito de determinar cómo podemos saber en qué medida un fenómeno climático –olas de calor, sequías, inundaciones– es atribuible al calentamiento global. Pero, al igual que sucede con las proyecciones climáticas a medio y largo plazo, se trata de una metodología más probabilística que descriptiva y, por tanto, caracterizada por la incertidumbre. Tal como han señalado Winsberg, Oreskes y Lloyd, ninguno de los dos métodos más comúnmente empleados –uno de orientación “narrativa” y otro basado en la evaluación probabilista del riesgo– están exentos de valores sociales; los mismos que, dicho sea de paso, permean la fijación de los célebres “límites planetarios” que la actividad humana debería respetar si queremos mantener un “espacio seguro” dentro del sistema terrestre. Huelga matizar que dentro de 50 o 100 años sabremos con certeza si el número e intensidad de los fenómenos naturales extremos ha aumentado de manera significativa; si es el caso, habrá motivos para inferir que la causa está en el cambio climático antropogénico.

Ahora bien, quizá no sea tan importante atribuir al cambio climático de manera “exacta” la ocurrencia de estos episodios. Obviamente, el planeta siempre ha sido un lugar peligroso; un planeta cuyo clima se ve alterado por la actividad humana —y donde se producen disrupciones suplementarias tan serias como la pérdida de biodiversidad o la acidificación oceánica— puede ser aun más inhóspito para nuestra especie. Pero es difícil saber cuánto, cuándo o dónde sucederá tal o cual cosa; la modelización climática es una técnica plagada de dificultades. Hay una gran diferencia entre medir la temperatura media del planeta, inferir el clima del pasado más o menos distante y proyectar su evolución en el futuro a la luz de los datos disponibles. Lo primero es relativamente sencillo; lo demás, no tanto.

Por otro lado, la influencia del ser humano —convertido en un factor relevante del cambio medioambiental global— ha de ser incluida en las modelizaciones del cambio climático y sus manifestaciones. Pero la intensidad y las modalidades de esa influencia a duras penas puede conocerse de antemano: a finales de los años 60 se alertaba de una “bomba de población” que va camino de desactivarse en las décadas venideras e ignoramos el resultado final de la transición energética o la tasa de innovación tecnológica y sus efectos sobre las relaciones socionaturales. Súmese a lo anterior la complejidad del sistema climático terrestre y la dificultad de predecir su comportamiento a largo plazo; las complicaciones epistémicas son evidentes.

Tal como el debate sobre la dimensión geológica del Antropoceno ha puesto de manifiesto, vivimos en un planeta definido por su inestabilidad y violencia; el Holoceno está siendo o ha sido benigno para el ser humano por tratarse de un periodo interglacial que ha creado inmejorables condiciones para el progreso de la especie. Su peligrosidad se ha puesto no obstante de manifiesto en innumerables ocasiones: erupciones volcánicas, terremotos, inundaciones, sequías, olas de frío y calor, lluvias torrenciales componen una negra sinfonía telúrica que remite al hecho inescapable de que —como ha escrito Peter Sloterdijk— nadie sale vivo de este planeta. Ahí reside justamente el problema político del Antropoceno: hemos de poner los medios para evitar que la desestabilización de lo que hemos llegado a denominar “sistema terrestre” ponga en peligro la integridad de los sistemas sociales y el bienestar de la especie.

Seguro ante el riesgo

Precisamente por eso no hace falta demostrar que cada episodio metereológico que se sale de la norma puede atribuirse al cambio climático antropogénico; bastaría con recordar que este último tiene lugar de acuerdo con el consenso científico –un consenso que se apoya en datos empíricos– y que su ocurrencia aconseja tomar medidas precautorias. El símil del seguro continúa siendo el más apropiado: hacer política climática es contratar un seguro ante el riesgo –que no certeza– de que el calentamiento global alcance niveles incompatibles con la estabilidad social y el desarrollo humano. De nuevo, claro, surgen dificultades: ¿cuál es el nivel de disrupción planetaria que exige tomar qué medidas precautorias? ¿Y qué significado damos a estas últimas?

Bajo este punto de vista, los desastres naturales tienen carácter “socionatural” en dos sentidos distintos. De un lado, si hemos influido sobre el clima del planeta y el clima del planeta influye sobre todo lo que sucede en su interior, bien puede afirmarse que la huella humana está ya en todas partes. Pero decir esto quizá no sea decir nada; un terremoto difiere de una ola de calor y del desplazamiento de especies debido a los flujos comerciales globales; la distinción cuidadosa sigue siendo pertinente. De otro lado, los desastres naturales no tienen el mismo impacto en todas partes; como la DANA de Valencia nos ha recordado, el urbanismo salvaje perpetrado en nuestro litoral amplifica el daño material y humano causado por las riadas, como hace también –por cierto– la ausencia de un sistema eficaz de alertas públicas. Tampoco es lo mismo hacer edificios resistentes a los temblores de tierra que vivir allí donde esos estándares jamás llegan a aplicarse; por no hablar de la diferencia que hay entre pasar una ola de calor con aire acondicionado que hacerlo a cuerpo gentil.

