La receta jurídica para el autoritarismo

La decisión y acción política no son sistemas paralelos que puedan desobedecer a la Constitución, al menos en las democracias que no son meramente nominales.
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Los últimos memorándums presidenciales, que instruyen a no aplicar la reforma educativa y a tomar «medidas de austeridad» contrarias a derechos humanos, son apenas los dos últimos eslabones de una cadena de acciones encaminadas a implantar (o reimplantar) en México al llamado Ejecutivo unitario, en su encarnación más ruda y antidemocrática.

La versión dura de la teoría del Ejecutivo unitario –ahora más conocida, por su difusión en la película Vice

((En el filme Vice (Adam McKay, 2018) se narra que Dick Cheney recibió de Antonin Scalia, durante los años setenta, la explicación del poder absoluto presidencial que otorga la teoría del ejecutivo unitario. En esa época, Scalia trabajaba en el Departamento de Justicia y colaboró directamente con Cheney… pero esa exposición por parte de Scalia es pura ficción, ya que la teoría fue desarrollada en los años ochenta y su descripción académica no establece el poder ilimitado que caricaturiza la película, como explica Jon Greenberg en Vice: What the movie gets right and wrong about Dick Cheney.
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– sostiene que la presidencia no puede ser controlada por los tribunales ni el poder legislativo, salvo a través del impeachment

((La explicación más breve y clara de la teoría del Ejecutivo unitario la enuncia la Red Voltaire en la segunda parte del Discurso de Washington: “la teoría del Ejecutivo unitario es el equivalente actual del FührerPrinzip. Fue difundida en Estados Unidos por la Federalist Society, a la que pertenecen todos los consejeros jurídicos de George W. Bush. Según esta teoría, el presidente es el Ejecutivo, y los poderes legislativo y judicial no pueden restringir su acción. Debido a ello, por un lado, el presidente es el único habilitado para dirimir litigios entre agencias gubernamentales y, por otro lado, no puede ser juzgado en forma alguna. Basándose en esa teoría, el presidente Bush empezó a adjuntar a la firma de las leyes que promulga reservas sobre la aplicación de éstas. De esa manera, al firmar la ley McCain que prohíbe el uso de la tortura, indicó que dicha ley no podía restringir las acciones emprendidas por el ejecutivo para hacer frente al terrorismo”.
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. No es un enfoque novedoso y tanto en México como en Estados Unidos tiene cierto fundamento constitucional: tanto la constitución de Estados Unidos como la mexicana señalan que el poder ejecutivo se deposita en un individuo

((El artículo dos primera sección de la norma estadounidense establece que el poder ejecutivo se deposita en un Presidente de los Estados Unidos y el numeral 80 de la ley fundamental mexicana dispone que el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión se deposita en un solo individuo, que se denominará “Presidente de los Estados Unidos Mexicanos”.
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. Por tanto, no hay duda de que el presidente concentra la totalidad de poderes relativos a esa rama del gobierno: el problema radica en entender con precisión en qué consiste la función ejecutiva.

A pesar de las tradiciones tan diversas que informan al derecho estadounidense y al mexicano, ambos sistemas consagran a la función ejecutiva como la aplicación que hace la autoridad de la ley a asuntos concretos, cuando no haya controversia de por medio. Esta regla, que constitucionalmente implica que el presidente cuidará que las leyes se ejecuten puntualmente, es un límite real a la función ejecutiva, al punto de que el deber presidencial es facilitar el cumplimiento exacto de las leyes en su ámbito de competencia. Ambos sistemas instituyen esa regla: el artículo dos tercera sección de la Constitución estadounidense establece que el poder ejecutivo cuidará de que las leyes se ejecuten puntualmente, mientras el artículo 89 fracción primera de la Constitución mexicana señala que es facultad y obligación del presidente «promulgar y ejecutar las leyes que expida el Congreso de la Unión, proveyendo en la esfera administrativa a su exacta observancia».

Esta limitación de la función ejecutiva –restringirse al acatamiento exacto de las leyes–, que en el derecho constitucional de Estados Unidos se denomina Take care clause, implica dos consecuencias: a) toda actuación ejecutiva que no cumpla las leyes es inconstitucional; y b) debe existir un medio de control sobre esos actos ilegales del Ejecutivo, por respeto a la supremacía constitucional. La cláusula Take care es la que justifica la supervisión judicial de los actos de la administración. Para todo efecto teórico y práctico, la Take care clause invalida a la versión dura de la Teoría del Ejecutivo Unitario: el presidente debe cumplir las leyes y, si no lo hace, los tribunales están facultados para invalidar sus actos, con independencia de la posibilidad de destituirlo.