Nada nuevo: la adaptación al medio lleva milenios practicándose a diferente escala; bien podríamos decir que los Países Bajos son un resultado de la misma. En los últimos años, se ha puesto el énfasis en las políticas de mitigación del cambio climático, que persiguen reducir la cantidad total de CO2 que se libera en la atmósfera como efecto de la acción humana. Y bien está, pese a las contradicciones –como el rechazo de la energía nuclear– en que incurren quienes más insisten en la necesidad de actuar con urgencia. Pero hora es de insistir en la necesidad de aplicar políticas de adaptación eficaces, pues serán ellas las que marcarán la diferencia para los habitantes de un planeta cuya temperatura media ha aumentado ya en 1,3 grados respecto del periodo preindustrial.

Mitigación y adaptación

Asunto distinto es que la adopción de esas políticas —mitigación y adaptación— requiera de la pertinente legitimación pública. Es razonable suponer que la adaptación será menos controvertida que la mitigación, si bien todo depende del tipo de medidas que se propongan y del reparto de los costes que lleven aparejadas; casi nadie verá con malos ojos la idea de rehabilitar su vivienda para que gane eficacia energética, pero pocos aceptarán gastarse en eso un dineral del que probablemente ni siquiera dispongan. Más problemáticos resultan los discursos políticos que defienden la necesidad inaplazable de limitar severamente el crecimiento económico o las libertades individuales, desmantelando las sociedades abiertas para reemplazarlas por comunidades orientadas hacia la autogestión energética o una planificación estatal de signo autoritario: del falansterio verde al Leviatán climático.

Solo recurriendo de manera constante a la hipérbole, anunciándose la pronta extinción de la especie o el desbordamiento inminente de los mares, puede aspirarse a lograr el apoyo de los ciudadanos para semejantes proyectos de transformación radical. Y lo cierto es que no funciona: el ecologismo radical lleva 50 años azuzando el miedo al apocalipsis –ecológico primero y climático después– sin que el apocalipsis termine de llegar, lo que le ha restado credibilidad. Si nos fijamos en los datos que arrojan las encuestas globales, con todo, quizá ese trabajo de horror no esté perdido; en todas partes son mayoría quienes apoyan la lucha contra el cambio climático y el cuidado genérico del mundo natural.

Otra cosa es que tales encuestados se muestren dispuestos a renunciar a su bienestar material o sus libertades públicas; de ahí que haya una constante brecha entre las creencias y las actitudes medioambientales. Por eso, también, conviene ofrecer un discurso alternativo vinculado a la modernización de la modernidad: la aplicación de políticas climáticas y medioambientales debe ser compatible con el desarrollo socioeconómico y el mantenimiento de las democracias liberales; su objetivo es prevenir los riesgos del Antropoceno y reformar las sociedades humanas para que sean más limpias y eficaces, así como menos dañinas para los sistemas naturales y el mundo no humano. Se trata de refinar y mejorar la sociedad liberal, en lugar de acabar con ella so pretexto de mitigar el cambio climático.

Negacionistas y escépticos

En ese sentido, por último, conviene tener cuidado con las palabras. ¿Qué significa, en este contexto, ser “negacionista”? Los aires de superioridad con los que se llama así –o, peor aún, “magufos”– a quienes rechazan teorías científicas robustas sobre las relaciones socionaturales pueden resultar contraproducentes; al fin y al cabo, también hay quien sigue creyendo en el comunismo. Procede más bien insistir respetuosamente en los beneficios que procura el conocimiento científico, sin vincular este último a propuestas políticas o doctrinas específicas. Negacionista será quien opine que la ciencia climática se equivoca, aunque carezca de las competencias necesarias para evaluar sus resultados; a los científicos –pocos– que desafían el consenso establecido los llamamos “escépticos”. Pero los ciudadanos que aceptan la evidencia disponible tampoco poseen la competencia necesaria para evaluar el procedimiento científico del que deriva la teoría del cambio climático antropogénico; la suya es también una opinión, solo que una basada en la confianza en el sistema científico. Dado que la mayoría de los ciudadanos –por remitirme de nuevo a las encuestas– apoya la así llamada “lucha contra el cambio climático”, quizá el problema no está tanto en los datos como en algunas de las políticas que se proponen a partir de los mismos.

Así que en todo caso será negacionista –o escéptico– quien dude de la capacidad de la ciencia para explicarnos lo que sucede con el clima en la era industrial; bajo ningún concepto puede sin embargo llamarse negacionista a quien, aceptando la competencia general del sistema científico, rechace adherirse forzosamente a soluciones políticas (o tecnológicas) que no le resultan persuasivas o le parecen indeseables. Dicho de otro modo: una cosa es lo que dice la ciencia, otra lo que la política le hace decir; y aun otra muy distinta es lo que la política prescribe tomando como pretexto lo que la ciencia describe. Sobre esto último, habrán de ser los científicos quienes discutan; de lo segundo podemos hablar todos, aunque lo haremos con mejor conocimiento de causa si sabemos por qué la ciencia dice lo que dice. Y, desde luego, no necesitamos que la ciencia nos persuada de la conveniencia de vivir en sociedades bien ordenadas donde los recursos públicos son empleados eficazmente y la planificación racional hace posible el buen gobierno –dentro de lo humanamente posible– de los desastres naturales. No parece que la española sea, ahora mismo, esa sociedad; solo cabe esperar que lleguemos a serlo algún día.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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