((En México las posibilidades de defenestración son más limitadas, ya que el artículo 108 de la Constitución federal señala que “el Presidente de la República, durante el tiempo de su encargo, solo podrá ser acusado por traición a la patria y delitos graves del orden común”.
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El equivalente mexicano de la Take care clause se encuentra en los principios de reserva de ley, jerarquía y preferencia de ley, que vinculan a los artículos 16, 72, 89 y 133 de la Constitución: cuando el ejecutivo expide reglamentos que contradicen a las leyes, imponen obligaciones que no están en ley o alteran los derechos y deberes que están en las leyes, los ciudadanos pueden acudir a los tribunales para solicitar la nulidad de los actos basados en estos reglamentos (justicia administrativa) o pedir la invalidación del reglamento abusivo (justicia constitucional). Una parte considerable de las impugnaciones cotidianas a los actos del ejecutivo tienen que ver con que la actuación administrativa no cumplió exactamente las leyes.

Estas reglas constitucionales imposibilitan que el presidente pueda ordenar válidamente que sus secretarios desobedezcan las leyes. Sin embargo, la defensa que han hecho los voceros del régimen –oficiales, extraoficiales y oficiosos– solo confirma que la versión dura de la teoría del Ejecutivo unitario se encuentra presente en la visión del primer administrador nacional, enfoque cuyas conexiones modernas e históricas son contrarias a la democracia y al Estado de Derecho.

La versión dura de la teoría estadounidense del Ejecutivo unitario se basa en la defensa del principio de liderazgo que Carl Schmitt hizo en las tres primeras décadas del siglo XX

((Toda la obra de Schmitt está vinculada a la decisión política, pero la defensa del principio de liderazgo puede verse con mayor claridad en tres textos: La dictadura (1921), Estado, movimiento y pueblo (1933) y “El Führer defiende el Derecho” (1934). Existe edición del primero en Alianza Editorial (1985), el segundo tiene traducción presentada en Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad, Nº 12 (Abril 2017 – Septiembre 2017), consultable en la dirección electrónica https://doi.org/10.20318/eunomia.2017.3668 y el tercero en Orestes, Héctor. Carl Schmitt teólogo de la política. México, Fondo de Cultura Económica, 2001.
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. Esta posición, principalmente impulsada por el magistrado Samuel A. Alito y John Yoo, sostiene que esta totalidad de facultades ejecutivas implican que la legislatura y tribunales no pueden limitar la conducta del presidente, mucho menos juzgarlo. Así, el Ejecutivo puede decidir qué tanto y con qué intensidad cumple las leyes o solo partes de ellas.

Si ese enfoque suena similar al aducido por los voceros del presidente López, es porque de hecho sostienen lo mismo: que el presidente “hace política” al retraerse en la aplicación de la ley, que le corresponde un grado de decisión para detener o empujar la aplicación de las leyes y que, según ellos, ese margen es un espacio político propio de todos los presidencialismos.

Quizá lo más peregrino de los alegatos de esos voceros es su creencia de que “lo político” es una especie de comodín o realidad alterna que no está sujeta al derecho, la ciencia o la técnica, una suerte de topus uranus perverso: el mundo de las ideas cínicas. En su visión del mundo, “hacer política” es una especie de tiempo fuera de la realidad, que todo lo vale o, en otra perspectiva, que lo político puede ser simbólico o real, a conveniencia del apologista. Predican un iusnaturalismo convenenciero, en el que el cumplimiento de la ley depende de su calificación subjetivísima sobre la injusticia, bondad o maldad de esas normas.

En consecuencia, la presidencia de López hace lo mismo que hizo el gobierno de George W. Bush: decidir qué tanto cumplen de la ley, cuándo y cómo. No hay novedad en esa disposición al Ejecutivo Imperial, hay que recordar que Paco Ignacio Taibo II ya había planteado que el presidente López podía gobernar por decreto.

El principio de liderazgo es una de las manifestaciones del régimen de jefatura absoluta. La implantación de ese principio es incompatible con la democracia, es un atentado a las libertades, ya que convierte al Ejecutivo en un poder ilimitado: transforma al presidente en un caudillo, en una persona que se arroga poderes políticos que no le otorga la Constitución –como ordenar su desobediencia– y, apoyado en la fuerza, los ejerce sin limitación jurídica.

En suma, el mesianismo tropical se transformó en caudillismo, uno que también se nutre de los argumentos de Carl Schmitt y sus herederos estadounidenses, como Alito y Yoo. La decisión y acción política no son sistemas paralelos que puedan desobedecer a la Constitución, al menos en las democracias que no son meramente nominales. Las recetas autoritarias tienen resultados antidemocráticos y la de Schmitt solo puede generar un platillo dictatorial, un potaje incomible para una ciudadanía libre.

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